Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Primera parte. Capítulo II

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO II

I

ía diecinueve, yo debía también percibir mi primer mes de sueldo en casa del "partícular" en cuestión. No sé me había pedido mi opinión sobre aquella colocación, se me había entregado simplemente, por las buenas, a mi patrón, creo, el primer día de mi llegada. Era demasiado grosero, y casi me vi obligado a protestar. El sitio estába en casa del viejo príncipe Sokolski. Pero protestar inmediatamente habría sido romper de golpe con ellos, lo que no me asustaba en lo más mínimo, pero era contrario a mis objetivos esenciales. Así, pues, acepté la colocación, esperando, sin decir palabra; defender mi dignidad con mi silencio. Diré ahora mismo que este príncipe Sokolski, rico y consejero privado (12), no era en forma alguna pariente de los príncipes Sokolski de Moscú (miserables desde hacía varias generaciones) con los que Versilov estaba enfrentado en aquel proceso. Lo único que tenían de semejante era el apellido. Sin embargo, el viejo príncipe se interesaba mucho por ellos y quería de uná manera muy especial a uno de ellos, el jefe por así decirlo de la familia, un oficial joven. Versilov, hasta hacía poco, había tenido una influencia inmensa en los asuntos de aquel viejo y era su amigo, un amigo muy singular, puesto que aquel pobre príncipe, según he podido darme cuenta, le tenía un miedo terrible, no solamente en la época que entré a su servicio, sino también, creo, en todo el tiempo que duró aquella amistad. Por lo demás, desde hacía tiempo, ya no se veían; el acto deshonroso del que se acusaba a Versilov afectaba directamente a la familia del príncipe; pero Tatiana Pavlovna se encontró alií muy a propósito y por intermedio de ella fui colocado en casa del viejo, que quería tener a su vera " a un hombre joven", en su despacho. Sucedió también que él tenía un gran deseo de mostrarse agradable con Versilov, de dar en suma un primer paso hacia el otro, y que Versilov lo apreciara. El viejo príncipe había decidido de esta forma en ausencia de su hija, viuda de un general, que desde luego no le habría permitido hacer aquel avance. De eso se tratará más tarde, pero anotaré en seguida que esta rareza en sus relaciones con Versilov me impresionó en favor de éste. Yo pensaba que, si el jefe de una familia ofendida continuaba así teniendo respeto hacia Versilov, los rumores extendidos sobre la inmoralidad de éste debían ser falsos o por lo menos estar expuestos a interpretación. Aquello fue to que en parte me impidió protestar: yo esperaba, al entrar en casa del príncipe, poder comprobar todo aquello.

ñaba un raro papel en la época en que me la encontré en Petersburgo. Casi me había olvidado de su existencia y no esperaba en absoluto que tuviese que atribuirle semejante importancia. Me la había encoritrado tres o cuatro veces en Moscú; ella surgía, no se sabía de dónde ni por orden de quién, cada vez que hacía falta instalarme en alguna parte, hacerme entrar en la triste pensión Tuchard o bien, dos años y medio más tarde, trasladarme al Instituto o bien alojarme en casa del inoividable Nicolás Semenovitch. Una vez aparecida, se quedaba conmigo todo el día, pasaba revista a mi ropa blanca, a mis trajes, iba conmigo al Kuznetski (13), me compraba todos los objetos necesarios, me constituía, en una palabra, todo mi equipo, hasta el último maletín y el último portaplumas; y, mientras hacía aquello, no cesaba de gruñirme, de regañarme, de abrumarme de reproches, de hacerme sufrir exámenes, de proponerme como ejemplo a yo no sé qué otros muchachos imaginarios de sus conocidos o de su parentela, todos mejores que yo, según ella, a incluso, a fe mía, me pellizcaba, me daba verdaderos golpes, en varias tandas y dolorosos. Después de haberme instalado y colocado, desaparecía durante varios años sin dejar rastro. Pues bien, fue ella la que, inmediatamente después de mi llegada, se presentó de nuevo para colocarme. Era una personilla bajita y seca, con una naricilla puntiaguda de pájaro y ojillos penetrantes, de pájaro también. Para Versilov, era una verdadera esclava. Estaba en adoración delante de él como delante de un Papa, pero por convicción. Sin embargo, note bien pronto con asombro que todo el mundo sin excepción y en todas partes la respetaba y sobre todo que todo el mundo sin excepción y en todas partes la conocía. El viejo príncipe Sokolski tenía para ella una veneración extraordinaria; en su familia, pasaba lo mismo; los orgullosos hijos de Versilov, también; en casa de los Fanariotov, también. Sin embargo, ella vivía de la costura, del lavado de yo no sé qué encajes, y trabajaba para un almacén. Nos peleamos desde la primera palabra, porque pretendió regañarme como seis años antes; a continuación seguimos disputando cada día; pero eso no nos impedía conversar juntos a veces y confieso que al terminar el mes ya ella comenzaba a agradarme; esto era, pienso, a causa de la independencia de su carácter. Por to demás, me guardé muy mucho de decírselo.

