Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Primera parte. Capítulo VIII

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO VIII

I

ñana siguiente traté de levantarme lo antes posible. Por lo general en mi casa nos levantábamos a las ocho, quiero decir, mi madre, mi hermana y yo; Versilov solía quedarse acostado, durmiendo la mañanita. hasta las nueve y media. A las ocho y media en punto, mi madre me traía el café. Pero aquella vez, sin aguardar al café, me escabullí de la casa exactamente a las ocho. Desde la víspera por la noche tenía hecho un plan de acción para todo aquel día. Notaba ya en aquel plan, a despecho de una voluntad apasionada de ponerlo inmediatamente en ejecución, una multitud de vacilaciones a incertidumbres en los puntos más importantes; por eso me había pasado casi toda la noche en un estado de duermevela, casi de delirio, había tenido muchísimos sueños y, por así decirlo, ni una sola vez había dormido como Dios manda. A pesar de eso, me levanté pimpante y dispuesto como nunca. Sobre todo no quería encontrarme con mi madre. Con ella no podía hablar más que de un solo tema y temía dejarme apartar de mis propósitos por alguna impresión nueva a imprevista.

ñana era fría, y sobre toda la naturaleza flotaba una bruma húmeda y lechosa. No sé por qué, pero las mañanitas atareadas de Petersburgo, a pesar de su feo aspecto, me agradan siempre y toda esa multitud egoísta y perpetuamente preocupada apresurándose a ir a sus asuntos tiene para mí, a las siete de la rnañana, algo muy seductor. Me gusta sobre todo, yendo de camino, a toda prisa, pedir un dato, o mejor todavía si alguien me pregunta! pregunta y respuesta son siempre breves, claras, netas, pronunciadas sin detenerse y casi siempre amistosas. Es el momento del día en que se está más dispuesto a responder. El petersburgués, por el mediodía o por la tarde, se hace menos comunicativo. Con el menor pretexto se pone a gruñir o a burlarse. Es muy diferente por la mañana temprano antes del trabajo, en el momento más sobrio y más serio. Lo tengo observado.

Me dirigí de nuevo hacia Petersbourgskaia storona. Como tenía que estar por fuerza de regreso a la Fontanka (66) para el mediodía en casa de Vassine (al que casi siempre se le solía encontrar en casa a mediodía), apresuré el paso, sin detenerme en ninguna parte, a pesar de las ganas extraordinarias que tenía de tomarme un café aquí o allá. Y luego estaba también Efim Zveriev, al que era preciso sin remedio sorprender en casa; yo iba una vez más a visitarlo. Estuve a punto de llegar demasiado tarde; estaba acabando su café y se disponía a salir.

é lo trae por aquí con tanta frecuencia?

í fue como me recibió, sin moverse del sitio.

ártelo.

Todos los principios de la mañana, los de Petersburgo entre otros, ejercen sobre la naturaleza del hombre una acción desentumecedora. Hay sueños nocturnos inflamados que, con la luz y el frescor, se evaporan enteramente, y a mí mismo me ha sucedido a veces acordarme por la mañana de algunos de mis sueños de la noche, apenas acabados, y a veces de algunos actos, con reproche y disgusto. Pero notaré sin embargo de pasada que las mañanas de Petersburgo, las más prosaicas, podría pensarse, de todo el globo terrestre, son para mí las más fantásticas del mundo. Es la idea que yo tengo o, por mejor decir, es mi impresión, pero me aferro a ella. En una de esas mañanas de Petersburgo, una mañana pegajosa, húmeda y llena de bruma, el sueño salvaje de un Hermann de La Reina de Pica (67) (personaje colosal, nada ordinario, un verdadero tipo de Petersburgo y del período petersburgués) debe, en mi opinión, fortificarse muchísimo más. A través de aquella bruma tuve cien veces esta visión extraña, pero tenaz: "Cuando se disipe y se levante esta niebla, no se llevará consigo a toda esta ciudad podrida y viscosa, no se alzará la ciudad con la niebla para desaparecer como humo, dejando en su lugar el viejo pantano finlandés y en el medio, si se quiere, para que haga bonito, al caballero de bronce sobre su corcel de patas inflamadas y de aliento quemante?" (68). En una palabra, no sabría expresar mis impresiones, porque todo esto es fantasía, poesía al fin, y por consiguente tonterías. Sin embargo me he planteado con frecuencia y me planteo aún una pregunta absolutamente insensata: "Helos aquí que todos corren y se precipitan. Y quién sabe? Todo esto quizá no es más que un sueño. Quizá no hay aquí un solo hombre verdadero, auténtico, un solo acto real. Alguien va a despertarse de repente, el que tiene este sueño, y todo se desvanecerá." Pero me he apartado del tema.

é de antemano: hay en cada existencia deseos y sueños tan excéntricos, al parecer, que a primera vista y sin riesgo de error se podría tomarlos por fruto de la locura. Una de aquellas fantasías era la que yo llevaba aquella mañana a casa de Zveriev, porque yo no tenía a nadie en Petersburgo a quien poder dirigirme aquella vez. Ahora bien, Efim era ciertamente la última persona a quien, si me hubiese sido posible elegir, habría debido yo enunciarle semejante proposición. Cuando me senté frente a él, me pareció que yo estaba allí, yo, el delirio y la fiebre encarnados, sentado frente al justo medio y a la prosa encarnados en un ser humano. Pero por mi parte había la idea y el sentimiento justo; por la suya, esta única conclusión práctica: eso no se hace. En una palabra, le expliqué clara y sumariamente que fuera de él no tenía a nadie en Petersburgo a quien pudiese tomar como testigo en un asunto de honor extremadamente grave; que él era un viejo camarada y que no tenía derecho a negarse; que yo quería provocar a un teniente de la guardia, príncipe Sokolski, porque hacía más de un año, en Ems, había abofeteado a mi padre Versilov. Haré notar que Efim conocía al detalle todos mis asuntos de familia, mis relaciones con Versilov, y, aproximadamente, todo lo que yo mismo sabía de la historia de éste; eran cosas que yo le había confiado en diversas ocasiones, excepto, naturalmente, algunos secretos. Escuchaba sentado, como de costumbre, erizado como un gorrión en una jaula, silencioso y grave, inflado, con sus rubios cabellos hirsutos. Una sonrisa estereotipada y burlona no se apartaba de sus labios. Esa sonrisa era tanto más desagradable cuanto que de ninguna manera era algo premeditado, sino completamente involuntario; se veía que él se juzgaba en aquellos momentos real y verdaderamente muy superior a mí tanto en inteligencia como en carácter. Yo sospechaba también que me despreciaba por la escena de la víspera en casa de Dergatchev; así tenía que set, porque Efim es la muchedumbre, Efim es la calle, y la calle no se inclina nunca más que ante el éxito.

