Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Primera parte. Capítulo V

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO V

I

é intención, por qué motivo, qué fines voy persiguiendo, son cosas de las que se tratará más tarde. De momento, demostraré solamente que la consecución de mi objetivo está garantizada matemáticamente.

y

á -; no es novedad ninguna. En Alemania, cada "Vater" se lo repite a sus hijos. Y sin embargo su Rothschild de usted (el difunto James Rothschild, de París, al que me refiero) ha sido siempre único, mientras que hay millones de "Vater".

é:

ón: si he dicho que es una cosa "infinitamente simple", me he olvidado de añadir que es también la más difícil. Todas las religiones y todas las morales del mundo se reducen a esto: "Hay que amar la virtud y huir del vicio." Cómo, parece que haya nada más sencillo? Pues bien, haced algo virtuoso, huid de uno solo cualquiera de vuestros vicios, ensayadlo un poco! Todo consiste en eso.

í por qué vuestros innumerables "Vater", durante una infinidad de siglos, pueden repetir esas dos palabras asombrosas en las que estriba todo el secreto, mientras que sin embargo Rothschild sigue siendo único. Por tanto, no se trata de éso en absoluto, y los "Vater" no repiten en modo alguno el pensamiento que sería necesario.

én ellos han oído hablar de eso; pero, para llegar a mi objetivo, no es la terquedad de los "Vater" ni la continuidad de los " Vater" la que hace falta.

"Vater" - y no hablo solamente de los alemanes -, el hecho de que se tenga familia, de que se viva como todo el mundo, de que se tengan los mismos gastos que los demás, las mismas obligaciones, todo eso os impide llegar a ser Rothschild y os obliga a seguir siendo un hombre moderado. Por mi parte, comprendo demasiado bien que una vez llegado a ser Rothschild o incluso solamente deseando llegar a serlo, no a la manera de los "Vater", sino seriamente, en el mismo momento salgo fuera de la sociedad.

ños leí en los periódicos que había muerto en un vapor del Volga un mendigo vestido de harapos, que pedía limosna y que era conocido por todo el mundo en la comarca entera. Después de su muerte, se le encontraron cosidos en sus andrajos tres mil rublos en billetes de Banco. Estos días he leído una nueva historia de mendigos: un noble, ya anciano, que iba de posada en posada tendiendo la mano. Lo han detenido y le han encontrado encima cinco mil rublos. De ahí se extraen dos conclusiones: la primera, que la ón, aunque se trate de céntimos, da a la larga resultados inmensos (el tiempo no tiene nada que ver con el asunto); la segunda, que la forma más fácil de enriquecimiento, con tal que sea éxito asegurado matemáticamente.

á numerosos hombres honorables, inteligentes y modestos que no tienen (por más que se empeñen) ni tres mil, ni cinco mil rublos, y que sin embargo desearían terriblemente tenerlos. Por qué pasa eso? La respuesta es clara: porque ni siquiera uno solo entre todos ellos, a pesar de todo su deseo, quiere hasta el punto, si no hay otro medio, de hacerse incluso mendigo; ninguno es lo bastante terco como para, una vez hecho mendigo, no gastar las primeras monedas recibïdas en procurarse un pedazo más para él mismo o para su familia. Ahora bien, con este procedimiento de acumulación, quiero decir, con la mendicidad, hace falta alimentarse, para acumular sumas semejantes, con pan y con sal y nada más; por lo menos así es como yo comprendo la cosa. Desde luego, eso es to que hacían los dos mendigos mencionados más arriba; comían pan seco y dormïan al aire libre. Es muy cierto que no tenían la intención de llegar a ser Rothschild: no eran más que tipos a to Harpagon o Pliuchkine (29) en el estado puro, y nada más; pero la acumulación consciente, bajo una forma completamente distinta, con la intención de llegar a ser Rothschild, no exigirá menos deseo y fuerza de voluntad que los que han tenido estos dos mendigos. Ningún "Vater" tendrá esa fuerza. En este mundo, las fuerzas son muy variadas, las fuerzas de voluntad y de deseo sobre todo. Hay la temperatura de ebullición del agua y hay la temperatura en la que el fuego se pone al rojo.

ñas de santos. Es un sentimiento, y no una idea. Por qué? Para qué? Es moral, no es una monstruosidad llevar harapos y comer pan negro toda la vida, cuando se lleva consigo una fortuna semejante? Estas cuestiones llegarán más tarde; de momento se trata solamente de la posibiiidad de alcanzar la meta.

í "mi idea" (precisamente no consiste más que en el caldeamiento al rojo), quise ponerme a prueba: estaba yo hecho para el monasterio y para la santidad? A este efecto, durante todo el primer mes no comí más que pan y agua. No me hacían falta más que dos libras y media de pan negro por día. Para conseguir aquello, tuve que engañar al astuto Nicolás Semenovitch y a María Ivanovna, que me quería mucho. Insistí, con gran pena de ella y no sin intrigar al muy delicado Nicolás Semenovitch, para que se me trajese la comida a la habitación. Allí, la destruía pura y simplemente. Tiraba la sopa por la ventana, sobre las ortigas o en cualquier otra parte; la carne, o bien se la arrojaba al perro por la ventana, o bien, envuelta en papel, me la metía en el bolsillo y me la llevaba afuera, y con el resto por el estilo.

í muy bien aquel mes, quizá solamente me estropeé un poco el estómago; pero durante el mes siguiente añadí al pan un poco de sopa, y por la mañana y por la noche un vaso de té. Y puedo aseguraros que pasé así un año con perfecta salud y resistencia, y moralmente sumido en un estado de encantamiento y en una perpetua exaltación secreta. Lejos de echar de menos mis platos, nadaba en entusiasmo. Terminado el año, convencido de que me hallaba en condiciones de soportar cualquier clase de ayuno, volví a comer como todo el mundo, a hice mis comidas con ellos. No contento con esta prueba, hice una segunda: para mis gastillos menudos tenía derecho, además de la pension pagada a Nicolás Semenovitch, a cinco rublos por mes. Resolví no gastar más de la mitad. Fue una prueba muy difícil, pero al cabo de poco más de dos años, al llegar a Petersburgo, llevaba en el bolsillo, aparte de otro dinero, setenta rublos producidos únicamente pot esas economías. El resultado de esas dos experiencias fue para mí colosal: comprobé positivamente que era capaz de "mi idea"; el resto no es más que futilidad.