Comprendí en seguida que se me había colocado junto a aquel enfermo únicamente para "ocuparlo" y que en eso consistía mi servicio. Naturalmente, aquello me humilló y tomé al punto mis medidas; pero bien pronto el viejo original me causó una impresión inesperada, como una especie de lástima, y, hacia fin de mes, sentía ya por él un raro afecto: en todo caso, abandoné mi intención de dejarlo plantado. Por lo demás no tenía mucho más de sesenta años. Había tenido toda una historia. Dieciocho meses antes había sufrido un ataque: en viaje para no sé dónde, perdió la cabeza por el camino, lo que dio lugar a una especie de escándalo del que se habló en Petersburgo. Como es conveniente en tales casos, se le condujo instantáneamente al extranjero, pero cinco meses después hizo su reaparición en perfecto estado de salud, únicamente que retirado. Versilov aseguraba seriamente (y con visible calor) que lo que le había pasado no era en modo alguno locura, sino un simple ataque de nervios. Aquel calor de Versilov, lo noté inmediatamente. Diré por lo demás que yo casi compartía su opinión. El viejo parecía únicamente a veces de una excesiva ligereza que no convenía en nada a su edad, lo que, según se dice, no le pasaba antes en ningún momento. Se decía que en otros tiempos daba yo no sé qué consejos ni dónde y que había ejecutado con mucha distinción una misión que le había sido confiada. Conociéndole desde hacía un mes, yo no le habría supuesto jamás capacidades especiales para ser consejero. Se había notado (aunque yo, por mi parte, no haya observado nada) que después de su ataque había quedado afectado por la singular manía de querer casarse lo antes posible y que, más de una vez en el curso de aquellos dieciocho meses, había pensado realizar aquella idea. En el mundo, al parecer, se sabía aquello y se estaba interesado en el asunto. Pero como aquella inclinación no respondía apenas a los intereses de ciertas personas que le rodeaban, por todas partes se montaba la guardia en torno al anciano. Su familia no era numerosa; hacía ya veinte años que.él estaba viudo y no tenía más que una hija única, aquella viuda de general que se esperaba que llegase de Moscú de un día a otro, una persona joven cuyo carácter él temía visiblemente. Pero tenía una masa de parientes lejanos, sobre todo por parte de su difunta esposa, y todos los cuales estaban, por así decirlo, en la miseria; además de eso, existía la multitud de sus pupilos varones y hembras, objetos de sus beneficencias, y todos los cuales aguardaban una pequeña parte en el testamento y por consiguiente ayudaban a la generala a vigilar al anciano. Tenía éste además, desde su juventud, una singularidad de la que no sabría decir si era ridícula o no: la de casar a muchachas pobres. Las casaba desde hacía veinticinco años: parientes lejanos, nietas de primos hermanos de su mujer, ahijadas, y hasta la hija de su portero. Empezaba trayéndolas a su lado, muy niñas todavía, las hacía educar por institutrices y criadas francesas, luego las enviaba a los mejores establecimientos de instrucción, y por fin las dotaba. Todo aquel mundo giraba perpetuamente en torno a él. Naturalmente, las pupilas, una vez casadas, tenían a su vez hijas, todas estas hijas aspiraban también a su protección, en todas partes era padrino, todo aquel mundo venía a felicitarle en su fiesta y todo aquello le resultaba extremadamente agradable.

é en seguida que en el cerebro del anciano se albergaba una convicción - era imposible no notarlo -, a saber que la gente le consideraba ahora con un aire extraño, que no se le trataba ya como antes, cuando el estado de su salud era perfecto; esa impresión no le abandonaba jamás, ni siquiera en las reuniones mundanas más alegres. El anciano se hizo susceptible; notaba algo en todos los ojos. La idea de que se le tuviese aún por loco le atormentaba visiblemente; incluso a mí mismo me miró a veces con desconfianza. Y si alguna vez se hubiese enterado de que alguien propagaba o confirmaba aquel rumor respecto a él, creo que ese hombre absolutamente sin rencor alguno se habría convertido en su enemigo mortal. Esto es lo que os ruego que tengáis en cuenta. Añadiré que esto fue también lo que me decidió desde el primer día a no tratarlo brutalmente; incluso me sentía feliz cuando por casualidad se me presentaba la ocasión de alegrarlo o de distraerlo; no creo que esta confesión pueda echar ninguna sombra sobre mi dignidad.

ía invertida en negocios una gran parte de su fortuna. Después de su enfermedad había adquirido una participación en una gran sociedad anónima. Por lo demás muy sólida (14). Y aunque la empresa fuera gobernada por otros, él se interesaba también, frecuentaba las reuniones de los accionistas, se hizo elegir miembro fundador, asistía a los consejos, pronunciaba largos discursos, refutaba, hacía ruido, con una satisfacción manifiesta. Le encantaba pronunciar discursos: por lo menos todo el mundo podia así ver su ingenio. Y de una manera general, incluso en su vida privada más íntima, le encantaba enormemente colocar en su conversación algunas sentencias profundas o algunas frases brillantes; y yo lo comprendo. Había en su palacio, en el piso inferior, una especie de mostrador doméstico en el que un empleado se ocupaba de los negocios, hacía las cuentas y llevaba los libros, sin dejar de gobernar la casa. Este empleado, que tenía además un puesto oficial, era completamente suficiente, pero, por deseos del príncipe, se me colocó junto a él, con el pretexto de ayudarle.

Ünicamente que fui trasladado en seguida al gabinete del príncipe, y con mucha frecuencia no tenía delante de mí, ni siquiera para cubrir las apariencias, ni trabajo ni papeles ni libro.

Escribo hoy como un hombre que se ha serenado hace mucho tiempo y está de vuelta de muchas cosas; pero cómo representaría yo la pena (de la que me acuerdo aún tan vivamente) que invadía entonces mi corazón y sobre todo mi turbación de aquella época, que me condujo a un estado tal de inquietud y de acaloramiento, que ya no dormía por las noches, a causa de mi misma impaciencia y de los enigmas que me proponía a mí mismo?

II

á bien ganado. Ahora bien, la víspera, mi madre, cuchicheando con mi hermana a propósito de Versilov ("para no causarle pena a Andrés Petrovitch"). había manifestado su intención de llevar al Monte de Piedad un icono al que ella estimaba mucho. Yo tenía un salario de cincuenta rublos por mes, pero ignoraba en absoluto cómo lo percibiría; al colocarme, no se había precisado nada. Tres días después, al encontrarme abajo con el empleado, le pregunté dónde podría hacer que me pagaran. El otro me miró con una sonrisa de hombre asombrado (no me tenía la menor simpatía):

-Es que tiene usted que cobrar algo?

Yo esperaba que él agregase, inmediatamente después de mi respuesta:

é?

ó a responder secamente:

-No sé nada -sumergiéndose luego en su libro rayado al que iba volcando cuentas escritas en tiras de papel.

