Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Primera parte. Capítulo III

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO III

I

ía por qué tener miedo: una consideración superior absorbía todos los detalles, un sentimiento potente compensaba para mí todo el resto. Salí sumido en una especie de entusiasmo. Al poner el pie en la calle, estaba dispuesto a echarme a cantar. Como hecha adrede, la mañana era espléndida: sol, transeúntes, ruido, movimiento, alegría, muchedumbre. Cómo, es que esa mujer no me ha ofendido? De quién habría yo tolerado aquella mirada y aquella sonrisa insolente sin una protesta inmediata, por tonta que fuera, poco importa, de mi parte? Y notadlo, había llegado justamente con la idea de ofenderme lo antes posible, antes de haberme visto: yo era a sus ojos "el comisionado de Versilov", y estaba persuadida ya en aquel momento, y lo ha seguido estando mucho tiempo después, de que Versilov tenía entre sus manos todo el destino de ella y tenía el medio de perderla en el momento mismo, si quisiera, gracias a un determinado documento; por lo menos ella lo sospechaba. Era un duelo a muerte. Pues bien, sin embargo yo no estaba ofendido. Había ofensa, pero yo no la sentía. Qué digo?, estaba incluso contento; venido para odiar, sentía incluso que empezaba a amarla. "Me pregunto si la araña puede odiar a la mosca a la que acecha y a la que atrapa. Querida mosca! Me parece que uno quiere a su víctima; por lo menos se la puede amar. De esta manera yo, por lo que a mí se refiere, amo a mi enemiga: estoy terriblemente contento de que sea tan bella. Estoy terriblemente contento, señora, de que sea usted tan arrogante y tan altiva: si fuese más modesta, tendría yo menos placer. Ha escupido usted sobre mí y yo triunfo;. si me hubiese usted escupido efectivamente al rostro, quizá no me habría enfadado, porque usted es mi víctima, la mía, y no la suyaé seductora es esta idea! No, la conciencia secreta que se tiene de su poder es infinitamente más agradable que una dominación manifiesta. Si yo fuese rico hasta el punto de tener muchos millones, creo que encontraría un gran placer llevando vestidos raídos y haciéndome pasar por el más miserable de los hombres, casi por un mendigo, haciéndome despreciar y dar de empellones: la convicción de mi riqueza me bastaría. "

He aquí cómo podría traducir mis pensamientos de entonces y mi alegría y mucho de lo que sentía. Agregaré solamente que lo que acabo de escribir es más superficial: en realidad, yo era más profundo y más pudibundo. Todavía ahora, soy más pudibundo en mí mismo que en mis palabras y en mis actos. A Dios gracias.

á he hecho mal en ponerme a escribir: quedan dentro de mí infinitamente más cosas que lo que se trasluce en las palabras. El pensamiento de uno, por mezquino que sea, en tanto que está en uno, es siempre más profundo; una vez expresado, es siempre más ridículo y más desleal. Versilov me ha dicho que lo contrario no sucede más que en la gente malvada. Éstos no hacen más que mentir, eso les resulta fácil; en cuanto a mí, me esfuerzo en escribir toda la verdad: es terriblemente difícil!

II

Aquel 19 hice aún otra gestión.

ía teniendo dinero en el bolsillo, puesto que los sesenta rublos reunidos en dos años se los había dado a mi madre, como ya he dicho más arriba; desde hacía algunos días, había decidido realizar, el día en que percibiese mi sueldo, una "experiencia" en la que pensaba desde hacía mucho tiempo. La víspera, había recortado de un periódico un anuncio de "el secretario ministerial en el consejo de los jueces de paz de San Petersburgo", etc., diciendo qu. e " este diecinueve de septiembre, a mediodía, en el barrió de Kazán, comisaría N.°- x, etc., etc., en la casa N.° x, serán vendidos los bienes muebles de la señora Lebrecht", y que "el inventario, las tasaciones de precio y los objetos que han de venderse podían ser vistos el día de la venta", etc., etc.

No eran mucho más de las dos. Me dirigí a pie a la dirección indicada Era el tercer año que no cogía nunca un coche: me había hecho el juramento a mí mismo (de otra forma no habría ahorrado jamás sesenta rublos). No iba nunca a las subastas públicas, todavía no me lo permitía a mí mismo, y mi aproximación ahora no iba a ser más que experimental. Había decidido no emprender nada de aquello más qúe cuando hubiese salido del Instituto, después de haber roto con todo el mundo, cuando hubiera vuelto a entrar en mi concha y estuviese completamente libre. En realidad, estaba muy lejos de estar allí, en mi concha, y lejos de estar libre; pero esta gestión había decidido hacerla únicamente a título de experiencia, para ver, casí para soñar un poco, y no volver a ello en mucho tiempo quizá, mientras no llegase el día en que me ocuparía de eso seriamente. Para los demás, no era más que una pequeña venta sin importancia; para mí, era la primera cuaderna del barco sobre el que Cristóbal Colón partió para descubrir América. He ahí cuáles eran entonces mis sentimientos.

Una vez llegado, penetré en un hueco del patio del inmueble designado en el anuncio y entré en el apartamiento de la señora Lebrecht. Se componía de un recibidor y de cuatro habitaciones pequeñas y bajas. En la primera a partir de la entrada se apretujaba una multitud de una treíntena de personas: la mitad eran pastores; los otros, a primera vista, o curiosos o aficionados, o gente que operaba a favor de los Lebrecht; había comerciantes, judíos que acechaban los objetos dorados, y algunas personas de "buen porte". Las fisonomías de algunos de estos señores se han quedado grabadas en mi memoria. En la puerta grande y abierta de la habitación de la derecha, justamente entre l. os dos batientes, se había colocado una mesa, de forma que era imposible entrar en dicha habitacióm allí se encontraban los objetos inventariados y destinados a ser vendidos. A la izquierda había otra habitación, pero su puerta estaba cerrada, aunque se entreabriese de vez en cuando dejando una pequeña hendidura por la que se veía mirar a alguien: sin duda un miembro de la numerosa familia de la señora Lebrecht, presa naturalmente de una gran vergüenza. Detrás de la mesa, de cara al público, se sentaba el señor secretario ministerial, revestido con sus insignias y que procedía a la subasta. Cuando llegué iban ya casi por la mitad; inmediatamente me abrí paso hasta la mesa. Estaban vendiendo candelabros de bronce. Miré.