-Y Versilov no lo sabe? - preguntó él.

é derecho tienes tú a inmiscuirte en sus asuntos? Además, qué quieres probar con eso?

é inmediatamente que la cosa no era tan tonta como a él le parecía. En primer lugar, yo le probaría a aquel principillo insolente que hay todavía hombres que comprenden lo que es el honor, incluso en nuestra clase social; en segundo lugar, yo conseguiría así avergonzar a Versilov y darle una lección. En tercer lugar, y era lo esencial, incluso si Versilov había tenido sus motivos, en virtud de yo no sé qué convicciones, para no provocar al príncipe y encajar la bofetada, vería por lo menos que existe uns criatura capaz de sentirse tan dolido por el hecho de que le ofendan a él, que toma esa ofensa por su cuenta, y se lanza a sacrificar su vida para defender sus intereses... aunque separándose de él para siempre.

-Espera un poco, no grites, a mi tía no le gusta. Dime, Versilov no anda metido en pleitos con ese mismo príncipe Sokolski por una cuestión de herencia? En tal caso, será un medio completamente nuevo y original para ganar el pleito: matar en duelo al adversario.

é en toutes lettres él no era más que un imbécil y un insolente y que, si su sonrisa burlona se alargaba más y más, aquello solamente era un signo de orgullo y de mediocridad, que él no podía sin embargo suponer que tales consideraciones sobre el proceso no se me hubiesen ocurrido, e incluso desde el principio mismo, y que no podían honrar con su presencia más que a su profundo cerebro. Le expliqué a continuación que el proceso estaba ya ganado, que no afectaba al príncipe Sokolski, sino a los príncipes Sokolskis, de grande suerte que, si uno de ellos resultaba muerto, quedaban los demás. Pero que sin duda habría que aplazar el desafío hasta que transcurriera el término legal para la apelación (aunque los príncipes no pensasen apelar), únicamente por el qué dirán. Vencido el plazo, el duelo se celebraría; yo había venido sabiendo muy bien que el duelo no iba a ser cosa de hoy, pero tenía necesidad de tomar mis precauciones porque no tenía testigo y no conocía a nadie, para tener por la menos tiempo de descubrir a alguien si él, Efim, se negaba. Por eso era por lo que había venido.

ía sido mejor que andar diez verstas sin motivo.

ó y cogió su gorra.

-Vendrás entonces?

é?

ón: que, si consintiese hoy para más tarde, vendrías a darme la lata aquí todas los días durante el plazo que queda para la apelación. Y luego, porque todo esto no son más que tonterías, ni más ni menos. Te figuras que yo voy a destrozar mi carrera por ti? Y si el príncipe me pregunta "Quién le ha enviado a usted"? "Dalgoruki." "Y qué relación hay entre Dolgoruki y Versilov?" Entonces, me voy a poner quizás a explicarle tu genealogía? Se moriría de risa!

ú le das en la boca.

ío.

-Es que tines miedo? Tú, tan grandote; tú que eras el más fuerte de todos nosotros en el Instituto.

ás el príncipe se negará a batirse: uno se bate con su igual.

-También yo soy un caballero por mi educación, tengo derechos privilegiados, soy su igual... Él sí que no es igual mío.

ú eres demasiado pequeño.

ómo pequeño?

ños y él es grande

écil! Hace ya más de un año que puedo casarme, conforme a la ley.

ásate. Al fin y al cabo, no eres más que un mocoso: no has terminado de crecer.

Comprendí que quería burlarse de mí. Evidentemente podría haberme ahorrado de contar este estúplido episodio, y hasta habría valido más que desapareciese en lo desconocido. Para colmo, es repelente por su mezquindad y su inutilidad, aunque haya tenido consecuencias bastante serias.

ás todavía, diré el final. Después de haber notado que Efim se burlaba de mí, me permití golpearle en el omóplato con la mano derecha o, mejor dicho, con el puño derecho. Entonces me cogió por los hombros, me volvió de cara a la calle y me mostró efectivamente que él era el más fuerte de todos nosotros en el Instituto.

II

á seguramente que yo estaba de humor execrable al dejar a Efim, y sin embargo se equivocará. Comprendía demasiado bien que era un incidente entre escolares, entre bachilleres, y que lo serio de la cosa seguía intacto. Me tomé un café una vez que estuve en la isla Vassili (69), evitando adrede mi taberna de la víspera, en Petersburgskaia storona: aquel figón y su ruiseñor me resultaban ahora doblemente odiosos. Cualidad singular: soy capaz de detestar los lugares y las cosas tan exactamente como a las personas. Conozco por el contrario en Petersburgo ciertos sitios dichosos, es decir, donde he sido dichoso un día. Pues bien, a esos sitios los mimo, permanezco el mayor tiempo posible sin ir a ellos, expresamente, para ír más tarde, cuando me vea completamente solo y desgraciado, a desesperarme y a acordarme. Mientras me bebía el café, le hice plenamente justicia a Efim y a su buen sentido. Sí, él era más práctico que yo, pero era más real? El realismo que no ve más allá de la punta de su nariz es más peligroso que la más alocada de las fantasías, porque es ciego. Pero, aun haciendo justicia a Efim (que, en aquel momento, estaba persuadido sin duda de que yo me deshacía en injurias mientras iba zancajeando por las calles), no abandoné ninguna de mis convicciones, como no las he abandonado en nada hasta hoy. He visto a gente que, al primer cubo de agua fría, reniegan no solamente de sus actos, sino incluso de su idea, y se ponen a reírse de lo que una hora antes consideraban sagrado. Oh, qué fácil les resulta eso! Efim, incluso en la cuestión de fondo, tenía quizá más razón que yo, yo era tal vez el último de los imbéciles, yo era tal vez insincero, pero había en el fondo de la cuestión un punto en el que yo tenía razón, había también en mí algo justo y que, sobre todo, la gente no ha podido nunca comprender.

é a casa de Vassine, en la esquina de la Fontanka y del puente de San Simeón (70), casi sonando las campanas del mediodía, pero no estaba en su casa. Trabajaba en la isla Vassili y no volvía más que a ciertas horas fijas, entre otras casi siempre al mediodía. Como además era no sé qué fiesta, estaba seguro de que iba a encontrarlo; no siendo así, me dispuse a aguardarlo, aunque estuviese en su casa por primera vez.