ás, él bien sabía que yo realizaba algún trabajo, a pesar de todo. Quince días antes, me había llevado exactamente cuatro días ocupado en un trabajo que él mismo me encargó: copiar en limpio un borrador. Había sido preciso redactarlo casi todo de nuevo. Era un amasijo de " ideas" del príncipe, ideas que se disponía a presentar al comité de los accionistas. De todo aquello había que componer un todo, y arreglar el estilo. A continuación el príncipe y yo nos pasamos todo un día hablando de aquel documento, y discutió muy vivamente conmigo; pero se quedó satisfecho. Solamente ignoro si el escrito fue remitido o no. No mencionaré dos o tres cartas de negocios que escribí también a petición suya.

Si me fastidiaba lo de pedir mi salario, era porque había resuelto dejar la colocación, presintiendo que me vería obligado a irme también de allí, a causa de ciertas circunstancias inevitables. Aquella mañana, una vez despierto y dispuesto a vestirme en el piso alto, en mi habitacioncita, sentí que el corazón me latía con fuerza y tuve que imponerme a mí mismo para fingir indiferencia, pero al entrar en las habitaciones del príncipe, volví a sentir todavía la misma turbación: aquella mañana debería llegar la persona, la mujer de la que yo aguardaba la explicación de todo lo que me atormentaba. Era la hija del príncipe, la generala Akhmakova, aquella viuda joven de la que ya he hablado y que estaba en guerra abierta con Versilov. He escrito ese nombre por fin! Naturalmente yo no la había visto nunca y no podía figurarme cómo le hablaría ni si le hablaría; pero me parecía (quizá con razones suficientes) que con su venida se disiparían las tinieblas que, a mis ojos, rodeaban a Versilov. No podía estar tranquilo: era un terrible fracaso encontrarse desde el primer momento tan cobarde y tan torpe; era terriblemente curioso y sobre todo odioso: tres impresiones a la vez. Aquel día lo recuerdo con todo detalle.

íncipe no sabía nada aún de la llegada probable de su hija. No la aguardaba antes de una semana. Yo me había enterado la víspera y totalmente por azar: Tatiana Pavlovna, que había recibido una carta de la generala, había dejado escapar su secreto delante de mí, hablando con mi madre. En vano se habían esforzado en hablar en voz baja y con términos vagos; yo lo había adivinado todo. No es que estuviese escuchando, eso es evidente; pero no pude menos que poner el oído alerta cuando vi de repente hasta qué punto mi madre se turbaba al enterarse de la llegada próxima de aquella mujer. Versilov no estaba en casa.

ía avisar al anciano, porque había podido notar durante todo aquel tiempo cómo temía él aquella llegada. E incluso, tres días antes, se había dejado decir, tímida y vagamente, que aquella llegada la temía por mí, o más bien que por mi causa habría una discusión. Debo añadir sin embargo que, con respecto a su familia, conservaba su independencia y su superioridad, sobre todo en asuntos de dinero. Mi primera conclusión respecto a él fue que no era más que una mujercilla; pero en seguida tuve que enmendar aquel juicio en el sentido de que, si era una mujercilla, le quedaba sin embargo a veces una cierta terquedad, a falta de virilidad verdadera.

Había instantes en los que, con su carácter en apariencia cobarde y maleable, se ponía casi insufrible. Versilov me explicó la cosa en seguida más detalladamente. Anoto ahora con curiosidad que casi nunca hablábamos de la generala, por así decirlo evitábamos hablar de ella: era yo sobre todo quien lo evitaba, y él a su vez evitaba hablar de Versilov, y yo adivinaba que no me respondería en caso de hacerle una de esas preguntas delicadas sobre cosas que me intrigaban tanto.

Si se quiere saber de qué hablamos durante todo aquel mes, responderé: en resumen, de todo, pero siempre de cosas raras. Lo que me agradaba mucho era la extrema bonachonería con la que me trataba. A veces yo consideraba a aquel hombre con un asombro extremado y me preguntaba: " Dónde ha podido encajar bien? En el Instituto, en el cuarto curso por ejemplo, habría sido un camarada encantador." Yo estaba también impresionado por su rostro: parecía extraordinariamente serio (y casi guapo), seco; cabellos rizados, blancos, espesos, ojos abiertos; en toda su persona era enjuto, de buena estatura; pero su rostro tenía la particularidad más bien desagradable, casi inconveniente, de pasar de pronto de una seriedad extrema a una alegría excesiva, que el que le veía por primera vez no habría podido prever jamás. Se lo dije a Versilov, que me escuchó con curiosidad; sin duda no me creía capaz de hacer tales observaciones; pero indicó como de paso que eso le acontecía al príncipe desde su enfermedad y en la época más reciente.

ábamos de dos temas abstractos: Dios y su existencia - existe o no? - y de las mujeres. El príncïpe era muy religioso y muy sensible. Tenía en su despacho un inmenso armario de iconos con una lámpara. Pero en ciertos rnomentos le asaltaba la murria y se ponía de golpe y porrazo a dudar de la existencia de Dios, y decía cosas sorprendentes, para provocar mi réplica. Yo era bastante indiferente, de una manera general, a aquella idea, pero esto no impedía que nos enzarzásemos los dos y siempre sinceramente. Por lo demás, todas aquellas conversaciones me han dejado, hasta hoy día, un recuerdo agradable. Sin embargo, lo más agradable para él era charlar sobre las mujeres, y como, no gustándome apenas ese tema de conversación, yo no podía ser un buen interlocutor, a veces se mostraba dolido por eso.

é a su casa aquella mañana. Me lo encontré de muy buen humor, siendo así que la víspera lo había dejado extremadamente cariacontecido. Ahora bien, me hacía una falta enorme resolver aquel mismo día la cuestión de mi salario, antes de la llegada de ciertas personas. Yo preveía que aquel día seríamos seguramente interrumpidos ía tan fuertemente el corazón); y entonces no tendría quizá valor para hablar de dinero. Pero como la conversación no recaía sobre el dinero, me enfurecí naturalmente contra mi estupidez y, me acuerdo muy bien de ello, por reacción contra alguna pregunta suya verdaderamente demasiado alegre, le expuse mis ideas sobre las mujeres de un solo tirón y con una vivacidad extraordinaria. Resultó así que. se desbocó todavía más y siempre a mi costa.