II

én esas futilidades.

í a una subasta pública y, de un solo golpe, obtuve una ganancia de siete rublos noventa y cinco copeques. Naturalmente no era una verdadera experiencia, sino una especie de juego, de recreo: había tenido la fantasia de robarle al porvenir un minutito y ver cómo me comportaría y obraría. De una manera general, desde el principio, en Moscú, había aplazado la verdadera puesta en marcha hasta el momento en que me viese enteramente fibre; comprendía demasiado bien que me hacía falta primeramente, por ejemplo, terminar con el Instituto (como se sabe, a la Universidad ya la había sacrificado). Indudablemente, yo partía para Petersburgo presa de una cólera secreta: recién salido del Instituto y fibre por primera vez, había visto de pronto que los asuntos de Versilov iban a distraerme nuevamente de mi empress hasta una fecha desconocida. Aunque con cólera, yo partía absolutamente tranquilo hacia mi meta.

áctica; pero había reflexionado sobre esos tres años seguidos y no podia albergar duda alguna. Me había figurado mil veces la manera como procedería: me encuentro de golpe y porrazo, como caído de las nubes, en una de nuestras dos capitales (había elegido para el estreno las capitales, y, en particular, a Petersburgo, a la cual le daba la preferencia con motivo de un determinado cálculo) y, así bajado de mis nubes, pero enteramente libre, no dependo de nadie, tengo salud y cien rublos escondidos en el bolsillo como primer fondo de inversion. Con menos de cien rublos, imposible empezar, porque eso habría sido retrasar durante demasiado tiempo incluso el primerísimo período de éxito. Además de estos cien rublos, tengo, como se sabe, el valor, la terquedad, la continuidad, el aislamiento perfecto y el secreto. El aislamiento sobre todo: he detestado terriblemente hasta el último instante las relaciones y las asociaciones con la gente; de una manera general, estaba decidido a emprender "mi idea" absolutamente solo, condition í una carga; yo habría tenido el espíritu turbado, y esa turbación habría perjudicado el objetivo. Por otra parte, hasta el día de hoy, durante toda mi vida, en todos mis sueños sobre mis relaciones futuras, con los hombres, siempre he salido del paso muy inteligentemente; apenas metido en faena, siempre muy estúpidamente. Lo reconozco con indignation y sinceridad, me he traicionado siempre por mis discursos, siempre demasiado apresurado, y por eso he resuelto suprimir a los hombres. Beneficio: independencia, tranquilidad de espíritu, claridad de la meta.

í de una vez para siempre que no gastaría más de quince copeques en mi alimentation, y sabía que cumpliría esta palabra. Había examinado largamente y con detalles este problems de la alimentation; resolví por ejemplo comer a veces dos días seguidos pan con sal, gastando en el tercero las economías así realizadas; me parecía que esto sería más ventajoso para mi salud que un desayuno igual y perpetuo con un mínimo de quince copeques. Seguidamente, para alojarme, me hacía falta un rincón, literalmente un rincón, únicamente donde pasar la noche o abrigarme en los días de muy mal tiempo. Resolví vivir en la calle y estaba dispuesto, en caso de necesidad, a dormir en los asilos nocturnos en los que se da, además del techo, un trozo de pan y un vaso de té. Oh!, ya sabré yo esconder mi dinero para que no me roben, en mi rincón o en el asilo; nadie adivinará siquiera que lo tengo, os to garantizo.

"Robarme a mí, cuando me guardo de robar a los demás?": he oído una vez esta frase burlona en la calle, en boca de un compadre astuta. Naturalmente, lo único que retengo de la frase es la prudencia y la astucia; no tengo la menor intención de robar. Hay más, ya en Moscú, y quizá desde el primer día de mi "idea", decidí que no sería ni prestamista, ni usurero: para eso están los judíos y aquellos rusos que no tienen ni inteligencia ni carácter. El préstamo y la usura son creaciones de la mediocridad.

í tener dos trajes: uno para todos los días y otro presentable. Una vez adquiridos, yo estaba seguro de llevarlos mucho tiempo; me había pasado dos años y medio aprendiendo a llevar mis trajes a incluso había descubierto este secreto: para que un traje esté siempre nuevo y no se estropee, hay que cepillarlo lo más frecuentemente posible, cinco y seis veces por día. La tela no tiene nada que temer del cepillo, lo digo a ciencia cierta; sus enemigos son el polvo y la suciedad. El polvo, sí se mira al microscopio, es un conjunto de pequeños guijarros, mientras que el cepillo, por duro que sea, no se diferencia mucho de la lana. Aprendí igualmente cuál era la forma mejor de llevar las botas; he aquí el secreto: hay que posar el pie con precaución, toda la suela a la vez, apoyándose en los lados lo más raramente posible. Es una ciencia que puede adquirirse en quince días, luego ya todo funcionará por sí mismo. Con este procedimiento, las botas duran por término medio un tercio más que antes. Es mi experiencia de dos años (30).

ón venía la acción en sí. Yo partía de esta consideración: poseo cien rublos. Hay en Petersburgo tantas ventas en pública subasta, tantas liquidaciones, tantas tiendecillas a indigentes, que es imposible, después de haber comprado un objeto a un cierto precio, no revenderlo un poco más caro. Por un álbum, yo había obtenido siete rublos noventa y cinco copeques de ganancia por dos rublos cinco copeques de capital desembolsado. Aquel beneficio colosal fue logrado sin ningún riesgo: en los ojos del comprador yo notaba que éste no se echaría atrás. Comprendo muy bien que fue una casualidad; pero esas casualidades son las que yo busco, y por eso he resuelto vivir en la calle. Estas casualidades pueden ser raras; mi regla esencial no será tampoco la de no correr ningún riesgo, y mi segunda regla, la de ganar cada día algo por encima del mínimo gastado en mi manutención, a fin de que la acumulación no se interrumpa un solo día.