é y me dije en seguida: qué puedo comprar aquí? Y dónde depositar estos candelabros de bronce, una vez adquiridos? Es así como se hacen los negocios? Pueden realizarse mis cálculos? No era un cálculo infantil? Yo agitaba aquellos pensamientos y aguardaba. Era poco más o menos el sentimiento que se experimenta delante de una mesa de juego en el momento en que uno no ha coloeado aún su postura, pero en que se acerca ya con su carta: "Puedo poner, puedo marcharme, todo depende de mí." El corazón no os late aún, pero comienza a fallaros, palpita ligeramente, sensación que no carece de un cierto agrado. Pero la indecision os pesa pronto, y estáis como ciego: tendéis la mano, cogéis una carta, pero maquinalmente, casi contra vuestra voluntad. Como si vuestra mano estuviese regida por otro; por fin, heos aquí decididos, apostáis, y la sensación es completamente distinta, inmensa (19). No hablo de la venta, hablo de mí: qué otra persona sentiría latir su corazón en una venta en pública subasta?

ía gente que se acaloraba. Había otros que se callaban y acechaban. Había algunos que compraban y se arrepentían. En cuanto a mí, no sentí la menor lástima de un señor que por error, por haber oído mal, había comprado una lecherita de imitación de plata, creyéndola de plata, por cinco rublos, en lugar de dos; incluso yo mismo me divertí mucho. El comisario-subastador variaba los objetos: después de los candelabros vinieron unos zarcillos, un cojín de cuero bordado, luego un cofrecito, sin duda por conseguir mayor variedad, o bien para responder a las exigencias del público. No pude contenerme más de diez minutos, me aproximé primeramente al cojín, luego al cofrecito, pero cada una de las veces me detuve en seco en el instance decisivo: aquellos objetos me parecían verdaderamente imposibles. Por fin entre las manos del comisario apareció un álbum.

-Un álbum, encuadernado en cuero rojo, usado, con dibujos en acuarela y en tinta china, en un estuche de marfil esculpido, con broches de plata: dos rublos!

Me adelanté: el objeto parecía exquisito, pero había un defecto en el trabajado del marfil. Fui el único que me acerqué a mirar; todo el mundo se callaba, ningún competidor. Podía deshacer los atados y sacar el álbum de su estuche para examinarlo, pero no hice use de mi derecho a hice la señal, con una mano que temblaba: "Poco importa!"

-Dos rublos, cinco copeques! - dije rechinando los dientes, creo.

álbum fue para mí. Saqué en seguida el dinero, pagué, cogí el álbum y me fui a un rincón de la estancia. Allí, lo saqué de su escuche y, febrilmente, con apresuramiento, me puse a examinarlo: con excepción del estuche, era la cosa más miserable del mundo, un álbum pequeñito, no más grande que una hoja de papel de cartas de formato pequeño, delgado, con los cantos desdorados ya, como aquellos álbumes que tenían antiguamente las jovencitas que salían de los colegios. En colores y con tinta china estaban dibujados templos sobre montañas, amorcillos, un estanque donde nadaban cisnes. Había también versos:

Me voy para una larga ausencia,
Abandono Moscú para siempre,
A mi amor digo adiós con tristeza,

ía cometido una pifia; si podía existir un objeto inútil para todo el mundo, aquél desde luego lo era.

"Es igual - me dije -; la primera postura se pierde siempre. Incluso eso es una señal excelente."

Estaba decididamente satisfecho.

ó completamente de improviso y cerca de mí la voz de un caballero de abrigo azul, de buen porte y bien parecido.

Llegaba retrasado.

é desgracia! Y por cuánto?

-Dos rublos cinco copeques.

é lástima! Y no me lo cedería usted?

-Salgamos - le musité al oído, latiéndome el corazón.

Salimos al rellano.

é por diez rublos - dije, corriéndome un escalofrío por la espalda.

é está usted diciendo?

-Como usted quiera.

Me miró con los ojos abiertos de par en par; yo iba bien vestido, no me parecía en lo más mínimo a un judío o a un revendedor.

-Pero, permítame, es un viejo álbum sin valor. De qué puede servirle a usted? Ni siquiera el estuche vale nada. No encontrará a quien vendérselo.

-Pero es que yo tengo mis motivos particulares. Solamente me enteré ayer. Soy el único comprador posible.

-Debería pedirle veinticinco rublos; pero como, a pesar de todo, hay el riesgo de que renuncie usted a él, le he pedido solamente diez, para mayor seguridad. No rebajaré ni un solo copes.

Volvfíla espalda y me fui.

ándome, ya en el patio. Vamos, cinco!

é andando sin responder.

-Vamos, tome! - sacó diez rublos, y le entregué el álbum -. Confiese que no es una acción muy honrada. De dos rublos a diez!

-Y por qué no ha de ser honrada? Es el mercado!

é mercado? - Empezaba ya a enfadarse.

-Donde hay demanda, hay mercado. Si usted no lo hubiese pedido, yo no lo habría podido vender ni siquiera en cuarenta copeques.