III

Tal fue la conclusión desordenada de mi larga parrafada.

ío! - exclamó él, terriblemente divertido, lo que me enfureció aún más.

Soy conciliador y minucioso solamente en las cosas pequeñas; en las grandes no cedo jamás. En las cosas pequeñas, en vagas actitudes mundanas, se puede hacer de mí todo lo que se quiera, y maldigo siempre ese rasgo de mi carácter. Por no sé qué infecta bonachonería, he estado a veces dispuesto a aprobar incluso a un fatuo mundano, únicamente porque me sentía encantado por su cortesía, o a emprender una discusión con un imbécil, cosa que es de lo más imperdonable. Todo eso a causa de no saberme contener y porque he crecido en mi rincón. Uno se va furioso y jura no volver a empezar, pero al día siguiente es la misma historia. He ahí por qué se me ha tratado a veces como a un chiquillo de dieciséis años. Pero en lugar de adquirir el dominio de mí mismo, prefiero, aun hoy día, encerrarme más y más en mi rincón, aunque sea en la forma más misántropa: " Torpe si queréis, pero os digo adiós! " Y lo digo en serio y para siempre. Por lo demás, no escribo esto en absoluto a propósito del príncipe, ni a propósito de la conversación de marras.

é -. Expreso sencillamente mi opinión.

é son groseras las mujeres y por qué están vestidas de una manera absurda? Eso es lo que me parece nuevo.

-Son groseras. Vaya usted al teatro, vaya al paseo. Todos los hombres saben caminar por la derecha, se llega a un cruce y se cede el paso, yo cojo por la derecha y el otro también. La mujer, quiero decir la señora, porque estoy hablando de las señoras, arremete contra uno sin mirarlo siquiera, como sí estuviésemos obligados a desviarnos para cederles el sitio. Yo estoy dispuesto a ceder ante una criatura más débil, pero aquí no es cuestión de derecho. Por qué está ella tan segura de que estoy obligado a hacerlo? He ahí lo indignante! En esos encuentros escupo siempre de disgusto. Después de lo cual, ellas gritan que se las humilla, reclaman la igualdad. La igualdad! Cuando me empujan o me llenan la boca de polvo!

í. Porque van vestidas de una manera inconveniente. Hay que ser tan depravado para no notarlo. En los tribunales se hacen los juicios a puerta cerrada cuando se va a tratar de cosas inconvenientes: por qué se permiten esas cosas en la calle, donde el público es aún más numeroso?

"Se cuélgan ostensiblemente polisones en el trasero, para demostrar que son mujeres guapas. Ostensiblemente! Yo no puedo dejar de notarlo, los muchachos lo notan también, el niño, el jovencito que empieza, también lo nota. Es una infamia. Que los viejos libertinos las admiren y corran detrás con la lengua afuera, sea!, pero hay una juventud pura, a la que es preciso preservar. No queda más que escupir de disgusto. Va andando por el bulevar y detrás de ella una cola de un metro barre el polvo. Usted, que va detrás, tiene que salir corriendo para rebasarla o bien dar un salto de costadillo, de lo contrario ella le meterá en la boca y en la nariz dos kilos de polvo. A más de eso, esa seda, la pasea ella sobre los guijarros durante tres kilómetros, simplemente para obedecer a la moda, y su marido gana quinientos rublos por año en el Senado: he ahí de donde vienen todos los tiestos! Yo escupo encima, escupo ruidosamente y suelto un juramento.

Anoto esta conversación de manera un poco humorística y con mi vivacidad de entonces; pero las ideas siguen siendo aún las mías.

íncipe.

sin palabras feas, desde luego, solamente he hecho la observación en voz alto de que aquellas colas me ofendían.

-Así lo dijiste?

ás levanta polvo, y el bulevar es para todo el mundo: yo me paseo por él, otro se pasea, un tercero... Fedor, Iván, poco importa. Eso es lo que dije. Y por lo general no me gusta el andar de las mujeres, vistas de espalda; lo he dicho también, pero por alusión.

-Pero, amigo mío, puedes buscarte un lío desagradable. Podrían llevarte ante el juez de paz.

é podían ellas quejarse? Un hombre pasa a su lado y va hablando solo. Cada cual tiene derecho a expresar sus opiniones en voz alto. Yo hablaba en abstracto, sin dirigirma a ellas. Son ellas las que me han atacado: ellas se han puesto a decir palabras gruesas mucho más feas que las mías; que yo era un vago, que debían dejarme sin postre, que era un nihilista, que se me debía llevar al calabozo municipal, que las había insultado porque eran solas y débiles y que, si hubiesen tenido un hombre con ellas, me habría escapado aprisa y corriendo. Declaré fríamente que sería mejor que me dejasen tranquilo y yo pasaría por el otro lado. Pero, para demostrarles que no tenía miedo de sus maridos y que estaba dispuesto a aceptar el desafío, las seguiría a veinte pasos hasta sus casas, luego me apostaría delante de su puerta y aguardaría allí a sus maridos. Eso es lo que hice.

-Desde luego. Era una tontería, pero yo estaba rabioso. Ellas me arrastraron así más de tres kilómetros, con un color tórrido, hasta los Institutos de señoritas. En seguída entraron en una casa de madera sin pisos, muy decorosa, tengo que reconocerlo, en las ventanas de la cual se veían muchas flores, dos canarios, tres perritos y grabados puestos en sus marcos. Me quedé una media hora delante de la casa, en plena calle. Ellas miraron tres veces a hurtadillas, luego bajaron todas las persianas. Por fin, por una puertecita salió un funcionario de edad madura. A juzgar por su aspecto, debía de estar durmiendo y lo habían despertado a propio intento; estaba con ropa de dormir o, por lo menos, vestido muy sumariamente; se apostó ante la puertecilla, con las manos detrás de la espalda, y se dedicó a mirarme; yo le miraba. Luego él apartó la vista, me miró después una vez más, y de pronto me sonrió. Volví la espalda y me fui.