á: ésos son sueños, usted no sabe lo que es la calle, se hará aplastar al primer paso. Pero yo tengo voluntad y carácter, y la ciencia de la calle es una ciencia como las demás, se aprende con terquedad, atención a inteligencia. En el Instituto siempre estuve entre los primeros, hasta en filosofía, y estaba muy fuerte en matemáticas. Es que está permitido erigir la experiencia y el conocimiento de la calle en fetiche, para predecirme obligatoriamente el fracaso? La gente que habla así es siempre la que no ha tenido ninguna experiencia, los que nunca han hecho nada, no han comenzado vida alguna y han vegetado en lo todo hecho. "Aquél se ha roto la crisma, por tanto este otro se la romperá fatalmente." De ninguna manera; no me la romperé. Tengo carácter, y con un poco de atención aprenderé no importa qué. Es posible figurarse que con una terquedad incesante, una penetración incesante, reflexiones y cálculos incesantes, una actividad y unas gestiones incesantes, no pueda uno llegar a adquirir la ciencia de ganar cada día veinte copeques de más? Y sobre todo yo estaba decidido a no buscar nunca el máximum de ganancia, sino a conservar siempre mi sangre fría. Más tarde, cuando poseyese mil o dos mil rublos, abandonaría con toda naturalidad la compra y la pequeña reventa. Todavía conocía muy mal lo relativo a la Bolsa, a las acciones, la Banca y el resto. Pero por el contrario sabía, lo mismo que dos y dos son cuatro, que a todas aquellas Bolsas y a aquellos Bancos los conocería y los estudiaría en su momento tan bien como no importa qué otra cosa y que esa ciencia me llegaría con toda naturalidad, únicamente porque sería el instante adecuado. Hacía falta para eso mucha inteligencia? Hacía falta ser un Salomón? Bastaba con tener carácter; el saber, la habilidad, la ciencia llegarían por sí mismas. Solamente hacía falta no dejar nunca de "querer".

ás que teniendo carácter. Hace aún poquísimo tiempo, después de mi llegada, hubo en Petersburgo una suscripción para acciones de ferrocarril; los que pudieron suscribirse habían ganado mucho dinero. Durante cierto tiempo las acciones estuvieron subiendo. De pronto uno que se había retrasado o un avaro, viendo acciones entre mis manos, me propondría que se las vendiese, con un cierto porcentaje de beneficios. Pues bien, yo se las vendería, a inmediatamente. Como es lógico, la gente se burlaría de mí: con sólo que hubiese esperado, habría ganado diez veces más. Sí, pero mi ganancia es más segura, porque la tengo en el bolsillo, y la vuestra está aún en el aire. Se me dirá que no es éste el medio de ganar mucho; perdón, ése es vuestro error, el error de todos nuestros Kokorev, Poliakov, Gubonine (31). Aprended esta verdad: la continuidad y la terquedad en la ganancia, y sobre todo en la acumulación, son más fuertes que beneficios instantáneos, incluso del ciento por ciento.

ón Francesa hubo en París un tal Law que forjó un proyecto, verdaderamente genial en principio (y que a continuación, en la realidad, fue un chasco espantoso). Todo París se conmovió; todo el mundo se disputaba las acciones de Law. La gente se apretujaba. El palacio en el que se recibían las suscripciones se tragaba el dinero de todo París; finalmente aquel palacio no bastó: el público se agolpaba en la calle; todas las profesiones, todas las condiciones sociales, todas las edades, burgueses, nobles y sus hijos, condesas, marquesas, prostitutas; todo aquello no formaba más que una masa furiosa, medio loca, como mordida por un perro rabioso; los títulos, los prejuicios de la sangre y de la vanidad, incluso el honor y el buen nombre, todo era pisoteado; todo se sacrificaba (incluso las mujeres) para obtener algunas acciones. La suscripción se trasladó por fin a la calle, pero no había sitio donde escribir. Fue entonces cuando se le propuso a un jorobado que cediese por un momento su joroba para servir de mesa. El jorobado consintió, fácil es de imaginar a qué precio. Poco después (muy poco después) vino la bancarrota: todo reventó, toda la idea se fue al diablo y las acciones perdieron todo su valor. Quién ganó, pues, en aquel negocio? El jorobado, y sólo el jorobado, porque se hacía pagar no con acciones, sino con verdaderos luises de oro. Pues bien, yo soy ese jorobado! He tenido la fuerza de no comer y de economizar a base de copeques setenta y dos rublos; tendré también la fuerza necesaria para mantenerme tranquilo en medio de la fiebre que se ha apoderado de todos los demás; preferiré una suma segura a una más considerable. No soy mezquino más que en las cosas pequeñas; no en las grandes. A menudo he carecido de carácter, incluso después del nacimiento de mi "idea", por una dificultad insignificante; para una gran dificultad, siempre tendré carácter de sobra. Cuando mi madre me servía por las mañanas, antes de ir al trabajo, un café frío, me enfadaba, le decía groserías, y sin embargo yo era el mismo hombre que había vivido todo un mes a pan y agua.

ía contra naturaleza. Tampoco sería natural, con una acumulación igual a ininterrumpida, con una atención y una sangre fría incesantes, con reserva y economía, con una energía siempre creciente, no sería natural, digo, no llegar a ser millonario. Cómo ha ganado el mendigo su fortuna, sino por un carácter y un encarnizamiento fanáticos? Es que no valgo yo tanto como él? "En fin, podría ser que no obtuviese nada, podría ser que mi cálculo no fuera justo, podría ser que quebrase y me hundiera; poco importa, yo camino hacia delante. Camino porque así lo quiero." He aquí lo que me decía ya en Moscú.

á que no hay en esto ni sombra de "idea", ni nada nuevo. Diré por mi parte, y por última vez, que hay en esto una infinidad de ideas y una infinidad de novedades.

ía la trivialidad de todas las objeciones, y hasta qué punto sería trivial yo mismo al exponer mi "idea": pues bien, qué he dicho? No he dicho ni la centésima parte; comprendo que todo esto es mezquino, grosero, superficial e incluso quizá por debajo de mi edad.

III

" de qué sirve eso?", " para qué? ", " es moral o no? ", etc., etc., preguntas a las que he prometido responder.

ísimo tener que desilusionar al lector desde el principio, lo siento y estoy al mismo tiempo encantado. Que se sepa bien esto: en los objetivos de mi "idea" no hay ningún sentimiento de "venganza", nada de byroniano, ni maldiciones, ni quejas de huérfano, ni lágrimas de bastardo, nada, nada. En una palabra, una señora romántica, si mis memorias fuesen a parar a sus manos, torcería inmediatamente el gesto. Todo el objetivo de mi "idea" es el aislamiento.