He aquí cómo razonaba yo: la cuestión de la carta a propósito de la herencia es un asunto de conciencia. Al tomar a Vassine por árbitro, le hago ver con eso toda la profundidad de mi respeto, lo que necesariamente debe halagarlo. Yo estaba realmente preocupado por aquella carta y firmemente convencido de la necesidad de un arbitraje; sospecho sin embargo que habría podido, ya en aquel momento, salir de aquella dificultad sin ninguna ayuda extraña. Y sobre todo lo sabía yo mismo: bastaba con entregarle a Versilov la carta en mano; que hiciera con ella lo que quisiera. He ahí la solución. Colocarse como juez supremo en un asunto de aquella índole era perfectamente inoportuno. Al entregarle la carta en mano, sin decir nada, y colocándome así fuera del asunto, todas las perspectivas de triunfo estaban a mi favor, me colocaba de golpe y porrazo por encima de Versilov, puesto que, por el hecho de renunciar, en lo que a mí se refería, a todos los beneficios de la herencia (como hijo de Versilov, una parte de aquel dinero me habría venido a los bolsillos, si no inmediatamente, por lo menos más tarde) yo me reservaba para siempre un derecho moral de vigilante sobre la conducta futura de Versilov. Nadie podía reprocharme haber arruinado a los príncipes, puesto que el documento no tenía ningún valor jurídico decisivo. Pensé en todo aquello y me lo dije a mí mismo claramente en la habitación vacía de Vassine, e incluso se me ocurrió de repente la idea de que había venido a buscar a Vassine, con semejante deseo de saber por él la conducta que adoptar; únicamente para hacerle ver con esa ocasión que yo era el más noble y el más desinteresado de los hombres, y por consiguiente para vengarme de mi humillación de la víspera.

é un gran despecho; sin embargo no me fui, sino que me quedé, aunque sabía muy bien que mi despecho no haría más que crecer por momentos.

Ante todo, la habitación de Vassine me desagradó enormemente. "Muéstrame tu habitación y te diré quién eres", podría decirse con toda razón. Vassine tenía alquilada una habitación amueblada a arrendatarios evidentemente pobres y que hacían de aquello su oficio, teniendo a otros inquilinos además de él. Yo conozco muy bien esas habitacioncitas estrechas, apenas amuebladas y que sin embargo pretenden dar una sensación de comodidad; hay obligatoriamente un diván relleno de crin y comprado en alguna tienda de viejo y al que se teme mover, un lavabo y una cama de hierro detrás de un biombo. Vassine debía de ser el mejor inquilino y el más seguro: cada patrona tiene necesariamente su mejor inquilino, al que se profesa un reconocimiento especial; se arregla y se barre más cuidadosamente su habitación, se cuelga encima de su diván alguna litografía, se tiende sobre su mesa un tapete mezquino. Las gentes que gustan de esta limpieza que huele a moho y sobre todo de esta solicitud respetuosa de los patronos son ellas mismas sospechosas. Yo estaba convencido de que el título de inquilino perfecto halagaba a Vassine. No sé por qué, pero al ver aquellas dos mesas llenas de libros me fui enfureciendo poco a poco. Libros, papeles, tintero, todo estaba en el orden más repelente, ese orden cuyo ideal coincide con la filosofía de una patrona alemana y de su criada. Los libros eran numerosos, verdaderos libros, no periódicos o revistas, y él debía de leerlos. Sin duda adoptaba, para leer o para escribir, un aire extremadamente grave y preocupado. No sé por qué, pero prefiero que los libros estén en desorden: por lo menos eso es señal de que se trabaja sin pontificar. Seguramente este Vassine es extremadamente cortés con los visitantes, pero cada uno de sus gestos debe de decir: "Me interesa desde luego pasar una horita contigo, pero en cuanto te marches, volveré a ocuparme de cosas serias." Sin duda se puede mantener con él una conversación muy interesante y aprender cosas nuevas, pero "vamos a charlar un rato y yo te interesaré mucho, y luego, cuando te hayas marchado, me pondré a hacer lo que es verdaderamente interesante... " Y sin embargo no me decidía a irme, seguía allí. Que no tenía necesidad de sus consejos era algo de lo que estaba ahora perfectamente persuadido.

í una hora larga o más, sentado delante de la ventana, sobre una de las dos sillas de enea que se encontraban allí. Lo que más rabia me daba era que el tiempo pasaba y que me era preciso encontrar un alojamiento antes de que se hiciera de noche. Tuve ganas de coger algún libro para disipar el aburrimiento, pero no hice nada de eso: la sola idea de distraerme redoblaba mi disgusto. Hacía ya más de una hora que reinaba un silencio extraordinario, cuando de pronto, muy cerca, detrás de la puerta condenada por el diván, distinguí, a pesar mío y progresivamente, un cuchicheo cada vez más fuerte. Había allí dos voces, voces de mujer, se las oía bien, pero resultaba imposible distinguir las palabras; sin embargo, movido por el aburrimiento, me esforcé en ello. Estaba claro que se hablaba con animación, y que no se trataba de cosas corrientes. La cuestión parecía ser ponerse de acuerdo o bien se discutía, o bien una voz se hacía convincente y suplicante mientras que la otra negaba y objetaba. Eran sin duda otros inquilinos. Bien pronto la cosa me aburrió y mi oído llegó a acostumbrarse; yo continuaba escuchando, pero maquinalmente y a veces incluso olvidándome por completo de que estaba a la escucha, cuando de pronto se produjo un acontecimiento extraordinario: se hubiera dicho que alguien había saltado de su silla con las dos piernas hacia delante o se había lanzado bruscamente y golpeaba con el pie; en seguida se oyó un gemido, luego un grito o más bien un aullido de animal, furioso y nada inquieto por la preocupación de saber si personas extrañas estaban escuchando o no. Me dirigí a la puerta de un salto y la abrí, al mismo tiempo se abrió otra puerta, al extremo de un corredor (me enteré más tarde de que era la de la patrona), de donde surgieron dos cabezas curiosas. Los gritos cesaron inmediatamente, pero de improviso se abrió la puerta vecina a la mía y una joven, por lo que me pareció, se escapó vivamente y bajó corriendo la escalera. Otra mujer, ya de edad, quería sujetarla, pero no lo consiguió y se limitó a gemir tras la otra:

ía! Olía! (71). Adónde vas? Oh!

ó rápidamente la suya, dejando una rendija para oír lo que pasaba en la escalera, hasta el momento en que los pasos de Olia en fuga dejaron de oírse en absoluto. Volví a mi ventana. El silencio se había restablecido. Incidente sin importancia, hasta ridículo quizá, y dejé de pensar en eso.