-Pero, amigo mío, eso es Schiller! (15). Una cosa me ha asombrado siempre: tienes las mejillas rojas, la cara te brilla de salud, y... semejante..., sí, se le puede llamar así, semejante repugnancia hacia las mujeres! Es posible que la mujer no te produzca, a tu edad, una cierta impresión? Yo. yo no tenía más que once años cuando mi preceptor me hacía observar que miraba demasiado de cerca las estatuas del Jardín de Verano (16).

á usted empeñado en que haga una visita a cualquier Josefina de esos parajes y le traiga luego noticias. Es inútil! A los trece años he visto la desnudez femenina, toda por entero. Desde aquel momento no tengo más que rcpugnancia por ella.

(17), una mujer hermosa y joven es como una manzana. Qué hay en eso de repugnante?

ón, en casa de Tuchard, antes del Instituto, yo tenía un camarada llamado Lambert. Me pegaba siempre, pordue tenía tres años más que yo, y yo le servía y le sacaba las botas. El día de su confirmación, el abate Rigaud vino a visitarlo con motivo de su primera comunión; los dos se lanzaron al cuello el uno del otro con grandes llantos y el sacerdote to estrechó contra su pecho con toda clase de gestos. Yo lloraba también, y sentía muchos celos. Cuando su padre murió, salió de la pensión, estuve sin verle más de dos años, y luego me lo encontré en la calle. Dijo que me vendría a ver. Yo estaba entonces en el Instituto y vivía en casa de Nicolás Semenovitch. Vino una mañana, me enseñó quinientos rublos y me invitó a seguirle. Por más que dos años antes me pegara, siempre había tenido necesidad de mí, y no solamente para quitarse las botas; me contaba todos sus asuntos. Me dijo que aquel mismo día había robado el dinero a su madre, haciendo un duplicado de la llave de su cofrecito, porque el dinero del padre le pertenecía legalmente y ella no tenía derecho a negárselo; que el abate Rigaud había venido la víspera por la noche a sermonearlo: había entrado, se había colocado delante de él y se había puesto a gimotear, fingiendo horror y levantando los brazos al cielo: "yo saqué mi navaja y dije que iba a degollarlo" (pronunciaba ó por el camino que su madre tenía relaciones con el abate Rigaud, que él se había dado cuenta, que se ciscaba en todo, que todo lo que decían de la comunión eran tonterías. Habló todavía muchísimo más, y a mí me daba miedo. En el Kuznetski compró una escopeta de dos tiempos, un morral, cartuchos, una fusta y una libra de bombones. Nos fuimos a cazar por los alrededores y por el camino nos encontramos a un pajarero con jaulas. Lambert le compró un canario. En un bosquecillo, soltó el canario, que no podía volar bien, al salir de la jaula, y le tiró, pero sin darle. Era la primera vez en su vida que tiraba, pero, desde hacía mucho tiempo ya, quería comprar una escopeta; en casa de Tuchard aquello había sido por mucho tiempo el sueño de nosotros dos. Estaba como ahogado por la emoción. Sus cabellos eran de un negro espantoso, la cara blanca y roja, como una máscara, la nariz larga y corva como la tienen los franceses, los dientes blancos, los ojos negros. Ató al canario con un hilo a una rama y, con los dos cañones, a boca de jarro, a cuatro centímetros de distancia, soltó dos disparos que lo destrozaron en mil plumitas. En seguida deshicimos el camino, entramos en un hotel, tomamos una habitación, comimos, y bebimos champaña. Llegó una señora... me acuerdo que me quedé muy impresionado por el lujo de su indumentaria, su vestido de seda verde. Allí fue donde vi todo... eso de lo que le he hablado a usted... En seguida nos pusimos otra vez a beber y a enfadarla y a injuriarla. Estaba desnuda. Él escondió la ropa y, cuando ella se enfadó y reclamó la ropa para vestirse, le dio con toda su fuerza un fustazo en las espaldas desnudas. Me levanté, le cogí por los cabellos y le golpeé tan diestramente que, al primer golpe, cayó en tierra. Se apoderó de un tenedor y me lo clavó en el muslo. A mis gritos, la gente acudió, y pude huir. Desde entonces la desnudez me causa horror. Y, créalo usted, era una belleza.

ía como la fisonomía del príncipe pasaba del regocijo a la tristeza.

-Mon pauvre enfant! Siempre he estado convencido de que tu infancia ha conocido muchos días desgraciados.

í, se to ruego.

-Pero estabas solo, tú mismo me lo has dicho. En cuanto a ese Ambert, me has hecho un retrato de él...: ese canario, esa confirmación con llanto sobre el pecho, y seguidamente, un año después, esa historia de su madre con el abate... O mon cherón de la infancia es sencillamente terrible en nuestra época: mientras esas cabecitas doradas, con sus bucles y su inocencia, en su primera infancia, evolucionan delante de uno, mirándolo, con sus risas claras y sus ojos luminosos, se creería estar viendo ángeles del buen Dios o pajarillos encantadores; pero más tarde... más tarde sucede que mejor habrían hecho no creciendo!

íncipe, he aquí que se desanima usted! Se diría en realidad que tiene usted hijos. Sin embargo, no los tiene ni los tendrá nunca.

-ó de pronto -. justamente Alexandra Petrovna, anteayer, ja, ja! Alexandra Petrovna Sinitskaia, tú debes de haberla encontrado aquí hace tres semanas, figúrate que anteayer, a mi observación burlona de que, si yo me casaba ahora, podría estar seguro por lo menos de no tener hijos, me replicó súbitamente, casi con una especie de rabia: "Al contrario, usted los tendrá, la gente como usted es la que los tiene oblígatoriamente, y vendrán dentro del primer año, ya lo verá." Ja, ja! Todo el mundo se figura, no sé por qué, que voy a casarme. En fin, aunque esto se diga con malignidad, confiesa que es ingenioso.

-Ingenioso, pero ofensivo.

-Oh, ás en la gente es el ingenio, que por lo visto está en vías de desaparecer. Pero, es que hay que echar cuenta de lo que pueda decir Alexandra Petrovna?

ómo, que ha dicho usted? Hay gente con la que no se puede... Está muy bien eso! No todo hombre merece que se le preste atención. Regla admirable! Justamente es una regla así la que yo necesito. Voy a anotarla. Príncipe, de vez en cuando dice usted cosas maravillosas.