ía que hacer grandes esfuerzos para no echarme a reír a carcajadas y conservar mi seriedad; reía interiormente, reía no de entusiasmo, sino sin saber por qué. Me ahogaba un poco.

-Escúcheme -- rezongué yo completamente a mi pesar, pero amistosamente y con un gran afecto hacia él -, escuche. Cuando el difunto James Rothschüd de París, el que ha dejado mil setecientos millones de francos (él agachó la cabeza), en su juventud, se enteró por casualidad, unas horas antes que los demás, del asesinato del duque de Berry, se apresuró a visitar a quien le correspondía, y por eso, en un abrir y cerrar de ojos, ganó varios millones (20). He ahí cómo se hacen las cosas.

ó indignado, como si estuviera dirígiéndose a un imbécil.

Salí vivamente de la casa. Una sola gestïón, y siete rublos noventa y cinco copeques de ganancias! La maniobra había sido insensata, era un juego de niños, convengo en ello, pero lo cierto era que coincidía con mi idea y no podía menos que conmoverme profundamente. Por lo demás, no hay en esto sentimientos que describir. El billete de diez rublos estaba en el bolsillo de mi chaleco, hundí allí dos dedos para palparlo y caminé así sin retirar la mano. A cien pasos de la casa, cogí el billete para mirarlo, lo examiné y tuve ganas de besarlo. De repente un coche se detuvo delante de una casa; el portero abrió la puerta y una señora subió al carruaje, lujosa, joven, bella, rica, envuelta en sedas y terciopelos, con una cola de metro y medio. De pronto, un bonito portamonedas se le escapó de las manos y cayó al suelo; ella se acomodó; el criado se bajó para recoger el objeto, pero yo di un brinco, lo cogí y se lo alargué a la señora alzándome el sombrero (un bombín; iba vestido como un joven elegante, no mal del todo). La señora me dijo con discreción, pero con una sonrisa muy agradable:

-Merci, caballero.

ó. Besé el billete de diez rublos.

ísmo día tenía yo que ver a Efim Zvierev, uno de mis antiguos camaradas del Instituto, que lo había abandonado para entrar en una escuela especial de Petersburgo. No vale la pena de una descripción y, en suma, yo no tenía con él ningún lazo de amistad; pero me había puesto en su búsqueda; él podía (en virtud de ciertas circunstancias que tampoco merecen ser mencionadas) proporcionarme la dirección de un tal Kraft, del que yo tenía una necesidad extrema, en el momento en que ese Kraft volviese de Vilna. Zvierev lo aguardaba justamente aquel mismo día o al otro, y me to había hecho saber la antevíspera. Era preciso it a Petersburgskaia storona (21), pero yo no sentía ningún cansancio.

Encontré a Zvierev (él también tenía los diecinueve años cumplidos) en el patio de la casa de su tía, con la que vivía provisionalmente. Acababa de comer y se paseaba por el patio en zancos; me anunció de sopetón que Kraft había- llegado la víspera y que había bajado a su antiguo apartamiento, también en Petersburgskaia storona, y que deseaba, él también, verme lo más pronto posible, para comunicarme inmediatamente una noticia urgente.

-Se vuelve a marchar no sé dónde - agregó Zvierev.

Como para mí era de una importancia capital, dadas las circunstancias, ver a Kraft, le rogué a Efim que me condujera inmediatamente a su casa, puesto que resultaba que vivía en una callejuela vecina, a dos pasos de allí. Pero Zvierev me declaró que se lo había encontrado una hora antes, cuando se dirigía a casa de Dergatchev.

í! - me invitó -. Por qué has de negarte siempre? Es que tienes miedo?

Efectivamente, Kraft podía demorarse en casa de Dergatchev, y entonces, dónde iba a poder encontrarlo? Yo no le tenía miedo a Dergatchev, pero no tenía ganas de ir a su casa, aunque aquella fuese por lo menos la tercera vez que Efim quería arrastrarme hasta allí. Pronunciaba siempre aquel "tienes miedo?" con una sonrisa muy desagradable para mí. Sin embargo, no era cuestión de miedo, lo digo de antemano, y si temía algo, era una cosa muy distinta. Aquella vez resolví ir; la casa estaba también a dos pasos. Por el camino le pregunté a Efim si seguía teniendo intenciones de marcharse a América.

-Quizás espere todavía - respondió con una risita.

Yo no lo apreciaba mucho, en realidad no lo apreciaba en absoluto. Tenía los cabellos casi blancos, una cara redonda, demasiado blanca, blanca hasta la inconveniencia, casi infantil; era más alto que yo, pero era imposible calcularle más de diecisiete años. Con él no era posible sostener ninguna conversación.

é pasa por allá? Siempre hay tanta gente? - pregunté por decir algo.

é has de tener siempre miedo? - dijo una vez más, echándose a reír.

-Vete al diablo! - respondí furioso.

-No hay gente en lo más mínimo. No vienen más que conocidos, ningún extraño, estáte tranquilo.

ños o no, qué quieres tú que eso me importe? Y yo, es que no soy yo un extraño en esa casa? Por qué quieres que tengan confianza en mí?

-Soy yo quien te lleva y eso basta. Han oído hablar de ti. Kraft también puede decir lo que piensa de ti.

á Vassine?

-No sé.

á, empújame con el codo cuando entremos y señálamelo; en el mismo momento que entremos, comprendes?

Yo había oído hablar tan bien de Vassine, que hacía mucho tiempo que me interesaba por él.

Dergatchev vivía en un pequeño pabellón en el patio de la casa de madera de una mujer de comerciante, pero él solo ocupaba todo aquel pabellón. Tenía tres hermosas habitaciones. Las cuatro ventanas tenían las persianas echadas. Era casi ingeniero y ocupaba un puesto en Petersburgo; incidentalmente the había enterado de que le proponían una colocación muy ventajosa en provincias y que iba a marcharse allí.