Aproximadamente un cuarto de hora después resonó en el corredor, ante la puerta de Vassine, una voz de hombre sonora y francota. Una mano empuñó el tirador de la puerta y la entreabrió lo suficiente para que se pudiera distinguir en el pasillo a un hombre de alta estatura, quien, sin duda, me había visto también a incluso se me quedó mirando fijamente, pero no llegaba a entrar aún y continuaba hablando con la patrona de un extremo al otro del corredor, la mano en el picaporte. La patrona hacía eco, con una vocecilla aflautada y alegre, y solamente por su voz se podía comprender que el visitante era un conocido suyo, respetado y apreciado, lo mismo como huésped de confianza que como personaje divertido. El divertido personaje gritaba y bromeaba, pero todo se reducía a que Vassine no estaba en casa, que no lograba encontrarlo nunca, que eran cosas que no le pasaban más que a él, que aguardaría como la vez precedente, y todo aquello, sin duda alguna, le parecía a la patrona el colmo del ingenio. Por fin el visitante entró abriendo ampliamente la puerta.

"noblemente", como se dice, y sin embargo no tenía nada de noble, a pesar de su deseo manifiesto. Era un sinvergüenza, o más bien uno naturalmente desvergonzado, lo que sin embargo es menos odioso que un desvergonzado que se ha estudiado delante del espejo. Sus cabellos, castaños con algunas hebras blancas, sus cejas negras, su gran barba y sus ojos grandes, lejos de infundirle carácter, le comunicaban por el contrario no sé qué de común, de semejante a todo el mundo. Gentes así ríen y están dispuestas a reír, pero uno jamás se siente alegre en su compañía. De lo placentero pasan rápidamente a lo grave, de lo grave a lo juguetón o a los guiños de ojos insinuantes, pero todo eso con un orden perfecto y sin motivo... Por lo demás, es inútil describirlo con anticipación. Más tarde conocí bastante bien a aquel señor y bastante de cerca, por eso lo he presentado aquí, a pesar mío, con rasgos mucho más precisos que los que pude obtener en el momento en que abrió la puerta y entró en la habitación. Sin embargo, incluso hoy día me costaría trabajo decir de él algo que sea determinado y preciso, porque el principal carácter de esta gente es precisamente su inacabamiento, su dispersión y su indeterminación.

No se había sentado todavía cuando se me ocurrió de repente la idea de que aquél debía de ser el padrastro de Vassine, un cierto señor Stebelkov (72) del que yo ya había oído contar alguna cosa, pero tan incidentalmente, que me habría resultado imposible decir qué: me acordaba solamente de que no era una cosa buena. Yo sabía que Vassine había estado mucho tiempo bajo su férula en calidad de huérfano, pero que había escapado a su influencia desde hacía muchos años, que sus objetivos y sus intereses eran divergentes y que vivían separados en todos los aspectos. Me acordé también de que aquel Stebelkov poseía un cierto capital, que era incluso un especulador y un ventajista; en una palabra, quizá yo ya sabía algo más detallado respecto a él, pero se me había olvidado. Me atravesó con la mirada, sin saludarme. Colocó su chistera sobre la mesa situada delante del diván, apartó imperiosamente la mesa con el pie y se sentó, o más bien se dejó caer sobre el diván, donde yo no me había atrevido a sentarme, tan pesadamente, que se oyó un crujido; dejó colgar las piernas y, levantando la punta de su pie derecho, calzado con un zapato de charol, se puso a contemplarlo. Por lo demás, se volvió en seguida hacia mí, y me midió con sus grandes ojos un poco inmóviles.

ón de cabeza hacia mí.

í palabra.

-Viene usted de Petersburgskaia storona? - le pregunté yo.

ómo lo sabe usted?

ómo? Hum...

ñó un ojo, pero no se dignó dar ninguna explicacíón.

í y de allí he venido aquí.

Continuó sonriendo en silencio, con una sonrisa importante que me desagradó horriblemente: tenía algo de idiota.

ñor Dergatchev? - pronunció él por fin.

-Cómo en casa de Dergatchev? - y abrí los ojos asombrado.

ó con aire victorioso.

ñadí.

í.

-Hum... Sí... no..., permítame. Compra usted un objeto en una tienda, en otra tienda de al lado otro comprador compra otro objeto, cuál cree usted? Dinero, en casa de un comerciante que se llama usurero... Porque el dinero también es un objeto, y el usurero también es un comerciante... Me comprende usted?

í.

ñalando a una de las tiendas: "Eso es serio", y señalando la otra: "Eso no es serio." Qué puedo deducir de ese comprador?

é sé?

-No, permítame. Era un ejemplo. El hombre vive de buenos ejemplos. Me paseo por el Nevsky y observo que, al otro lado de la calle, por la acera, se pasea un caballero cuyo carácter me interesaría comprobar. Llegamos, cada uno por nuestro lado, hasta la Morskaia, allí donde está el Almacén Inglés, y observamos a un tercer transeúnte que acaba de ser aplastado por un coche. Ahora, ponga usted mucha atención: pasa un cuarto señor, que quiere comprobar el carácter de nosotros tres, incluido el del aplastado, en cuanto se refiere a espíritu práctico y a seriedad... Usted me comprende?

Como usted sabe, es difícil trabar conocimiento con un inglés; pero, al cabo de dos meses, acabada la estación, henos a todos en las montañas, hacemos juntos ascensiones, con bastones de contera puntiaguda, ya por una montaña, ya por otra. En el recodo, es decir, en la etapa, allí donde los monjes fabrican el Chartreuse, nótelo usted bien, me encuentro con un indígena, plantado allí, solitario y mirando silenciosamente. Quiero formarme idea de su seriedad: qué cree usted?, podría yo dirigirme para eso al grupo de ingleses con los que camino, únicamente porque he sido incapaz de trabar conversación con ellos en las aguas?

é sé? Perdone usted, pero me cuesta mucho trabajo comprenderle.

í, me marea usted.

ñó el ojo a hizo con la mano un gesto que sin duda debía de significar algo muy victorioso y muy triunfal; en seguida, muy gravemente y con mucha calma, sacó de su bolsillo un periódico que seguramente acababa de comprar, lo desplegó y se puso a leer la última página, como para dejarme completamente tranquilo. Durante cinco minutos no posó los ojos en mí.

ído las Brest-Graev? No, van bien, siguen subiendo. Conozco a muchos que se han derrumbado.

ó con toda su alma.

ía no comprendo gran cosa de la Bolsa - respondí yo.

é?

és,

ítame... he aquí un hombre que tiene, como se dice, buena suerte...

és el dinero. Sin idea superior, la sociedad, a pesar de todo su dinero, se hundirá.

é verdaderamente por qué me acaloré. Me miró un poco tontamente, como hombre que no sabe ya cómo salir de su embarazo; luego, de repente, su rostro floreció en una sonrisa gozosa y astuta:

ón ayer, verdad?

él sabía desde hacía tiempo quién era yo y que quizá sabía muchas cosas más. Solamente no comprendo por qué me ruboricé de pronto y le miré de la manera más estúpida sin quitarle los ojos de encima. Por lo visto gozaba con su triunfo, me miraba gozosamente, como si me hubiese sorprendido con alguna fina astucia y me hubiese cogido en la trampa.