ñarse en llegar a ser un Rothschild. Qué tiene que ver Rothschild con todo esto?

ás del aislamiento, quiero también el poder.

í un preámbulo: el lector se asustará tal vez de la franqueza de mi confesión y se preguntará ingenuamente: cómo es posible que el autor no se haya avergonzado? Responderé diciendo que no escribo para ser publicado; tendré un lector tal vez dentro de diez años, cuando todo esté tan bien determinado, probado y cumplido, que no habrá ya necesidad de avergonzarse de nada. Por tanto, si en estas memorias me dirijo a veces al lector, no es más que un artificio. Mi lector es un personaje de fantasía.

ítimo, por el que tanto me hacían sufrir en casa de Tuchard, no son mis tristes años de la niñez, no es la venganza ni una justa protesta lo que ha constituido el punto de partida de mi "idea": la causa de todo está en mi carácter. A los doce años, creo, es decir, casi al principio de mi vida consciente, comencé a no querer a los hombres. No querer no es la palabra, pero me resultaban cargantes. A veces me era penoso, en mis momentos de pereza, no poder decírselo todo ni siquiera a quienes estaban más cerca de mí, o, mejor dicho, habría podido, pero yo no quería, había algo que me retenía: yo era desconfiado, moroso a insociable. Por lo demás, he observado en mí desde hace mucho tiempo, casi desde mi infancia, ese rasgo del que muy a menudo acuso o me siento inclinado a acusar a los demás; pero después de eso llegaba con mucha frecuencia a inmediatamente otro pensamiento, muy penoso; y éste, para mí: "No soy yo quien estoy equivocado, en lugar de ellos?" Cuántas veces me he acusado sin razón! Para no tener que resolver cuestiones de esta índole, yo buscaba naturalmente la soledad. Por lo demás, no encontraba nada en la sociedad de los hombres, a pesar de todos mis esfuerzos, y los hacía! Por lo menos, todos los de mi edad, todos mis camaradas, todos sin excepción, erán menos inteligentes que yo; no recuerdo una sola excepción.

í, soy sombrío, sin cesar me encierro en mí mismo. Con frecuencia siento ganas de retirarme de la sociedad. Quizás hiciese bien a los hombres, pero a menudo no veo el menor motivo para hacerles bien. Los hombres no son en realidad tan hermosos como para que haya que ocuparse tanto de ellos. Por qué no le abordan a uno limpia y francamente, por qué he de ser yo siempre el que me dirija a ellos primero? Ésas eran las preguntas que yo me hacía. Soy una criatura agradecida, y lo he demostrado con un centenar de locuras. Yo correspondería instantáneamente a la franqueza con la franqueza y les querría en seguida. Es lo que hago; pero todos inmediatamente me han engañado y se han cerrado respecto a mí, burlándose. El más abierto de todos era Lambert, que me pegaba tan fuertemente en mi infancia; pero también él no es más que un pillo de siete suelas y un bribón; y su franqueza no proviene más que de su bestialidad. He ahí cuáles eran mis pensamientos al llegar a Petersburgo.

é demonio me había empujado allí?) me acerqué a Vassine y, en un arrebato de entusiasmo, me puse a prodigarle alabanzas. Qué más? La misma noche sentí que le quería ya muchísimo menos. Por qué? justamente porque, al cubrirlo de alabanzas, me había de camino rebajado delante de él. Parece que debería ser al contrario: un hombre lo bastante equitativo y generoso para admirar a otro incluso en propio detrimento suyo, no es, por su propia dignidad, superior a cualquier otro? Sin duda yo lo comprendía, y, a pesar de todo, quería menos a Vassine, a incluso muchísimo menos: elijo intencionadamente un ejemplo ya conocido del lector. Lo mismo me pasaba con Kraft; me acordaba de él con cierto sentimiento de amargura y acritud porque me había mostrado el camino en su recibidor, y aquello duró hasta el día siguiente, en que se aclaró todo y en que ya no hubo medio de guardarle rencor. Desde las clases más inferiores del Instituto, cuando un camarada me sobrepasaba en conocimientos, o en la rapidez de sus respuestas, o en su fuerza física, yo dejaba inmediatamente de tratarlo y de hablar con él. No era que lo detestase o que le deseara algún mal; me apartaba sencillamente de él, porque tal es mi carácter.

í, toda mi vida he tenido sed de poder, de poder y de aislamiento. Soñaba con eso incluso en la edad en que cualquiera se me habría reído en la cara si hubiese podido ver lo que yo tenía en el cráneo; he ahí por qué me gusta tanto el misterio. Sí, soñaba con todas mis fuerzas, y hasta tal punto, que no tenía ya ni siquiera tiempo para hablar; se deducía de aquello que yo era un salvaje, y, de mi distracción, se sacaban conclusiones aún más desfavorables sobre mí, pero mis mejillas rosas demostraban lo contrario.

éndome con mi manta, emprendía solo,. en el aislamiento más perfecto, sin nadie a mi alrededor y sin un solo sonido de voz humana, la tarea de reconstruir el mundo a mi modo. Aquel estado de ensoñación exasperada me acompañó hasta el descubrimiento de mi "idea": entonces todos los sueños, de absurdos que eran, se convirtieron de pronto en sensatos y, de la forma imaginativa de la novela, pasaron a la forma razonable de la realidad.

ó en un solo objetivo. En el fondo, incluso antes, no eran tan idiotas, aunque fuesen legión y legión. Pero los había más y menos preferidos... Por lo demás, es inútil citarlos aquí.

ían enormemente si se enterasen de que una "nulidad" semejante apetece el poder. Pero yo les asombraría todavía más: desde mis primeras ensoñaciones quizás, es decir, desde mi infancia o poco menos, no he podido verme jamás de otra forma que en primera fila, en todas partes y en todas las circunstancias. Añadiré una confesión singular: quizás eso dura todavía. Y anotaré además que no pido perdón.