ábamos de entrar en un minúsculo recibidor, cuando resonaron voces. Se habría dicho que era una discusión animada y alguien gritaba: "Quae medicamenta non sanat, ferrum sanat; quae ferrum non sanat, ignis sanat!" (22).

Yo estaba realmente inquieto. Sin duda no estaba acostumbrado a la sociedad, cualquiera que fuese. En el Instituto nos tuteábamos todos, pero, por así decirlo, yo no tenía ni un solo camarada; me había hecho mi rinconcito para mí y allí me quedaba. Pero no era eso lo que me tenía preocupado. Me había hecho a mí mismo la promesa de no participar en ninguna discusión y no pronunciar más que las palabras indispensables, para que nadie pudiese formular conclusión alguna sobre mí; sobre todo, no discutir.

En la habitación, muy exigua, había siete personas, y diez con las señoras. Dergatchev tenía veinticinco años y estaba casado. Su mujer tenía una hermana y otra parienta; vivían también con él. La habitación estaba amueblada de cualquier manera, suficientemente, a incluso con pulcritud. En la pared se veía un retrato litografiado, pero sin valor, y en el ángulo un icono sin adornos de metal, pero con una lámpara encendida. Dergatchev avanzó a mi encuentro, me estrechó la mano y me ofreció una silla.

-Siéntese usted; está aquí en su casa.

áganos el favor - agregó inmediatamente una mujer joven de figura bastante agradable, vestida muy modestamente, y a continuación, después de haberme dirigido un ligero saludo, salió. Era su mujer y parecía haber tomado parte en la discusión; ahora iba a darle de mamar a su niño. Pero quedaban todavía dos señoras, una de estatura muy baja, de unos veinte años, vestida de negro y tampoco fea; la otra, de unos treinta años, seca y de ojos penetrantes. Estaban sentadas, escuchaban mucho, pero no intervenían en la conversación.

En cuanto a los hombres, todos estaban de pie, excepto Kraft, Vassine y yo. Efim me los señaló en seguida, puesto que yo veía a Kraft también por primera vez. Me levanté y me aproximé a ellos para entablar conocimiento. No olvidaré jamás el rostro de Kraft: ninguna belleza particular, pero algo de delicado y de desprovisto de malicia, con una dignidad personal que se marcaba en todo. Veintiséis años, una cierta delgadez, una estatura superior a la estatura media, rubio, la fisonomía seria, pero dulce; una especie de tranquilidad en toda su persona. Y sin embargo, si queréis saberlo, no cambiaría jamás mi rostro tan vulgar por el suyo, que me parecía tan seductor. Había en su fisonomía un no sé qué que no me habría gustado en la mía, una especie de tranquilidad excesiva en el sentido moral de la palabra, una especie de orgullo secreto, ignorándose a sí mismo. Sin embargo, yo no podía juzgar exactamente de esta manera en aquel tiempo; es ahora cuando me parece haber juzgado así, después de consumado el hecho.

-Encantado de verle - dijo Kraft --. Tengo una carta que le interesará. Nos quedaremos aquí un momento y en seguida iremos a casa.

Dergutehev era (23) de estatura mediana, un moreno robusto, de hombros anchos, con una gran barba. Se veía en su mirada la inteligencia práctica y la reserva en todas sus cosas, una cierta prudencia jamás desmentida; en vano se esforzaba en callarse la mayor parte del tiempo; era él quien evidentemente dirigía la conversación. La fisonomía de Vassine no me impresionó apenas, aunque yo hubiese oído alabar su rara inteligencia: rubio, de grandes ojos de un gris claro, el rostro muy abierto, pero al mismo tiempo algo de un exceso de firmeza. Se le presentía poco sociable, pero la mirada era realmente inteligente, más que la de Dergatchev, más profunda, más inteligente que las de todos los presentes. Por lo demás, puede ser que yo esté exagerando ahora. De los restantes, no me acuerdo más que de dos personas entre toda aquella juventud: un hombre alto, bronceado, con patillas negras, hablando mucho, de edad de unos veintisiete años, profesor o algo por el estilo, y un muchacho de mi edad, con cazadora de campesino, el rostro corroído, taciturno, y todo oídos. Resultó ser en efecto de origen aldeano.

í como hay que plantear la cuestión! - comenzó, reanudando por lo visto la discusión del momento, el profesor de las patillas negras, más acalorado que todos los demás -. Por lo que se refiere a las pruebas matemáticas, no tengo nada que decir, pero esta idea, que estoy dispuesto a aceptar incluso sin pruebas matemáticas...

ó ruidosamente Dergatchev -, los recién llegados no comprenden. Miren ustedes, se trata - y se volvió bruscamente hacia mí sólo (confieso que, si tenía intención de hacer sufrir un examen al "nuevo" a obligarrne a hablar, el procedimiento era muy hábil por su parte; lo percibí inmediatamente y me preparé) -, miren ustedes, se trata de que el señor Kraft, por ejemplo, del que todos conocemos su fuerza de carácter y la firmeza de sus convicciones, ha sido conducido por un hecho muy ordinario a una conclusión totalmente extraordinaria y que a todos nos ha asombrado. Ha llegado a la conclusión de que el pueblo ruso es un pueblo de segunda categoría...

-De tercera categoría! - le gritó alguien.

-... De segunda categoría, destinado a servir de materia prima a una raza más noble, sin tener jamás un papel independiente en los destinos de la humanidad. Basándose en esta conclusión, quizá justa, el señor Kraft ha llegado a decir que toda la actividad de los rusos, cualquiera que sea, debe quedar en lo sucesivo paralizada por esta idea, que, por así decirlo, los brazos se nos deben caer a todos y...