ó las dos cejas -. Pregúnteme lo que sé del señor Versilov! Qué le decía yo a usted hace un momento a propósito de la seriedad? Hace dieciocho meses, a causa de aquel niño, él habría podido realizar un negociejo estupendo, sí, querido, y en lugar de eso se partió la crisma. Perfectamente!

é niño?

ño de pecho que él hace criar en secreto; solamente que no ganará nada con eso... porque...

é niño de pecho? De qué se trata?

á, su propio hijo, que ha tenido de mademoiselle Lidia Akhmakova... "Una chica muy linda, me traía loco.. . " Cerillas de fósforo, eh?

é significan esas tonterías? Él no ha tenido nunca ningún niño de Akhmakova.

ónde estaba yo entonces? Me parece sin embargo que soy doctor y comadrón. Me llamo Stebelkov. No me conoce usted? Cierto que en aquella época yo ya no ejercía desde hacía mucho tiempo, pero podía dar un consejo práctico en un caso práctico.

édico... Usted ha estado en el parto de Akhmakova?

ía por allá, en las afueras, un doctor Granz, cargado de familia, se le pagó medio tálero, lo que se da allí a los doctores, y además la verdad era que nadie lo había llamado. En fin, él estaba allí, en mi puesto... Fui yo quien lo recomendé, para espesar las tinieblas. Me comprende usted? Por mi parte, no hice más que dar un consejo práctico respecto a la pregunta de Versilov, de Andrés Petrovitch, una pregunta completamente secreta, de oído a oído. Pero Andrés Petrovitch prefirió seguir dos liebres.

ás profundo.

ás bien en el pueblo. Por mi parte, yo digo: las excepciones constantemente repetidas llegan a ser la regla general. Él cazó una segunda liebre, es decir, un buen ruso, una segunda señora, y de resultado nulo. Un pájaro en mano vale más que ciento volando. Cuando hace falta obrar aprisa, se pone a holgazanear. La verdad es que Versilov es "un profeta para buenas mujeres", como el joven príncipe Sokolski lo calificó tan bien delante de mí. No, usted me agrada. Si quiere saber muchas cosas sobre Versilov, venga a verme.

ás en mi vida había oído yo hablar del niño de pecho. En aquel instante se oyó abrirse la puerta de las vecinas y alguien entró rápidamente en la habitación de las mismas.

úmero l7. Vengo de la Oficina de Direcciones - gritó una voz irritada de mujer.

ían todas las palabras. Stebelkov frunció las cejas y levantó el dedo más alto que su cabeza.

ábamos de él, y helo aquí... Helos aquí a los dos, las excepciones completamente repetidas!

ápidamente, de un salto, se sentó sobre el diván, y pegó la oreja a la puerta contra la que estaba adosado aquel mueble.

í terriblemente sorprendido. Comprendí que aquel grito debía proceder de la joven que se había escapado hacía un momento con una agitación tan grande. Pero por qué misterio se hablaba allí de Versilov? Bruscamente resonó de nuevo el grito de hacía un momento, un grito histérico, grito de un ser loco de cólera a quien se le niega algo o a quien se le impide que haga alguna cosa. La única diferencia fue que los gritos y los aullidos duraron todavía más tiempo. Era una lucha, palabras precipitadas, rápidas: "No quiero, no quiero", "Devuélvemelo, devuélvemelo inmediatamente", o bien algo por el estilo, no llego a recordarlo con exactitud. Seguidamente, como hacía un momento, alguien saltó bruscamente hacia la puerta y la abrió. Las dos vecinas se lanzaron por el pasillo, la una, como poco antes, sujetando por lo visto a la otra. Stebelkov, que desde hacía largo rato se había bajado del diván y prestaba oído con complacencia, no dio más que un respingo hacia la puerta y con toda frescura corrió derechamente hacia las vecinas. Pero su aparición en el corredor causó el efecto de un cubo de agua helada: las vecinas se eclipsaron vivamente cerrando con estrépito. Stebelkov hizo ademán de correr tras ellas, pero se detuvo, levantando el dedo, sonriendo y reflexionando; aquella vez distinguí en su sonrisa algo extremadamente maligno, sombrío y siniestro. Viendo a la patrona plantada de nuevo delante de su puerta, corrió cerca de ella andando de puntillas; después de haber cuchicheado dos minutos con la mujer y obtenido indudablemente algunos datos, volvió a la habitación con un paso majestuoso y decidido, cogió de la mesa su chistera y se encaminó hacia el cuarto de las vecinas. Por un instante se quedó escuchando a la puerta, pegando la oreja a la cerradura y dirigiendó al otro extremo del corredor un guiño victorioso a la patrona, que le amenazaba con el dedo y balanceaba la cabeza como si dijera: " Curiosón, curiosón! " En fin, con aire decidido, pero infinitamente delicado, casi tronchándose de delicadeza, golpeó con los nudillos en la habitación de las vecinas. Se oyó una voz:

én está ahí?

án ustedes permiso para entrar? Se trata de un asunto de la mayor importancia - declaró Stebelkov con voz alta y digna.

ó, al. principio un poco, la mitad; pero Stebelkov había empuñado ya fuertemente la manija y no habría dejado que se cerrara. La conversación se inició: Stebelkov hablaba en voz alta, insistiendo en penetrar en la habitación; no me acuerdo de las palabras, pero se trataba de Versilov; él podía dar noticias, explicaciones. "No, pregúntenme a mí, a mí. Vénganme a ver", y así sucesivamente. Le hicieron entrar a toda prisa. Me volví junto al diván y me puse a escuchar, pero no llegué a entenderlo todo: oía solamente que se nombraba con frecuencia a Versilov. Por la entonación de la voz adivinaba que Stebelkov dirigía ya la conversación y no hablaba ya insidiosamente, sino con imperio y con un tono desenvuelto, como hacía un momento conmigo: "Ustedes me comprenden? Déjenme ahora avanzar un poco más", etc., etc. Por lo demás, debía mostrarse extraordinariamente amable con las mujeres. Por dos veces había resonado su risa sonora, y desde luego inoportuna, porque, junto a su voz y a veces dominándola, se oían las voces de dos mujeres, que estaban muy lejos de expresar alegría; sobre todo la de la más joven, aquella que había lanzado los gritos; hablaba mucho, nerviosamente, aprisa, sin duda para acusar y quejarse, y reclamar justicia. Pero Stebelkov no se quedaba atrás; elevaba el tono más y más, y se reía con mayor frecuencia; la gente de esta clase no sabe escuchar a los demás. Me aparté bien pronto del diván, porque me pareció vergonzoso estar allí escuchando, y volví a ocupar mi antiguo sitio ante la ventana, sobre la silla de enea. Estaba persuadido de qua Vassine no sentía ningún aprecio por aquel individuo, pero también me figuraba que, si le manifestaba yo mi opinión, inmediatamente tomaría su defensa con una dignidad grave y me daría una lección: "Es un hombre práctico, uno de esos hombres modernos de negocios a los que es imposible juzgar desde nuestro punto de vista general y abstracto." En aquel instante, por lo demás, me acuerdo muy bien, yo estaba moralmente destrozado, el corazón me latía con fuerza y esperaba que ocurriese algo. Transcurrieron así unos diez minutos, y de pronto, en pleno arranque de una carcajada estrepitosa, alguien, exactamente como hacía un momento, saltó de su silla, luego se oyeron los gritos de las dos mujeres, se percibió que Stebelkov se había puesto también en pie de un salto, que hablaba con otro tono, como para justificarse, para suplicar que tuvieran la bondad de escucharlo hasta el final... Pero no le escucharon. Resonaron gritos furiosos: " Fuera de aquí! Usted no es más que un canalla, un sinvergüenza! " Era evidente que lo ponían de patitas en la calle. Abrí la puerta en el instante preciso en que salía del cuarto de las vecinas al pasillo, literalmente expulsado por las manos de aquéllas. Al verme, se puso a gritar, al mismo tiempo que se acercaba a mí, señalándome con el dedo:

í el hijo de Versilov! Si no me creen ustedes, pues bien, he aquí a su hijo, su propio hijo. - Y me cogió imperiosamente por la mano -. Es su hijo, su verdadero hijo! - repetía conduciéndome cerca de las señoras y sin agregar otra explicación.

ás edad, a un paso de ella, en el marco de la puerta. Me acuerdo solamente de que aquella pobre muchacha no era fea: podía tener unos veinte años, pero era delgada y de aspecto enfermizo, rubicunda y pareciéndose un poco a mi hermana en la cara; aquel detalle me atravesó el espíritu y se me ha quedado en la memoria. Únicamente que Lisa no se había encontrado jamás, y naturalmente jamás había podido encontrarse, en un acceso de cólera comparable a aquel en que se hallaba aquella joven frente a mí; tenía los labios blancos, sus ojos de un gris claro echaban chispas, temblaba de indignación. Y me acuerdo también de que yo me sentía en una postura extremadamente estúpida y vergonzosa, porque no encontraba en absoluto nada que decir, todo aquello por culpa de aquel grosero personaje.

é? Si está con usted, es otro sinvergüenza. - Se volvió de repente hacia mí -: Si es usted el hijo de Versilov, pues bien, dígale de mi parte a su padre que es un bribón, un canalla desvergonzado, y que no tengo necesidad de su dinero... Tome, tome, devuélvale inmediatamente todo este dinero.

ó bruscamente del bolsillo algunos billetes de Banco. Pero la mujer de más edad, su madre, como supe en seguida, la cogió por el brazo:

ó una rápida mirada, comprendió, me examinó con desprecio y volvió a entrar en la habitación, pero antes de cerrar la puerta, en el umbral, le dijo una vez más a Stebelkov:

í!

ó a dar una patadita. Seguidamente la puerta se encajó de golpe y la cerraron con llave. Stebelkov, que seguía sujetándome por el hombro, levantó el dedo y, con la boca dilatada en una sonrisa larga y pensativa, fijó sobre mí una mirada interrogadora.

í ridícula a indigna - rezongué indignado.

él no me escuchaba, aunque no apartase de mí sus ojos.

ía que examinar - dijo con aire pensativo.

ómo se ha atrevido usted a mezclarme en todo esto? Qué significa? Quién es esa mujer? Me ha cogido usted por el hombro y me ha arrastrado. Qué quiere decir esto?

"la excepción frecuentemente repetida". Me comprende usted?

ó el dedo en el pecho.

áyase al diablo! - exclamé, rechazándole el dedo.

ás inesperada, se puso a reír con suavidad, largamente, muy contento. Por último se puso el sombrero y, con una fisonomía ya cambiada y adusta, observó frunciendo las cejas:

ía que dar una lección a la patrona... Habría que echarlas del apartamiento. Y lo antes posible además... Ya verá usted. Recuerde lo que le digo, usted lo verá. Diablo - se interrumpió de pronto -, va usted a esperar a Gricha?

é - respondí muy decidido.

ámonos, es igual...

ñadir una sílaba, volvió la espalda, salió y tomó escaleras abajo, sin honrar ni siquiera con la mirada a la patrona que parecía esperar explicaciones y noticias. Yo también cogí mi sombrero y, después de haberle rogado a la patrona que le dijese a Vassine que Dolgoruki había venido, bajé corriendo.

III

ía perdido el tiempo. En cuanto que me vi fuera, me dediqué a la búsqueda de un alojamiento; estaba distraído; estuve andando varias horas por las calles, entré en cinco o seis casas con habitaciones amuebladas, pero estoy seguro de que dejé pasar más de veinte sin mirarlas. Con gran despecho por mi parte, la verdad era que nunca hubiese creído tan difícil encontrar un alojamiento: por todas partes habitaciones como la de Vassine, y muchísimo peores aún, y precios imposibles, a lo menos para mi presupuesto. Yo pedía simplemente un rincón, nada más que para poder tenderme, y me respondían con desprecio que en aquel caso debía dirigirme a los "arrendadores de rincones" (73). Además, por todas partes, una masa de inquilinos rarísimos con los cuales, a juzgar por su aspecto, yo no habría podido vivir jamás; incluso habría pagado para no vivir junto a ellos. Señores sin chaqueta, en chaleco, con la barba hirsuta, curiosos y desverzongados. En una habitación microscópica había diez jugando a las cartas y bebiendo cerveza: me ofrecieron una habitación contigua. Por otra parte, era yo quien respondía tan estúpidanàente a las preguntas de los arrendadores, que se me quedaban mirando con asombro; en un sitio, incluso llegué a enfadarme. Por lo demás, es inútil describir todos estos detalles ínfimos; quería decir únicamente que, hallándome terriblemente cansado, comí algo en una posada cuando ya se hacía casi de noche. Llegué a la resolución definitiva de que iría inmedi. atamente, solo y en persona, a entregarle a Versilov la carta a propósito de la herencia, sin darle la menor explicación, que resolvería mis asuntos por todo lo alto, llenaría la maleta y un maletín y me iría a pasar la noche al hotel. Sabía que al final de la Perspectiva Obukhov, cerca del Arco de Triunfo (74), había albergues en los que se podía conseguir una habitación individual por treinta copeques; decidí por una noche hacer ese sacrificio, a fin de no permanecer por más tiempo en casa de Versilov. Ahora bien, al pasar por delante del Instituto Tecnológico me dieron ganas de pronto de entrar en casa de Tatiana Pavlovna, que vivía enfrente. Como pretexto, tenía el de aquella misma carta a propósito de la herencia, pero mi deseo invencible obedecía naturalmente a otras causas, que por lo demás soy incapaz de explicar hoy: reinaba en mi espíritu una terrible confusión entre "el niño de pecho", "las excepciones que se convierten en regla general" y todo lo demás. Ignoro si lo que quería hacer era contar cosas, o darme importancia, o pelearme, o incluso llorar, pero el caso es que subí la escalera de Tatiana Pavlovna. No había estado en su casa más que una vez, al principio de mi estancia en Petersburgo, a darle no sé qué recado de parte de mi madre, y me acuerdo de que entré, di el recado, y me fui un minuto después, sin sentarme y sin que ella hiciera nada por retenerme.