Todo su rostro se iluminó.

Cher enfant, el verdadero ingenio desaparece, y cada día más. .. Créeme, la vida de toda mujer, cualesquiera que sean sus palabras, no es más que la búsqueda eterna de un amo... Una sed de obediencia, por decirlo así. Y, nótalo bien, sin la menor excepción.

é yo, entusiasmado.

En otro momento cualquiera, nos habríamos lanzado inmediatamente a consideraciones filosóficas sobre este tema, a lo menos durante una hora larga, pero de repente me sentí como mordido y me ruboricé hasta la raíz de los cabellos. Me pareció que, alabando sus frases brillantes, yo lo halagaba por su dinero y que, de todos modos, se quedaría persuadido de aquello cuando le formulase mi petición. Por eso menciono el hecho aquí.

íncipe, le quedaría muy reconocido si me hiciera entregar hoy mismo los cincuenta rublos que me debe de este mes - dije de una tirada y con una irritación que rozaba la grosería.

ñana hasta en sus menores detalles) que entonces se produjo entre nosotros una escena odiosa, por su realismo. Al principio, no me comprendió, me miró largo rato, sin llegar a entender de qué dinero quería yo hablarle. Era evidente que ni siquiera tenía la más mínima idea de que yo percibiese un salario. Y por qué, por otra parte? Es cierto que en seguida me aseguró que se había olvidado y que, inmediatamente después de haber comprendido, sacó instantáneamente cincuenta rublos, apresurándose a incluso poniéndose colorado. Viendo aquello, me levanté y declaré categóricametite que ahora ya no podía yo aceptar dinero alguno, que si se me había hablado de un sueldo, era sin duda error o engaño, para que yo no me negase a aceptar el puesto, y que yo comprendía ahora demasiado bien que no tenía nada que percibir, puesto que nada tenía que hacer. El príncipe se asustó y se esforzó en persuadirme de que yo le prestaba servicios inmensos, que se los prestaría todavía más y que cincuenta rublos eran una suma tan ínfima, que, por el contrario, me la aumentaría, porque era deber suyo, y que él mismo se había puesto de acuerdo con Tatiana Pavlovna, pero que había cometido "un olvido imperdonable". Estallé y declaré definitivamente que me deshonraría percibiendo dinero por relatos escandalosos sobre la manera como había acompañado a dos suripantas hasta los Institutos, que yo no estaba a su servicio para divertirle, sino para trabajar en serio, que, si él no tenía trabajo, era preciso poner punto final, etc., etc. Yo no tenía la menor idea de que uno pudiese asustarse tanto como él se asustó después de aquellas palabras. Evidentemente, el asunto terminó de esta forma: dejé de protestar, y él me metió entre las manos, a pesar de todo, aquellos cincuenta rublos. Todavía me acuerdo con la frente llena de vergüenza habérselos aceptado! En este mundo todo termina con alguna bajeza. Y, lo que es peor, casi llegó a demostrarme que yo había ganado indiscutiblemente aquel dinero, y cometí la estupidez de creerlo. Me parecía absolutamente imposible no tomarlos.

-Cher, cher enfant! - exclamaba abrazándome y cubriéndome de besos (lo confieso, yo estaba a punto de llorar, el diablo sabe por qué, pero me contuve a incluso hoy día, al escribir, el rubor me sube a la cara) -. Querido amigo, tú eres para mí casi un hijo, tú te has convertido durante este mes en un pedazo de mi corazón. En el "gran mundo" no hay más que el "gran mundo" y nada más. Catalina Nicolaievna - su hija - es una mujer brillante y estoy orgulloso de ella, pero con mucha frecuencia, querido mío, ella me hiere... En cuanto a esas muchachas ástica, se traen consigo sus labores y son incapaces de decir una palabra. Tengo ya, hechos por ellas, docenas de cojines, siempre con perros y ciervos. Las quiero mucho, pero contigo me siento casi como con un hijo, o, mejor, con un hermano y me gusta sobre todo cuando me replicas... Tú tienes letras, tú has leído, tú eres capaz de entusiasmo...

-No he leído nada y no tengo letras en absoluto. He leído todo lo que me ha caído en las manos, y estos dos últimos años no he leído nada de nada y nunca leeré ya.

é eso?

ósitos son otros.

--Cher..., será una lástima si, al fin de tu vida, te dices como yo: No sé verdaderamente para qué he vivido! Pero... te debo tanto... quería incluso...

ó de repente, se ensombreció, y se quedó pensativo. Después de cualquier arrebato (y esos arrebatos podían ocurrirle en cualquier instante, Dios sabe por qué motivo), solía perder durante cierto tiempo la facultad de razonar y de comportarse; por lo demás, se recuperaba tan rápidamente y de una manera tan total, que todo aquello no le causaba demasiado daño. Nos quedamos así por espacio de un minuto. Su labio inferior, muy ancho, le colgaba completamente... Lo que más me asombraba, era que hubiese nombrado a su hija, y sobre todo con tanta franqueza. Se lo atribuía al desarreglo de su espíritu.

- no me tomarás a mal, verdad?, que te hable de tú - soltó de improviso.

ás mínimo. Al principio, las primeras veces, lo confieso, la cosa me chocó un poco y quería hablarle a usted también de tú. Pero después he visto que era una tontería, puesto que usted no me tuteaba para humillarme.

ía olvidado su pregunta.

-Bueno, y tu padre?

ó hacia mí su mirada pensativa.

í. Por lo pronto, llamaba a Versilov mi padre, cosa que no se permitía hacer jamás conmigo; además, era él el primero que había hablado de, Versilov, lo que no ocurría nunca.

-Está sin dinero y se lo llevan los diablos! -respondí secamente, pero ardiendo de curiosidad.