í como hay que plantear la cuestión! - intervino Tikhomirov con impaciencia. (Dergatchev le cedió la palabra en seguida) -. Siendo asi que Kraft ha realizado estudios serios, ha extraído de la fisiología deducciones que él estima matemáticas y ha consagrado quizá dos años a su idea (que estoy dispuesto a adoptar con toda tranquilidad a priorií esto, quiero decir, la alarma y la seriedad de Kraft, la cosa se me aparece como un fenómeno. Todo nos conduce a la cuestión que Kraft no puede comprender, y de eso es de lo que debemos ocuparnos, quiero decir, de la incomprensión de Kraft, porque se trata de un fenómeno. Hay que decidir si este fenómeno corresponde a la clínica como caso aislado, o bien si es una propiedad que puede reproducirse normalmente en otros casos; es interesante para la causa común. Por lo que se refiere a Rusia, yo creo lo mismo que Kraft, y diría incluso que me alegro de ello; si esta idea fuese aceptada por todos, nos dejaría las manos libres y desembarazaría a mucha gente del prejuicio patriótico...

-No es por patriotismo - dijo Kraft con una especie de esfuerzo.

ían resultarle desagradables.

-Patriotismo o no, dejemos eso a un lado! - declaró Vassine, silencioso desde hacía mucho tiempo.

-Pero de qué forma, decidme, la conclusión de Kraft podría debilitar las aspiraciones hacía la obra común de la humanidad? - gritó el profesor (él solo gritaba, todos los demás hablában. en voz baja)-. Yo bien quiero que Rusia sea colocada en un segundo rango; pero se puede trabajar para otros que no sean Rusia. Además, cómo puede ser Kraft patriota si ha dejado de creer en Rusia?

él es alemán! - lanzó de nuevo una voz.

-Ésa es una cuestión que no afecta al fondo de las cosas - le hizo observar Dergatchev al interruptor.

--Salid, pues, de la estrechez de vuestra idea - continuó Tikhomirov, que no quería oír nada -. Si Rusia no es más que una materia para razas más nobles, por qué no había ella de aceptar ese papel de materia? Es todavía un papel bastante brillante. Por qué no descansar sobre esa idea para extender a continuación los puntos de vista? La humanidad está en vísperas de su regeneración, que ha comenzado ya. Hace falta estar ciego para negar las tareas que van a presentarse. Dejen ustedes a Rusia, si no tienen ya fe en ella, y trabajen por el porvenir, por el porvenir de un pueblo todavía desconocido, pero que se compondrá de toda la humanidad, sin distinción de razas. De todos modos, Rusia estará muerta un día; los pueblos, incluso los mejor dotados, viven mil quinientos años, dos mil años como máximo; dos mil años o doscientos años, no es eso casi lo mismo? Los romanos, no han triunfado durante mil quinientos años, y se han cambiado también en materia? Hace mucho tiempo que no existen, pero han dejado una idea, y esta idea ha sido un elemento de progreso en la evolución de la humanidad. Cómo se le puede decir a un hombre que no tiene nada que hacer? Trabajad por la humanidad y no os preocupéis del resto. Hay tantas cosas que hacer, que la vida no bastará, sí se considera bien.

-Hay que vivir según la ley de la naturaleza y de la verdad! - dijo desde detrás de la puerta la señora Dergatcheva.

ía de pie, con el niño en el seno, el pecho semicubierto, escuchando ardientemente.

Kraft escuchaba sonriendo ligeramente. Al fin dijo, con aire un poco cansado, y además con una sinceridad enérgica:

-No comprendo cómo se puede, si se está bajo la influencia de alguna idea dominante a la cual se subordina enteramente vuestro espíritu y vuestro corazón, tener una razón cualquiera para vivir fuera de esa idea.

-Pero si se os ha dicho lógicamente, matemáticamente, que vuestra conclusión es errónea, que toda vuestra idea es falsa, que no tenéis el menor derecho a apartaros de la actividad útil común por la sola razón de que Rusia sería irrevocablemente un valor de segundo orden; si se os ha mostrado en lugar de un horizonte estrecho un infinito que se nos ofrece, en lugar de vuestra idea estrecha de patriotismo...

í hay una equivocación evidente - intervino de golpe Vassine -. El error consiste en que no tenemos en Kraft una simple deducción lógica, sino, por decirlo así, una deducción que degenera en sentimiento. Todas las naturalezas no son idénticas; hay muchos en quienes la deducción lógica se transforma a veces en un sentimiento violento que se apodera de todo el ser y que es muy difícil de expulsar o de modificar. Para curar al hombre así alcanzado, es preciso cambiar ese sentimiento, y la cosa no es posible más que reemplazándola por otra fuerza igual. Es siempre penoso, y en muchos casos imposible.

-Eso es un error! - clamó el disputador -. La conclusión lógica disuelve por si misma los prejuicios. La convicción razonable engendra un sentimiento apropiado. El pensamiento emana del sentimiento y a su vez, al instalarse en nosotros, formula uno nuevo!

-Los hombres son muy diferentes. Unos cambian fácilmente de sentirnientos; otros, con dolor - respondió Vassine con aire de no querer prolongar la discusión.

í, yo estaba encantado con su idea.