é. La cocinera me abrió inmediatamente y me hizo entrar en silencio. Todos estos detalles son necesarios para hacer eomprender cómo pudo producirse un acontecimiento tan loco, que ha tenido una importancia tan colosal sobre todo lo demás. Primeramente la cocinera. Era una finlandesa colérica y chata que, según creo, detestaba a su ama, Tatiana Pavlovna, la cual, por el contrario, no podía separarse de ella, por una de esas pasiones que sienten las viejas por los perros muy viejos ya y de nariz húmeda o por los gatos perpatuamente dormidos. La finlandesa, o bien rezongaba y gruñía, o bien, después de alguna disputa, no abría la boca durante semanas enteras, para castigar a su ama. Sin duda yo había caído en uno de aquellos días de silencio, porque, a mi pregunta: " Está la señora en casa? ", que recuerdo positivamente haberle hecho, no respondió, y se volvió a la cocina sin decir esta boca es mía. Después de eso, naturalmente, persuadido de que la señora estaba en casa, entré, y, no encontrando a nadie, aguardé, pensando que Tatiana Pavlovna iba a salir de su habitación; no siendo así, por qué la cocinera me habría hecho pasar? Me quedé de pie dos o tres minutos; caía la noche y el apartamiento de Tatiana Pavlovna, ya sombrío de por sí, se tornaba aún menos acogedor debido a las oleadas de cretona que colgaban por todas partes. Dos palabras sobre este feo apartamiento, para hacer comprender el sitio donde sucedió la cosa. Tatiana Pavlovna, visto su carácter autoritario y terco y sus viejas fantasías señoriales, no podía acomodarse a una habitación amueblada: había alquilado aquella parodia de apartamiento únicamente para vivir por su cuenta y ser dueña en su casa. Aquellas dos habitaciones eran literalmente dos jaulas de canarios, pegadas la una a la otra, una más pequeña que la contigua, en el segundo piso y con vistas al patio. Al entrar se encontraba uno primeramente con un pequeño pasillo angosto, de una longitud de un metro poco más o menos; a la izquierda, las dos jaulas de canarios ya mencionadas; y todo derecho, al fondo del corredor, la entrada de una cocina minúscula. Los catorce metros cúbicos de aire, indispensables al hombre para una duración de doce horas, quizá existían allí, pero seguramente poco más. Las habitaciones eran espantosamente bajas y, para colmo de estupidez, las ventanas, las puertas, los muebles, todo, todo estaba tapizado o cubierto de cretona, de hermosa cretona francesa, con festones; pero la habitación parecía así dos veces más sombría y semejaba el interior de una diligencia. En la habitación donde yo aguardaba se podía, con cierto trabajo, darse la vuelta, aunque todo estuviese lleno de muebles, por lo demás no feos del todo: había allí toda clase de mesitas de marquetería con adornos de bronce, cajitas y un tocador exquisito a incluso rico. Pero el cuartito siguiente de donde yo esperaba verla salir, su alcoba, separada de esta otra habitación por una cortina, no contenía literalmente, como lo supe en seguida, más que una cama. Todos estos detalles son indispensables para comprender la estupidez que cometí.

í, pues, aguardaba sin experimentar la menor duda, cuando sonó la campanilla. Oí como la cocinera recorría el pasillo sin apresurarse y dejaba entrar en silencio, exactamente como había hecho conmigo hacía un momento, a varias visitas. Eran dos señoras y las dos hablaban en voz alta, pero cuál no fue mi asombro cuando, por la voz, reconocí en una a Tatiana Pavlovna y en la otra a la mujer con la que menos preparado estaba a encontrarme en aquellos momentos, sobre todo en aquel ambiente! No había error posible; el día anterior yo había escuchado aquella voz sonora, fuerte y metálica, tres minutos solamente, es verdad, pero era una voz que se había quedado en mi corazón. Sí, era desde luego "la mujer de ayer". Qué hacer? No dirijo en modo alguno esta pregunta al lector. Trato de representarme solamente para mí mismo aquel minuto y todavía hoy me resulta absolutamente imposible explicarme cómo pudo suceder que me lanzase de repente detrás de la cortina y me encontrase en el dormitorio de Tatiana Pavlovna. En una palabra, me escondí y apenas tuve tiempo de dar aquel bote cuando ellas entraban. El por qué no les salí al encuentro en lugar de ocultarme, lo ignoro; todo aquello pasó por casualidad, sin que yo me diera cuenta.

ón, tropecé con la cama y observé inmediatamente que había una puerta que se abría a la cocina, por tanto una salida posible en caso de necesidad y por la cual se podía escapar perfectamente. Pero, horror!, la puerta estaba cerrada con llave y la llave no estaba en la cerradura. Llevado por la desesperación, me dejé caer en la cama; para mí estaba claro que ahora iba a escuchar la conversación y, desde las primeras frases, desde los primeros sonidos, adiviné que su entrevista era secreta y muy delicada. Oh!, desde luego, un hombre noble y leal habría debido levantarse, incluso en aquel momento, salir y decir en alta voz:. " Estoy aquí, esperen! " y, a pesar del ridículo de su situación, pasar adelante; pero no me levanté y no salí; de la manera más innoble, me dio miedo.

ía, me apena usted profundamente - suplicaba Tatiana Pavlovna -, cálmese de una vez, eso no va bien con su carácter. Dondequiera que usted está reina la dicha, y he aquí que de pronto... Pero, por lo que a mí respecta, al menos, espero que continúe usted creyéndome, sabe hasta qué punto la estimo. Por lo menos tanto como a Andrés Petrovitch, a quien sin embargo no oculto mi eterna fidelidad... Pues bien, créame, se lo juro por mi honor, él no tiene ese documento, y quizá no lo tiene nadie; por otra parte, él es incapaz de semejantes intrigas y hace usted mal en sospechar de él. Son ustedes dos los que se han imaginado esta hostilidad...

él es capaz de todo. Ayer, no hago más que llegar, y mi primer encuentro es con ese él se ha encargado de imponerle al príncipe.