í es donde justamente radica mi "idea", ahí está su fuerza, la de qut el dinero es la única vía capaz de conducir a una nulidad a la primera fila. Yo no soy quizás una nulidad, pero sé por ejemplo, por los espejos, que mi aspecto exterior me perjudica, porque tengo una cara vulgar. Pero, si yo fuese rico como Rothschild, quién iba a preocuparse de mi cara? No tendría más que dar un silbido, y millares de mujeres correrían a mí con sus "bellezas". Estoy incluso convencido de que, muy sinceramente, ellas acabarían por creerme guapo. Soy quizás hasta inteligente. Pero aunque tuviera una frente de siete pulgadas, pronto aparecería uno de ocho, y me vería perdido. Mientras que, si yo fuese Rothschild, es que ese sabio de ocho pulgadas iba a tener el menor valor a mi lado? No se le dejaría ni siquiera abrir la boca. Soy quizás ingenioso, espiritual; sí, pero a mi lado podrían estar Talleyrand o Piron, y heme ya eclipsado, mientras que si yo fuese Rothschild, dónde iban a estar los Piron y quizás incluso los Talleyrand? El dinero, sin duda, es una potencia despótica, pero es al mismo tiempo la suprema igualdad, y ahí radica su gran fuerza. El dinero niv ela todas las desigualdades. Ésa era la conclusión a la que yo había llegado, ya en Moscú.

éis, estoy seguro, en este pensamiento más que insolencia, violencia, triunfo de la nulidad sobre el talento. De acuerdo, este pensamiento es audaz (y por consiguiente voluptuoso). Sea! Pero creéis que yo quería entonces el poder forzosamente para oprimir? Para vengarme? Así es como obraría fatalmente la mediocridad. Aún más, estoy convencido de que hay millares de esos talentos y de esas inteligencias muy orgullosos de sí mismos, que, si se les cargase de repente con todos los millones de Rothschild, no sabrían resistirlo y se comportarían como viles mediocridades y serían los peores opresores. Mi "idea" es completamente distinta. El dinero no me da miedo; no me oprimirá y no me hará oprimir a los demás.

ás bien no es del dinero de lo que tengo necesidad; no es ni siquiera del poder; tengo necesidad solamente de lo que se adquiere por el poder y no puede adquirirse sin él: la conciencia, tranquila y solitaria, de su fuerza! He ahí la más perfecta definición de la libertad, sobre la cual discute tanto el mundo. La libertad! Por fin he escrito esta palabra grandiosa... Sí, la conciencia solitaria de su fuerza es cosa hermosa y embriagadora. Tengo fuerza, y estoy tranquilo. Los rayos están entre las manos de Júpiter, y él está tranquilo; es que lo oís tronar con frecuencia? Los imbéciles pueden creer que dormita. Poned ahora en lugar de Júpiter a un literato vulgar o a una buena mujer del campo, ya veréis si entonces oís truenos!

ía necesidad ni de eso siquiera; estoy seguro de que, por mí parte, con mi mejor voluntad, yo ocuparía en todas partes el último puesto. Si yo fuera Rothschild, rne pasearía con un abrigo raído y con un paraguas en la mano. Qué me importaría ser empujado en la calle o tener que correr por el fango para no ser aplastado por los coches? La conciencia existente en mí de que soy Rothschild bastaría para constituir mi gozo en ese momento. Sé que puedo tener un festín como nadie lo tiene, y el primer cocinero del mundo: me basta con saberlo. Me comeré una rebanada de pan y jamón y quedaré saciado con mi conocimiento. Incluso hoy día sigo pensando así.

é yo quien me impondré a las aristocracia; será ella la que acudirá a mí. No seré yo quien correré detrás de las mujeres, serán ellas las que acudirán como moscas ofreciéndome todo to que puede ofrecerme una mujer. Las más "vulgares" vendrán atraídas por el dinero, las más sensatas por la curiosidad hacia una criatura extraña, orgullosa, cerrada e indiferente a todo. Me mostraré acariciador tanto con las unas como con las otras. Quizá les daré dinero, pero no aceptaré nada de ellas. La curiosidad engendra la pasión: quizá también yo inspiraré pasión. Ellas se volverán a marchar sin nada, os lo aseguro, a no ser algún que otro regalo. Resultaré para ellas doblemente curioso.


ás exacto) me ha seducido desde mis diecisiete años.

ón de oprimir ni de atormentar a nadie; pero sé que, si quisiese perder a tal hombre, enemigo mío, nadie podría impedírmelo, y todo el mundo se dedicaría a ello; y también en esto, ya con eso tengo bastante. Ni siquiera me vengaría de nadie. Siempre me ha sorprendido el hecho de que James Rothschild pudiera consentir en ser barón. Para qué sirve eso, para qué, si sin el título era ya superior a todos los de aquí abajo? " Oh, que Dios libre a ese insolente general de ofenderme en el parador donde los dos aguardamos a que lleguen los caballos; si él supiera quién soy, correría a enjaezarlos en persona y me ayudaría a sentarme en mi modesto coche! Se ha contado que un conde o un barón extranjero, en un ferrocarril de Viena, había puesto en público unas zapatillas en los pies de un banquero de aquella ciudad, y que éste había sido lo bastante ordinario como para tolerarlo. Oh, libra a esa hermosa temible (temible, porque las hay temibles), esa hija de una aristocracia suntuosa y encopetada, al encontrarme por casualidad en un barco o en otra parte, líbrala de que me mire de arriba abajo y, alzando la nariz, se asombre con desprecio de que ese hombrecillo modesto, enclenque, con un libro o un periódico en la mano, haya osado sentarse en primera clase, al lado de ella! Pero si supiera cerca de quién está sentada! Lo sabrá, ella lo sabrá y vendrá por sí misma a sentarse cerca de mí, sumisa, tímida, acariciadora, implorando una mirada mía, gozosa de arrancarme una sonrisa..." Inserto adrede estas pequeñas escenas prematuras, para explicar mejor mi pensamiento; pero son pálidos y tal vez vulgares. Sólo la realidad lo justifica todo.

á que es absurdo vivir así: por qué no tener un palacio, una casa abierta para todo el mundo, por qué no reunir a numerosas amistades, por qué no tener influencias, por qué no casarse? A qué se reducirá entonces Rothschild? Será como todo el mundo. Todo el encanto de la "idea" desaparecerá, con toda su fuerza moral. En mi infancia me aprendí de memoria el monólogo de El Caballero Avaro de Puchkin (33). Puchkin no ha producido nada más superior en cuanto a la idea. Incluso hoy me aferro a esas ideas.

á con desprecio -: el dinero!, la riqueza! Y el interés social, y las empresas humanitarias?