-Es exactamente como usted dice! - exclamé bruscamente, rompiendo el hielo y comenzando de pronto a hablar -. En efecto, en el lugar de un sentimiento es necesario poner otro capaz de substituirlo. En Moscú, hace cuatro años de esto, un general... es que, fíjense, yo no lo conocía, pero... Puede ser que, en el fondo, por sí mismo no fuese digno de inspirar respeto... Además el hecho mismo podía parecer irracional, pero... En fin, vean lo que pasó, perdió un hijo, o más bien dos hijas, una después de la otra, de la escarlatina... Y bien!, se quedó súbitamente tan abrumado, que no olvidó jamás su dolor; daba lástima verle, y finalmente se murió apenas seis meses más tarde. Que murió de ese dolor, es un hecho. Y bien!, cómo se le habría podido resucitar? Respuesta: por un sentimiento de una fuerza equivalente! Se necesitaba sacar de la tumba a esas dos hijitas y dárselas, eso es todo, quiero decir... alguna cosa de ese género. Él está muerto. Y sin embargo se le habrian podido ofrecer deducciones admirables: que la vida es corta, que todos nosotros somos mortales; se habría podido tomar del almanaque la estadística de los niños muertos por la escarlatina... estaba retirado...

í, oprimido, y miré a mi alrededor.

álogo y lo aclara - dijo Vassine, volviéndose hacia mí.

III

Debo confesar aquí por qué he estado entusiasmado por el argumento de Vassine sobre "la idea-sentimiento", y al mismo tiempo debo confesar una vergüenza infernal. Sí, yo tenía miedo de ir a casa de Dergatchev, pero por una razón distinta a la que suponía Efim. Yo tenía miedo porque los creía ya en Moscú. Sabía que esas gentes (ellos, a otros de la misma clase, poco importa) son dialécticos y que muy probablemente destrozarían "mi idea". Yo estaba muy seguro de que esta idea no se la comunicaría a ellos jamás, no se la diría nunca; pero podían (una vez más, ellos o la gente de la misma clase) decirme cosas que me harían perder confianza en mi idea, incluso sin que hiciesen alusión a la misma. Había en mí "idea" problemas no resueltos, pero yo no quería que otro los resolviese por mí. En estos dos últimos años yo había dejado incluso de leer, temiendo tropezar con cualquier pasaje que no estuviese a favor de mi "idea", y que habría podido turbarme. Y he aquí que Vassine del primer golpe resuelve el problema y me calma extraordinariamente. En efecto: de qué, por tanto, tenía yo miedo y qué podían hacerme con toda su dialéctica? He sido tal vez el único en comprender lo que Vassine quería decir con su "idea-sentimiento". No basta con refutar una hermosa idea, es preciso reemplazarla por otra no menos bella; de otra forma, no queriendo separarme a ningún precio de mis sentimientos, yo refutaría en mi corazón la refutación, incluso haciéndome violencia, sea lo que fuere lo que ellos pudiesen decir. Y ellos, qué podían darme a cambio? También yo habría debido ser más osado; tenía el deber de ser más valiente. Y al entusiasmarme por Vassine, experimentaba cierta vergüenza, me encontraba como un hijo indigno!

ía otro motivo de vergüenza. No es el despreciable sentimiento de hacer valer mi talento lo que me ha impulsado a romper el hielo y a hablar, sino que es también un deseo de "saltar al cuello" de la gente. Este deseo de saltar al cuello, para que se me encuentre bueno, para que se pongan a abrázarme o yo no sé qué de ese tipo (una porquería, en una palabra), estimo que es el más infame de todos mis motivos de vergüenza. Desde hace mucho tiempo, sospechaba la existencia de eso en mí, y precisamente en aquel rincón donde me he mantenido durante tantos años, aunque no tenga por qué arrepentirme de ello. Yo sabía que debía mostrarme más sombrío en el mundo. La única cosa que me consolaba, después de cada una de aquellas vergüenzas, era que, a pesar de todo, me quedaba todavía mi "idea" , siempre en su escondite, y que yo no la había entregado. Con un encogimiento de corazón, me imaginaba a veces que, el día mismo en que hubiera comunicado mi idea a alguien, de pronto no me quedaría ya nada, de forma que yo sería semejante a todo el mundo y que quizás hasta abandonaría mi idea; por eso la guardaba, la conservaba y temía los cotilleos. Y he aquí que en casa de Dergatchev, casi desde el primer encuentro, no había sabido contenerme: cierto que no había entregado nada, pero había charloteado de manera imperdonable; me había cubierto de vergüenza. Triste recuerdo! No, no puedo vivir con los hombres; incluso hoy día estoy convencido de ello; y hablo con cuarenta años de anticipación. Mi idea es mi rincón.

í presa de unas ganas incontenibles de hablar.

ón, cada cual tiene derecho a tener sus sentimientos propios... con tal de que eso se haga por convicción... Y nadie tiene derecho a reprochárselo - dije dirigiéndome a Vassine.

ía sido pronunciada contuadentemente, pero me parecía que yo no tenía nada que ver con aquello, como si fuese la lengua de otra persona la que se hubiese movido en mi boca.

-Que-no-es-po-si-ble? - preguntó con ironía y recalcando las sílabas la misma voz que había interrumpido a Dergatchev y que le había gritado a Kraft que era, alemán.

Juzgándolo una completa nulidad, me volví hacia el profesor, como si fuera él el que hubiese gritado.

ón es que no tengo ningún derecho para juzgar a nadie.

Yo estaba ya temblando, sabiendo de antemano que no podría contenerme.

-Y por qué hacer tanto misterio de eso? - resonó de nuevo la voz de la nulidad.

ál es la suya? - gritó la nulidad.

ás me dejen en paz! Mientras que tenga dos rublos, quiero vivir solo, no depender de nadie (tranquilícense, me sé las objeciones) y no hacer nada, ni siquiera para la gran humanidad por venir, al servicio de la cual se quería hacer trabajar al señor Kraft. La libertad individual, es decir, mi libertad para mí, ante todo; no quiero saber nada fuera de eso.

é.