íncipe, de lo contrario habría perdido la cabeza en Moscú o se habría muerto de hambre. Por lo menos tales son los informes que he recibido de allí; y sobre todo ese muchacho grosero no es más que un imbécil, cómo iba a hacer de espía?

í, un imbécil, lo que no le impide por otra parte que sea un sinvergüenza. Si yo no hubiese tenido tanta rabia, me habría muerto de risa ayer: se puso pálido, se aturulló, se dio importancia, se puso a hablar en francés. Y decir que en Moscú María Ivanovna me hablaba de él como de un genio! Esa maldita carta está intacta y se encuentra en alguna parte, en el sitio más peligroso, lo he deducido por la cara que ponía esa María Ivanovna.

ú, yo tenía todavía la esperanza de que no quedase rastro del papel, pero ahora, ahora...

ío la apreciaba más que a todas sus sobrinas. Cierto que yo no la conozco bien, pero usted debería hacerle un poco la corte, querida. No le costaría ningún trabajo obtener la victoria: yo misma, que soy ya una vieja, pues bien, estoy enamorada de usted, dispuesta a abrazarla. Qué le costaría a usted seducirla a ella?

én es astuta... No, es un carácter entero y original, un carácter moscovita... Figúrese usted que me ha aconsejado que me dirija aquí a un tal Kraft, que fue pasante de Andronikov; quizá él supiese algo. Yo ya tenía alguna idea de este Kraft a incluso creo recordarlo un poco. Pero en el momento en que me habló de ese Kraft tuve de repente la convicción de que, lejos de ignorar el asunto, ella miente, ella lo sabe todo.

é, para qué todo eso? En todo caso es posible informarse en casa de ese Kraft. Es un alemán, muy poco hablador y muy honrado, me acuerdo de él. Desde luego, haría falta preguntarle. Sólo que creo que no está ya en Petersburgo...

ó ayer, vengo ahora de su casa... Por eso precisamente me ve usted tan alarmada, me tiemblan los brazos y las piernas. Quería preguntarle, ángel mío, Tatiana Pavlovna, puesto que usted conoce a todo el mundo, no habría medio de buscar entre sus papeles? Seguramente ha dejado papeles. A quién irán a parar? Caerán también éstos en manos peligrosas? He venido a pedirle a usted consejo.

é papeles habla usted? - preguntó Tatiana Pavlovna, que no comprendía nada de aquello -. Acaba de decirme usted misma que viene de casa de Kraft.

í, de allí vengo, pero él se ha matado. Ayer por la noche.

é abajo de la cama. Había podido quedarme quieto oyéndome tratar de espía y de idiota; cuanto más avanzaban ellas en su conversación, menos posible me parecía presentarme. Era inconcebible! Resolví esperar, con el corazón latiéndome apenas, hasta el momento en que Tatiana acompañaría hasta la puerta a la visitante (si, para suerte mía, no tenía necesidad de entrar antes en su aicoba), y en seguída, una vez que se fuera Akhmakova, estaba dispuesto a entendérmelas con Tatiana Pavlovna... Pero cuando, al enterarme de la muerte de Kraft, salté de la cama, me vi dominado por una especie de convulsión. Sin pensar ya en nada, sin razonar, sin darme cuenta, di un paso, levanté la cortina y me encontré frente a ellas. Había aún bastante claridad para que se me pudiese ver pálido y tembloroso... Lanzaron un grito. Cómo no gritar?

í, volviéndome hacia Akhmakova -. Se ha matado? Ayer? A la puesta de sol?

ónde estabas?~ De dónde sales? - chilló Tatiana Pavlovna, que me clavó literalmente las uñas en el hombro -. Nos espiabas? Nos estabas escuchando?

é le decía yo a usted? - preguntó Catalina Nicolaievna, levantándose del diván y señalándome con el dedo.

í de mis casillas.

ás que mentiras y estupideces! - interrumpí furioso -. Hace un momento me ha tratado listed de espía! Señor! Vale la pena, no digo yo espiar, sino solamente vivir aquí en este mundo, al lado de gente como usted? Los hombres generosos acaban en el suicidio. Kraft se ha matado por la idea, por Hécuba... pero, cómo va usted a conocer a Hécuba?... Aquí se está condenado a vivir en medio de vuestras intrigas, a chapotear entre vuestras mentiras, vuestros engaños, vuestros manejos subterráneos... Basta ya!

éle una bofetada! Déle una bofetada! - gritó Tatiana Pavlovna.

ándome (me acuerdo de todo, -hasta del más mínimo detalle) sin desviar los ojos, pero sin moverse del sitio, Tatiana Pavlovna iba en el mismo instante a ejecutar en persona su consejo... tanto que a pesar mío levanté la mano para protegerme el rostro. A causa de aquel gesto, le pareció que la amenazaba.

ás fuerte, por qué preocuparte de unas pobres mujeres?

é -. Nunca levantaré la mano contra una mujer! Es usted una desvergonzada, Tatiana Pavlovna, me ha despreciado siempre. Para qué respetar a la gente? Se ríe usted, Catalina Nicolaievna? Sin duda será de mi cara: sí, Dios no me ha dado un semblante como el de sus ayudantes de campo. Y sin embargo frente a usted no me siento humillado, sino, al contrario, superior... En fin, poco importan las palabras, pero no soy culpable. He venido aquí por casualidad, Tatiana Pavlovna. La única culpable es esa cocinera finlandesa que usted tiene, o, por decirlo mejor, la pasión que usted tiene por ella: por qué no me ha contestado cuando le he preguntado si usted estaba y por qué me ha conducido aquí sin decir palabra? Luego, usted comprenderá, me ha parecido tan monstruoso salir del dormitorio de una mujer, que he decidido soportar en silencio todos sus insultos antes que mostrarme... Se sigue usted riendo, Catalina Nicolaievna?

í! - gritó Tatiana Pavlovna, casi empujándome -. No le tome usted en cuenta sus mentiras, Catalina Nicolaievna, ya le dije antes que desde Moscú me lo han descrito siempre como un chiflado.

ú? Quién y cómo? Pero poco importa, basta ya. Catalina Nicolaievna, se lo juro por lo que hay para mí de más sagrado: esta conversación y todo lo que he oído quedará entre nosotros... Es culpa mía si he descubierto sus secretos? Además desde mañana dejo de ir a casa de su padre. Así es que puede usted estar tranquila sobre la suerte del documento que está buscando.

ómo...? De qué documento habla usted?

ó tanto, que se puso muy pálida. Quizá sólo me lo pareció. Comprendí que había dicho demasiado.

í rápidamente. Me acompañaron sus miradas silenciosas en las que se leía un extraordinario asombro. En una palabra. yo les había planteado un enigma...

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Notas
Indice de los personajes