éis vosotros en qué emplearé yo mi riqueza? Qué inmoralidad y qué bajeza hay en el hecho de que de una multitud de garras judías sucias y malhechoras, esos millones caigan entre las manos de un solitario firme y razonable que dirige sobre el mundo una mirada penetrante? De una manera general, todos estos sueños de porvenir, todas estas previsiones, no son aún más que una especie de novela y he hecho más quizás en anotarlos; habría sido preferible dejarlos en mi cerebro; sé también que tal vez nadie leerá estas líneas; pero, si alguien las leyera, creería que yo no podría resistir quizá los millones de Rothschild? No que me puedan aplastar, sino en un sentido diferente, completamente opuesto. Más de una vez, en mis sueños, he abrazado el momento futuro en el que mi conciencia quedará enteramente satisfecha y en el que el poder me parecerá insuficiente. Entonces, no por fastidio ni por un tedio sin objeto, sino porque querré infinitamente más, entregaré todos rnis millones a los hombres: que la sociedad reparta a su gusto toda mi riqueza, y yo, yo volveré a caer en la nada. Quizás incluso me metamorfosearé en ese mendigo que murió en el barco, con la diferencia de que no se encontrará nada cosido en mis harapos. La sola conciencia de que he tenido entre las manos millones y los he tirado al fango me alimentará en mi desierto. Aún hoy estoy dispuesto a pensar así. Sí, mi "idea" es la fortaleza en la que, en todo tiempo y en toda ocasión, puedo huir de todos los hombres, aunque fuese como el mendigo muerto en el barco. He ahí mi poema! Y sabedlo, tengo necesidad de mi voluntad viciosa toda enters únicamente para probarme a mí mismo que tengo la fuerza de renunciar a ella.

á sin duda alguna que esto es poesía y que no soltaré jamás mis millones si alguna vez llego a poseerlos, y no me cambiaré nunca en mendigo de Saratov. Quizás en efecto no los soltaré; no he hecho más que bosquejar el ideal de mi pensamiento. Pero añadiré ahora en serio: si llegase, en mi acumulación de riqueza, a la misma cifra que Rothschild, podría efectivamente acabar por tirarlos a la cara de la sociedad. (Antes de llegar a la cifra de Rothschild, eso sería difícil de ejecutar.) Y no sería la mitad lo que yo daría, porque entonces eso no sería más que vulgaridad: yo sería dos veces más pobre nada más; sino el todo, hasta el último copec, porque, al convertirme en pobre, me encontraría de golpe y porrazo dos veces más rico que Rothschild. Si no se comprende esto, no es culpa mía; no entraré en explicaciones.

" Es faquirismo, es la poesía de la nulidad y de la impotencia, decidirá la gente, es el triunfo de la incapacidad y de la mediocridad." Sí, confieso, es en parte el triunfo de la incapacidad y de la mediocridad, pero no el de la impotencia. He experimentado una alegría loca representándome a una criatura, precisamente incapaz y mediocre, plantada frente al mundo y diciéndole con una sonrisa: vosotros sois los Galileos y los Copérnicos, los Carlomagnos y los Napoleones, los Puchkins y los Shakéspeares, los mariscales de campo y de corte, mientras que heme a mí aquí, sin talento y sin linaje, y sin embargo por encima de vosotros; puesto que vosotros os habéis sometido voluntariamente a esto. Lo confieso, he estirado esta fantasía hasta el extremo, hasta el punto de borrar incluso la instrucción. Me ha parecido que sería más hermoso que este hombre fuera incluso suciamente inculto. Este sueño exasperado ejerció su influjo sobre mí desde la última clase del liceo; dejé de estudiar por fanatismo: sin instrucción, el ideal aumentaba en belleza. Ahora he cambiado de opinión en este punto; la instrucción no perjudicará en absoluto.

ñores, es posible que la independencia del pensamiento, aun la más reducida, os sea tan penosa? Dichoso el que posea un ideal de belleza incluso erróneo! Pero yo creo en el mío. Sólo que lo he expuesto torpemente, elementalmente. Dentro de diez años, estoy seguro, lo expondré mejor. Mientras tanto, guardaré esto en lo sucesivo.

IV

"idea". Si la he descrito en forma vulgar y superficial es culpa mía, no de ella. He advertido ya que las ideas más sencillas son las más difíciles de comprender; ahora añado que son también las más difíciles de exponer; tanto más cuanto que he contado mi "idea" en su forma primera.

én justa; las ideas lisas y rápidas son comprendidas extraordinariamente pronto y precisamente por la multitud, por la calle; mucho más, son consideradas las más grandes y las más geniales, pero solamente el día de su aparición. Lo barato dura poco. La comprensión rápida es el índice de la vulgaridad de la cosa que hay que comprender. La idea de Bismarck (34) se ha hecho instantáneamente genial, y Bismarck mismo es un genio, pero es una rapidez que resulta sospechosa: aguardo a Bismarck dentro de diez años, y veremos entonces lo que quedará de su idea, y quizá del mismo señor Canciller en persona. Ésta es una observación totalmente incidental y que nada tiene que ver con el tema: la inserto evidentemente no a título de comparación, sino también para hacer memoria. (Explicacíón destinada al lector verdaderamente demasiado grosero. )

écdotas, para acabar con la " idea" como quiera que sea y para que no nos embarace más en el porvenir.