-Eso es decir que usted predica la tranquilidad de la vaca satisfecha?

a reclamarme más. Tal vez yo tenga personalmente otras ideas, tal vez querría servir a la humanidad y la serviré, quizás incluso diez veces más que todos los predicadores. Únicamente que no quiero que nadie exija de mí ese servicio, que nadie me obligue a ello, como se quiere obligar al señor Kraft. Quiero que mi libertad permanezca completa, aunque yo no mueva ni el dedo meñique. En cuanto a eso de salir corriendo para ir a colgarse del cuello de todo el mundo por amor a la humanidad y derramar lágrimas de enternecimiento, no es más que una moda. Y para qué tendría yo que amar al prójimo o a vuestra humanidad futura, que no veré nunca, que no me conocerá, y que a su vez desaparecerá sin dejar rastro ni recuerdo (el tiempo nada tiene que ver con esto), cuando la tierra se cambiará a su vez en un bloque de hielo y volará por el espacio sin aire como una multitud infinita de otros bloques semejantes, lo que es con mucho la más absurda de las cosas que se pueda imaginar? He ahí vuestra doctrina! Díganme, por qué tendría yo que ser totalmente generoso? Especialmente si todo no dura más que un instante.

ó una voz.

ía soltado aquella parrafada nerviosa y malévolamente, quemando todas mis naves. Sabía que me lanzaba al abismo, pero me apresuraba, temiendo las objeciones. Me daba perfecta cuenta de que rodaba al azar, sin orden, sin concierto, pero me daba prisa en convencerlos y en aplastarlos. Era para mí tan importante! Llevaba tres años preparándome! Lo curioso es que se callaron repentinamente, como si nunca hubiesen dicho nada, limitíndose a escuchar. Continué dirigiéndome al profesor:

-Perfectamente. Un hombre en extremo inteligente ha dicho entre otros que no hay nada más difícil que responder a la pregunta: " Por qué hace falta en forma alguna ser virtuoso?" Existen aquí abajo, vean ustedes, tres especies de pillos: los pillos ingenuos, convencidos de que su pillería es la virtud suprema; los pillos vergonzantes, los que se ruborizan de su propia pillería, aun teniendo la firme intención de practicarla hasta el colmo, y, por fin, los pillos sin más ni más, los pillos pura-sangre. Permítanme: he tenido como camarada a un cierto Lambert que me decía ya a los dieciséis años que, cuando fuera rico, su mayor placer consistiría en alimentar a perros con pan y carne cuando los hijos de los pobres estuvieran muriéndose de hambre y que, cuando no tuvieran con qué calentarse, él compraría todo un pedazo de bosque, lo transportaría al campo abierto y caldearía el aire, sin dar a los pobres ni una sola ramita. He ahí los sentimientos que él tenía! Pues bien, díganme ustedes qué podré responder a ese canalla pura-sangre si me pregunta: "Por qué hace falta en forma alguna ser virtuoso?" Y sobre todo en nuestra época, que ustedes han hecho de esta manera. Puesto que las cosas nunca han ido peor que hoy, señores! La situación no está del todo clara en nuestra sociedad. Ustedes niegan a Dios, niegan la santidad; cuál es entonces la rutina, sorda, ciega y obtusa, que puede obligarme a obrar de una determinada manera, si me resulta más ventajoso obrar de otra? Ustedes dicen: "Obrar razonablemente hacia la humanidad es también obrar en mi propio interés." Pero qué pasa si yo encuentro irrazonables todas esas cosas razonables, todos esos cuarteles, esas falanges? Qué tengo yo que hacer con todo eso, qué tengo yo que ver con eso y con el porvenir de ustedes, si no tengo más que una vida que vivir? Que me dejen saber a mí mismo cuál es mi propio interés: extraeré más placer de eso. Cómo voy a interesarme por lo que sucederá en vuestra humanidad de dentro de mil años, si vuestro código no me concede a cambio ni amor, ni vida futura, ni patente de virtud? No, caballeros, si la cosa es así, viviré, con la mayor insolencia del mundo, para mí mismo. Al diablo los demás!

-Estoy dispuesto a seguirlo.

-Mejor todavía! - Seguía siendo la misma voz.

ás continuaban callados, mirándome y observándome; pero poco a poco, desde varios rincones de la habitación, empezaron a elevarse unas risitas, al principio discretas. Luego todos se me echaron a reír en la cara. Únicamente Vassine y Kraft no reían. El. hombre de las patillas negras sonreía también; me miraba fijamente y escuchaba.

ñores - yo temblaba con todo mi cuerpo -, no les diré mi idea, por nada del mundo. Les preguntaré, por el contrario, según el punto de vista que ustedes tienen, no según el punto de vista mío, puesto que quizá yo amo a la humanidad mil veces más que todos ustedes juntos. Díganme, y están ustedes obligados a responderme inmediatamente, están ustedes obligados a ello - precisamente porque se están riendo, díganme entonces: Qué tienen ustedes que ofrecerme para que yo les siga? Díganme cómo me van a probar que todo irá mejor con el sistema de ustedes. Qué harán de la protesta de mi individuo en el cuartel de ustedes, en los alojamientos comunes, en el strict nécessaireísmo, en las mujeres comunes y sin hijos...? Porque ésa es la conclusión final, lo sé muy bien. Y por todo eso, por esa porción ínfima de interés medio que me asegurará la racionalidad de ustedes, por un trozo de pan y un poco de calor, toman ustedes a cambio toda mi persona! Aguarden un poco! Se me quita a la mujer; aplastarán ustedes lo bastante mi individualidad como para impedirme matar a mi rival? Me dirán ustedes que en ese momento habré llegado a ser más razonable; pero mi mujer, qué pensará de un marido tan rarzonable, si ella se respeta por poco que sea? Confiesen que es algo contra naturaleza. No les da a ustedes vergüenza? (25).