í, sin dinero. Hoy precisamente va su asunto al tribunal de apelación, y estoy esperando el príncipe Sergio para ver qué me dice. Me ha prometido que vendrá directamente desde el tribunal aquí. Hoy se decide el destino de todos ellos: se trata de sesenta mil o de ochenta mil. Evidentemente, yo siempre le he tenido simpatía a Andrés Petrovitch (es decir, a Versilov), y creo qua será él quien ganará, pero los príncipes se quedarán sin nada. Es la ley!

-Hoy? -exclamé estupefacto.

ía dignado comunicarme esta noticia me llenaba de estupor. "Entonces no ha dicho nada a mi madre, ni a nadie quizá - pensé yo al punto -. Vaya un carácter! "

íncipe Sokolski está en Petersburgo? -De golpe y porrazo se me había ocurrido una idea muy distinta.

-Desde ayer. Ha venido directamente de Berlín, especialmente para este día.

Otra noticia de extrema importancia para mí. "Y vendrá hoy, el mismo individuo que le dio a él una bofetada"

ía del príncipe cambió súbitamente -, continuará predicando, y sin duda... cortejará a las jóvenes, a las muchachitas sin experiencia. Ja, ja! A propósito de esto, tengo una anécdota muy divertida... Ja, ja!

-Quién predica? Quién corteja a las muchachas?

és Petrovitch! Podrás creerlo? Entonces estaba pendiente de todos nosotros: qué comemos?, en qué pensamos? O cosas por el estilo. Nos llegaba a dar miedo: "Si sois religiosos, por qué no entráis en el convento?" Ni más ni menos! ée! á tenía razón, pero no era algo demasiado riguroso? A mí sobre todo, a mí era cosa que le encantaba asustarme con el juicio final.

-Yo no he notado nada de esa índole, y, sin embargo, hace ya un mes que estamos viviendo juntos - respondí con impaciencia.

éelo, es completamente cierto. Es un hombre espiritual, indudablemente, y de una ciencia profunda; pero tiene la cabeza en su sitio? Todo eso le ha pasado después de sus tres años de estancia en el extranjero. Y to confieso, me sentí trastornado... como todo el mundo, por otra parte... é un procedimiento poco caballeresco, pero lo hice adrede, por despecho, y por lo demás, en el fondo, mi objeción era tan seria como lo ha sido siempre desde el principio del mundo: "Si existe un Ser Supremo, le decía yo, y si existe personalmente, y no bajo la forma de un espíritu repartido a través de la creación, bajo la forma de un líquido por ejemplo (porque. entonces es todavía más difícil de comprender), dónde reside, pues? Amigo mío, était béte, sin duda alguna, pero es que todas las objeciones no vienen a desembocar ahí? Un domicile, ó terriblemente. Era que allá abajo se había convertido al catolicismo.

én yo to he oído decir. Seguramente es una mentira.

ás sagrado. Obsérvalo bien... Por lo demás, tú mismo dices que ha cambiado. Pues bien, en el momento que nos atormentaba tanto, podrás creerlo?, se daba aires de santo, no le faltaban más que los milagros; Nos pedía cuentas de nuestra conducta, te lo juro! Milagros! à une autre! Todo lo monje o ermitaño que quieras, pero el caso es que se paseaba con traje de paisano y todo lo demás... y después de eso, milagros! Extraño deseo para un hombre de mundo y, lo confieso, un gusto raro. No digo... desde luego, son cosas sagradas, y todo puede suceder... Además, todo eso, es de í, o si se me ofreciera, yo rehusaría, lo juro. Supongamos por ejemplo que ceno hoy en el círculo, que en seguida, de golpe y porrazo, he aquí que me Se reirían de mí! Es lo que le dije entonces... Llevaba cadenas (l8 ).

í de cólera.

-Las vio usted esas cadenas?

-No es que las viera, pero...

ás que un amasijo de viles comadreos, una calumnia de enemigos, o más bien de un enemigo, principal a inhumano, puesto que él. no tiene más que un enemigo, y es su hija de usted!

íncipe estalló a su vez.

-Mon cher, ás delante de mí a propósito de esa historia infame.

Hice ademán de levantarme. Ël estaba fuera de sí; le temblaba la barbilla.

-âme!.ía, no he querido jamás creer en eso... Pero... me lo han dicho: créeme, créeme, yo...

En aquel momento entró un criado y anunció una visita. Me volví a sentar.

IV

Entraron dos señoras, o más bien dos muchachas. Una era la nieta de un primo hermano de la difunta mujer del príncipe, o algo por el estilo, protegida suya, a la cual le había otorgado ya una dote y que (lo anoto para el porvenir) tenía ya fortuna; la segunda era Ana Andreievna Versilova, hija de Versilov, tres años mayor que yo y que vivía con su hermano en casa de los Fanariotova, no habiéndola yo visto hasta ahora más que una sola vez, de paso, en la calle, aunque, por otra parte, tuve unas palabras, también de paso, en Moscú, con su hermano (es muy posible que más ádelante mencione esta escaramuza, si tengo ocasión, porque en el fondo no vale la pena). Esta Ana Andreievna había sido desde su infancia la gran favorita del príncipe (las relaciones de Versilov con el príncipe se habían iniciado hacía muchísimo tiempo). Yo estaba tan turbado por lo que acababa de suceder, que, a su entrada, ni siquiera me levanté, aunque el príncipe se hubiese levantado para acogerlas; después pensé que ya sería vergonzoso levantarse, y me quedé en mi sitio. Sobre todo estaba desorientado por el hecho de que el príncipe me hubiese gritado tres minutos antes, y seguía sin saber si debía irme o no. Pero mi buen viejo lo había olvidado ya todo, como era su costumbre, y se animó del todo, muy agradablemente, al ver a las jóvenes. Incluso se las arregló, con una fisonomía cambiada rápidamente y un guiño de ojos misterioso, para susurrarme a toda prisa, justo un segundo antes de que entraran:

írala atentamente, muy atentamente... ya te contaré luego...

ón y no le encontré nada de particular: una muchacha de una estatura media, fuerte, con mejillas extraordinariamente rojas. Un rostro por lo demás bastante agradable, de los que agradan a los materialistas. Quizás una expresión de bondad, pero con sus reservas. No sería precisamente por su inteligencia por lo que podría brillar, por lo menos en el sentido superior de la palabra, puesto que en sus ojos se leía la astucia. No más de diecinueve años. En una palabra, nada digno de atención. En el Instituto habríamos dicho: una pavita. (Si la describo de manera tan detallada, es únicamente porque esto me servirá más tarde.)