ía Ivanovna me pidió que fuese a Troitski-Possad (35) para darle un recado a una anciana señorita que habitaba por allí, y que carece de interés para mencionarla aquí con detalle. Al volver el mismo día observé en el vagón a un joven raquítico, no mal vestido, pero sucio, barrilludo, uno de esos morenos con cutis de un color bronceado sucio. Se caracterizaba porque en cada estación o apeadero descendía obligatoriamente para beber vodka. Al final del trayecto, se formó alrededor de él una alegre compañía, por lo demás muy vulgar. El más entusiasta era un comerciante, también él ligeramente beodo, que admiraba la capacidad que tenía el joven para beber incesantemente y sin embriagarse. No menos satisfecho estaba un muchachillo espantosamente estúpido y hablando por los codos, vestido a la europea y oliendo espantosamente mal: un lacayo, como supe más tarde; aquél incluso llegó a entáblar amistad con el joven aficionado al vodka y en cada parada era él quien le invitaba a bajar: "Ha llegado el momento, vamos a beber! ", tras de lo cual descendían los dos juntos muy abrazados. Después de haber bebido, el joven no decía casi una sola palabra, pero un número cada vez mayor de interlocutores se iba instalando alrededor de él. Él se limitaba a escucharlos, sin dejar de soltar risitas y de babear, y de cuando en cuando, pero de improviso, hacía oír algunos sonidos de este tipo: " Tur-lur-lu! ", llevándose un dedo en dirección a la nariz con un gesto caricaturesco. Eso era lo que regocijaba tanto al comerciante, al lacayo y a todo el mundo, y se reían con una risa extraordinariamente sonora y francota. A veces resulta imposible comprender por qué se ríe la gente. Me acerqué yo también; y no comprendo por qué aquel joven me agradó; quizás era por aquella violación manifiesta de las conveniencias oficiales y admitidas; en una palabra, no me di cuenta de su estupidez; inmediatamente empezamos a tutearnos, y al salir del tren me enteré de que iría por la noche, después de las ocho, al bulevar Tverskoi (36). Era un ex estudiante. Acudí a la cita, y he aquí el ejercicio que me enseñó,: nos paseábamos juntos por los bulevares y, un poco más tarde, en cuanto que observábamos a una mujer de buena facha; no habiendo nadie alrededor de ella, nos pegábamos inmediatamente a su lado. Sin decir una palabra, nos colocábamos, él a un lado, yo al otro, y con el aire más tranquilo del mundo, como si ni siquiera la viésemos, sosteníamos entre él y yo la conversación más escabrosa. Nombrábamos los objetos por sus nombres, con una seriedad imperturbable y como si fuera la cosa más natural del mundo, y para explicar todas aquellas clases de porquerías y de infamias, entrábamos en detalles que la imaginación más sucia del más sucio desvergonzado no habría imaginado jamás. (Naturalmente, yo había adquirido todos aquellos conocimientos en las escuelas, incluso antes que en el Instituto, pero sólo en palabras, no en acción.) La mujer cogía miedo, apresuraba el paso, pero nosotros haciamos otro tanto y continuábamos todavía peor. Nuestra víctima no podía evidentemente hacer nada, no podía ponerse a dar gritos: ningún testigo, y además habría sido raro presentar una queja. Empleamos unos ocho días en aquella diversión; no comprendo cómo pude complacerme en aquello; por otra parte, no me agradaba, pero el caso es que... era así. Aquello me parecía al principio original, saliéndose de lo ordinario, de las convenciones admitidas; además, yo no podia tragar a las mujeres. Le confié una vez al estudiante que Jean-Jacques Rousseau, en sus confesiones (37 ), reconoce haberse complacido, siendo joven, en exhibir secretamente, completamente desnudas, las partes del cuerpo que ordinariamente se llevan ocultas y esperar en esta postura a las mujeres que pasaban. El estudiante me respondió con su tur-lur-lu. Noté que era terriblemente ignorante y que no se interesaba por nada. En su cabeza, ni una sola de aquellas ideas que yo esperaba encontrar en él. En lugar de originalidad, no descubrí más que una abrumadora monotonía. Yo le apreciaba cada vez menos. Todo acabó de una manera inesperada: un día, en plenas tinieblas, nos pegamos a una muchacha muy jovencita que pasaba rápida y tímidamente por él bulevar; quizá dieciséis años o menos aún, vestida muy limpia y muy modestamente, viviendo tal vez de su trabajo y volviendo a casa junto a una madre vieja, una pobre viuda cargada de hijos; pero es inútil meterse en sentimentalismos. La muchacha escuchó algún tiempo, luego apresuró el paso, agachó la cabeza y se cubrió con su velo, asustada y temblorosa. De repente se detuvo, descubrió un rostro que nada tenía de feo, por lo menos que yo me acuerde, pero macilento, y nos gritó con ojos relampagueantes:

ás que unos miserables!

ó: tomó impulso y, con su manecita flaca, le soltó al estudiante la bofetada más hábil que tal vez se haya dado nunca. Se oyó el restallido! El otro lanzó un juramento e hizo ademán de arrojarse sobre ella, pero yo le sujeté, y la muchacha tuvo tiempo de escapar. Una vez solos, nos peleamos: le dije todos los reproches que se habían acumulado en mí durante aquel tiempo: le dije que él no era más que un incapaz, que era una nulidad, que nunca había tenido el menor asomo de idea. Me respondió con injurias... (yo le había hablado una vez de mi nacimiento ilegítimo), luego nos separamos con escupitajos de desprecio y no le he vuelto a ver en mi vida. Aquella noche experimenté un inmenso despecho; al día siguiente un poco menos, al otro día ya me había olvidado de todo. A continuación aquella joven me ha vuelto a la memoria de cuando en cuando, pero solamente por casualidad y de paso. Solamente cuando llegué a Petersburgo, al cabo de unos quince días, me acordé de pronto de la escena. Me acordé y me sentí invadido al punto por una vergüenza tal, que las lágrimas me corrieron literalmente por las mejillas. Estuve atormentado por aquello toda la tarde, toda la noche, y aún to estoy un poco ahora. Al principio me resultaba imposible comprender cómo había podido yo caer tan bajo, y sobre todo cómo había podido olvidar aquel incidente, no estar avergonzado, no estar corroído por el arrepentimiento. Solamente ahora he comprendido a qué se debía aquello: la culpa era de la "idea". En una palabra, llego a esta conclusión: que, cuando se tiene en el espíritu una cosa fija (38), perpetua, poderosa, por la que se está enteramente ocupado, uno se aleja al mismo tiempo del mundo, se interna en la soledad, y todo to que acaece no hace más que deslizarse, sin rozar lo esencial. Incluso las impresiones son percibidas de una manera inexacta. Además y sobre todo, siempre se tiene una excusa. Cuánto he podido atormentar a mi madre en esa época!, cómo abandonaba vergonzosamente a mi hermana! "Bah!, tengo mi "idea", todo el resto no cuenta." He aquí lo que me decía a mí mismo. Me podían ofender, incluso cruelmente: yo me iba sin más ni más y me decía seguidamente: "Bah!, soy un asqueroso, pero tengo mi "idea", y ellos no saben nada de eso." La "idea" me consolaba en la vergüenza y en la nulidad; pero todas mis infamias parecían refugiarse bajo la "idea"; ella lo hacía todo más fácil, pero lo velaba todo delante de mí; sin embargo, una aprehensión tan confusa de las circunstancias y de las cosas no puede menos que perjudicar a la "idea" misma, sin hablar de todo lo demás.