-Es usted especialista... en temas femeninos? - se burló la voz de la nulidad.

él y molerlo a golpes. Era un hombrecillo pelirrojo y cubierto de pecas... . En realidad, al cuerno su aspecto.

ícese, todavía no he conocido a la mujer - solté yo, volviéndome por primera vez hacia su lado.

-Preciosa comunicación, que podría haber sido hecha en forma más educada, dada la presencia de las señoras.

Pero todo el mundo empezó a agitarse; cada cual cogía su sombrero y hacía ademán de marcharse, no por causa mía, sino porque ya era hora. Únicamente que aquella manera de tratarme con el silencio me cubrió de vergüenza. Me levanté también.

ómo se llama? No ha hecho usted más que mirarme - dijo el profesor, dando un paso hacia mí, con una innoble sonrisa.

-Príncipe Dolgoruki?

ñor Versilov. Cálmense, señores: no digo eso para que se me lancen ustedes al cuello y se pongan a llorar de enternecimiento como vacas.

ño que estaba durmiendo en la otra parte se despertó y se echó a llorar. Yo temblaba de furor. Todos estrechaban la mano a Dergatchev y se iban sin prestarme la menor atención.

-Vámonos!

í hacia Dergatchev, y le estreché la mano con todas mis fuerzas y se la sacudí varias veces, con todas mis fuerzas también.

-Discúlpeme - me dijo - si Kudriumov - el tipo pelirrojo - no ha hecho más que ofenderle.

í a Kraft. No me avergonzaba de nada.

VI

Persistiendo en mi empeño de "no avergonzaxme de nada", alcancé a Vassine en la escalera, abandonando para eso a Kraft, personaje de segunda categoría, y, con el aire más natural del mundo, como si nada hubiese pasado le pregunté:

í?

ó inmediatamente (sin el más mínimo matiz de esa cortesía refinada, pero ofensiva, de la que usan las personas delicadas respecto a quienes acaban de cubrirse de oprobio) -, pero lo conozco un poco. He coincidido con él y lo he oído hablar.

-Si lo ha oído usted, entonces lo conoce, porque usted es usted. Pues bien, qué piensa de él? Perdóneme esta pregunta a quemarropa, pero necesito su respuesta. Necesito saber qué piensa usted de él, qué opinión tiene.

-Es mucho pedir. Me parece que es un hombre capaz de formularse a sí mismo exigencias enormes y cumplirlas quizá, pero sin dar cuentas a nadie.

é piensa usted de su catolicismo? Pero he olvidado que quizás usted no está al corriente. . .

ía hecho a quemarropa preguntas semejantes a un hombre con el que nunca había hablado y al que no conocía más que de oídas. Me asombraba que Vassine no pareciera notar mi locura.

-He oído decir algo de eso, pero ignoro hasta qué punto puede ser verdad - respondió con un tono siempre igual y tranquilo.

ó son más que mentiras! Se imagina usted que él pueda creer en Dios?

-Es un hombre muy orgulloso, como usted mismo ha dicho, y a muchos hombres muy orgullosos les gusta creer en Dios sobre todo los que desprecian un poco a los hombres. Muchos hombres fuertes experimentan una especie de necesidad material de encontrar a alguien o algo que adorar. Al hombre fuerte le cuesta a veces mucho trabajo soportar su propia fuerza.

é yo -. Solamente que me gustaría comprender...

he ahí cómo se reclutan los creyentes más apasionados, o con más exactitud, los que apasionadamente desean creer; pero toman su deseo por una fe verdadera. Y esos son también los que, al final, pierden con más frecuencia sus ilusiones. En cuanto al señor Versilov, creo que tiene rasgos de carácter extremadamente sinceros. De una manera general, me interesa.

-Vassine - exclamé yo -, usted me agrada. No es su inteligencia lo que me asombra, sino que pueda usted, un hombre tan puro y tan inconmensurablemente superior a mí, caminar a mi lado y hablar con tanta sencillez y cortesía como si nada hubiese pasado.

Vassine sonrió:

único que ha pasado allí es únicamente que a usted le gustan demasiado las conversaciones abstractas. Sin duda usted ha permanecido hasta ahora silencioso durante mucho tiempo.

-He estado tres años callado; durante tres años me he estado preparando para hablar... Es natural; no le he parecido a usted un tonto, porque usted mismo es extraordinariamente inteligente; aunque me haya sido imposible conducirme de una manera más estúpida. Pero estoy seguro de que le he parecido una persona vil.

í, sin duda alguna! Dígame, no me desprecia usted en secreto por haber dicho que soy híjo natural de Versilov... por haberme jactado de ser hijo de un siervo?

ás sino no hablar la próxima vez; aún le quedan cincuenta años por delante.

-Oh! Ya sé que es preciso mantenerse en silencio frente a los demás. La más innoble de todas las perversiones es la de colgarse del cuello de la gente. A ellos acabo de decírselo. Y he aquí que ahora me cuelgo del cuello de usted! Pero hay una diferencia, no es verdad? Si ha comprendido usted esta diferencia, si ha sido capaz de comprenderla, bendigo este minuto.

ó de nuevo:

éngame a ver, si gusta. Ahora tengo trabajo y estoy ocupado, pero será un placer para mí.

á sea bastante cierto. El año pasado conocí en Luga a su hermana de usted. Isabel Makarovna... Kraft se ha parado y le está aguardando. Ahora tendrá usted que retroceder.

Estreché fuertemente la mano de Vassine y alcancé a Kraft, que había seguido andando mientras yo hablaba con Vassine. Caminamos en silencio hasta su alojamiento; yo todavía ni quería ni podía hablarle. Uno de los rasgos, más acusados del carácter de Kraft era la delicadeza.

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
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Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

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