Por lo demás, todo lo que he descrito hasta aquí, con tantos detalles en apariencia inútiles, todo eso prepara la continuación y será necesario más adelante. Todo se volverá a encontrar en su debido momento; no he encontrado medio de evitarlo; si resulto aburrido, no me leáis.

álido, aero cabellos negros y abundantes; ojos sombríos y grandes, la mirada profunda; labios pequeños y bermejos, una boca fresca. La primera mujer cuyos andares no me inspiraban repugnancia; por lo demás era fina y un poco seca. Una expresión que no era del todo bondadosa, pero seria; veintidós años. Casi ningún parecido exterior con Versilov, y sin embargo, no sé por qué milagro, un parecido extraordinario en la expresión, en la fisonomía. No sé si era bonita; eso es cuestión de gusto. Las dos iban vestidas muy modestamente: nada que describir. Yo contaba ser ofendido inmediatamente por alguna mirada o algún gesto de Versilova, y estaba preparado; desde luego había sido bien ofendido por su hermano, en Moscú, en el primer encuentro que tuvimos en la vida. Ella no podía conocerme de vista, pero desde luego había oído decir que estaba en casa del príncipe. Todo lo que proyectaba o hacía el príncipe suscitaba inmediato interés y parecía un acontecimiento en toda aquella banda de parientes y de "postulantes": con mucha más razón el apasionamiento súbito que había concebido por mí. En compensación, yo sabía que el príncipe se interesaba muchísimo por la suerte de Ana Andreievna y le buscaba un novio. Pero encontrar ese novio era más difícil para Versilova que para las que se dedicaban a hacer labores.

ón, Versilova, después de haber estrechado la mano del príncipe y cambiado con él algunos festivos cumplidos mundanos, me miró con una curiosidad extrema, y, viendo que yo la miraba también, se inclinó bruscamente con una sonrisa. En suma, acababa de entrar y se inclinaba como la que ha llegado la última, pero aquella sonrisa era tan bondadosa, que, indudablemente, era algo querido a propio intento. Me acuerdo de eso; experimenté una sensación asombrosamente agradable.

-Y aquí---. aquí, es mi joven y querido amigo Arcadio-Andreievitch Dol... - balbuceó el príncipe notando que ella no había saludado, y que yo seguía sentado.

ó: quizá se sintió confuso al presentarme a ella (es decir, al preserítar el hermano a la hermana). La pavita me saludó también; pero súbitamente y de una manera muy estúpida estallé y salté de mi asiento: un arrebato de orgullo ficticio, absolutamente insensato; siempre mi amor propio!

-Dispense, príncipe, no soy Arcadio Andreievitch, sino Arcadio Makarovitch -- corté violentamente, olvidando por completo que era preciso responder a la señora con un saludo.

- exclamaba ya el príncipe, dándose con la mano en la frente.

ónde ha hecho usted sus estudios? - resonó en mis oídos la pregunta un poco tonta y lánguida de la pavita que se había acercado muchísimo.

ú, en el Instituto.

-Ah, ya me lo habían dicho. Bueno, y enseñan bien allí?

ía estando de pie, y respondía como un soldado a su jefe.

ón, pero no por eso había dejado de encontrar algo con lo que hacer olvidar mi absurda salida de tono y calmar la turbación del príncipe, que escuchaba ya con una sonrisa gozosa las cosas alegres que le cuchicheaba al oído Versilova; se veía que no estaban hablando de mí. Pero por qué aquella muchacha, que me era absolutamente desconocida, había juzgado necesario hacer olvidar mi absurda salida de tono y todo lo demás? Sin embargo, era imposible admitir que se condujera así -conmigo sin razón: ella tenía una intención determinada. Me examinaba con demasiada curiosidad; se hubiera dicho que deseaba que yo también por mi parte la observase lo más posible. Todo aquello me lo dije a mí mismo inmediatamente... y no me equivoqué.

-Cómo, hoy? - exclamó de repente el príncipe, saltando de su asiento.

ía usted entonces? - se asombró Versilova -. Olympe!íncipe no sabía que Catalina Nicolaievna llega hoy. Hemos ido a casa de ella, pensábamos que había cogido el tren de la mañana y que estaba en casa desde hacía mucho tiempo. Pero acabamos de encontrárnosla en el zaguán; llegaba directamente de la estación y nos ha dicho que entremos a verle a usted; ella también va a venir de un momento a otro... por lo demás, hela aquí!

ó y apareció aquella mujer!

ía ya de cara, por un retrato sorprendente colgado en el despacho del principe; me había estudiado aquel retrato a lo largo de todo el mes. Frente a ella pasé en aquel despacho tres minutos, sm apartar los ojos de su rostro ni un solo segundo. Pues bien, sí yo no hubiese conocido el retrato y si me hubiesen preguntado después de aquellos tres minutos: " Cómo la encuentra usted? ", no habría respondido nada, porque veía turbio.

Me ha quedado de esos tres minutos el recuerdo de una mujer verdaderamente hermosa, a la que el príncipe abrazaba y bendecía con la mano y que de repente dirigió una mirada rápida - completamente de improviso, entrada apenas - hacia mí. Distinguí claramente que el príncipe, sin duda señalándome, musitaba algo, con una risita, a propósito de su nuevo secretario y pronunciaba mi nombre. Ella hizo una mueca, me lanzó una mirada desagradable y sonrió tan insolentemente, que di un paso, me aproximé al príncipe y balbuceé, temblando locamente, sin acabar una sola palabra, y, a lo que creo, rechinando los dientes:

í pues, yo... yo tengo ahora que hacer... me voy.

Volví la espalda y salí. Nadie me dijo una palabra, ni siquiera el príncipe; todos se limitaban a mirar. El príncipe me contó luego que yo estaba tan pálido, que él "había tenido miedo".

ía por qué!

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Notas
Indice de los personajes