écdota.

ía Ivanovna, el primero de abril del año pasado, celebraba su fiesta. Por la tarde hubo algunos invitados, muy poco numerosos. De pronto he aquí a Agrafena (39) que entra desatentada, y declara que en el vestíbulo, frente a la cocina, hay un recién nacido abandonado que llora... y que ella no sabe qué hacer. La noticia emociona a todo el mundo. Se corre hacia allá y se ve una cestilla de mimbre y dentro una niñita de unas tres o cuatro semanas, lanzando gritos. Cogí la cestilla y la trasladé a la cocina. Encontré entonces un billete plegado en dos: "Queridos bienhechores, otorgad vuestra benévola asistencia a esta niña, bautizada Arina (40). Ella y nosotros elevaremos eternamente nuestras lágrimas al cielo por vuestra felicidad. Os deseamos una fiesta agradable. Personas a las que no conocéis." Fue entonces cuando Nicolás Semenovitch, al que yo tanto respetaba, me produjo una gran pena: puso una cara muy seria y decidió enviar inmediatamente la niña a la Beneficencia Pública. Me quedé muy triste. Ellos vivían muy apretadamente, pero no tenían hijos, y Nicolás Semenovitch se felicitaba siempre de eso. Saqué con precaución a la pequeña Arina de su cestilla y la levanté por los hombros; se desprendió un olor agrio y fuerte como el que esparcen los recién nacidos descuidados durante mucho tiempo. Después de haber discutido un momento con Nicolás Semenovitch, le declare bruscamente que tomaba a la niña a mi cargo. Se puso a presentar objeciones, con alguna severidad a pesar de la dulzura de su carácter, y terminó con una broma, pero su intención respecto a la Beneficencia Pública continuaba en pleno vigor. Sin embargo, todo pasó como yo quería. Había en el mismo inmueble, pero en otro pabellón, un carpintero muy pobre, ya entrado en edad y aficionado a la bebida; su mujer, aún joven y muy sana, acababa de perder una niña de pecho, y, sobre todo, hija única, nacida después de ocho años de matrimonio infecundo, niña que, por una extraña felicidad, se llamaba también Arina. Digo: por felicidad, porque en el momento en que discutíamos en la cocina, aquella mujer, enterada del incidente, vino a mirar y, al saber que era una pequeña Arina, se sintió conmovida. Ella tenía leche todavía: se descubrió el seno y se lo tendió a la niña. Caí a sus pies y le supliqué que se la llevase a su casa; yó le pagaría la pensión todos los meses. Ella dudaba sobre si su marido se to permitiría o no; sin embargo, se la llevó por lo pronto para pasar la noche. Por la mañana, el marido dio su permiso, mediante el pago de ocho rublos por mes, y yo le entregué inmediatamente el primer mes adelantado; él se fue a continuación a beberse el dinero. Nicolás Semenovitch, sin dejar de sonreír extrañamente, consintió en hacerse fiador mío por la suma de ocho rublos mensuales, garantizando que sería entregado regularmente. Le ofrecí a Nicolás Semenovitch entregarle en prenda mis sesenta rublos, pero él no los aceptó; por otra parte, él sabía que yo tenía dinero y tenía confianza en mí. Esa delicadeza borró nuestro disentimiento de un instante. María Ivanovna no dijo nada, pero se asombró de verme aceptar semejante preocupación. Yo aprecié mucho la delicadeza de que los dos habían hecho gala al no permitirse la menor burla a expensas mías y al considerar, por el contrario, la cosa con toda la seriedad que convenía. Tres veces cada día, yo daba una escapada a casa de Daria Rodivonovna (41), y al cabo de una semana le entregué personalmente, en propia mano, a espaldas de su marido, tres rublos de más. Mediante otros tres rublos, me procuré una mantita y una toquilla. Pero al cabo de diez días la pequeña Arina cayó enferma. Llamé inmediatamente al médico, prescribió no sé qué remedio y nos pasamos la noche atormentando a la criaturita con la repugnante droga. Al día siguiente, declaró que era demasiado tarde v, en respuesta a mis ruegos - y también, creo, a mis reproches --, declaró con una noble discreción: "No soy el Buen Dios." La lengüecita, los labiecitos y toda la boca estaban cubiertos por una erupción blanca y menuda, y por la tarde murió, clavando en mí sus grandes ojos negros, como si ella comprendiese ya. No sé por qué no se me ocurrió la idea de sacar una fotografía de la muertecita. Pues bien, se crea o no, no lloré aquella noche, pero maldije, cosa que no me había permitido jamás hasta entonces, y María Ivanovna se vio obligada a consolarme, y eso, una vez más, sin burlas de ninguna clase por parte de ella ni por parte de él. El carpintero confeccionó él mismo el pequeño ataúd; María Ivanovna lo decoró con encajes y colocó en él una almohadita muy graciosa; yo compré flores y las arrojé sobre la niña: de esa manera se llevaron a mi pobre florecilla de los campos, que no llego a olvidar todavía, se crea o no. Pero un poco más tarde este acontecimiento casi súbito me hizo reflexionar, a incluso muy seriamente. Sin duda Arina no me había costado cara: con el féretro, el entierro, el doctor, las flores y el salario de Daria Rodivonovna, no más de treinta rublos. Cuando partí para Petersburgo, recuperé aquel dinero con los cuarenta rublos enviados por Versilov para el viaje y con la venta de algunos objetos menudos, de forma que todo mi " capital" quedó intacto. "Pero - me dije -, si hago muchos dispendios de esta clase, no iré muy lejos." La historia del estudiante demuestra que la "idea" puede introducir una parturbación en las impresiones y distraer de la actividad real. Con la historia de Arina, pasa todo lo contrario: ninguna "idea" es capaz de seducir (por lo menos en lo que a mí se refiere) hasta el punto de impedir que uno se detenga de súbito ante un hecho abrumador y que se le sacrifique inmediatamente todo lo que se ha realizado durante años de esfuerzos en pro de la "idea". Las dos conclusiones eran igualmente justas.

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Notas
Indice de los personajes