Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Segunda parte. Capítulo II

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO II

I

ñana, 15 de noviembre, me lo encontré en casa del "príncipe Serioja". Era yo quien se lo había presentado al príncipe, pero, aun sin mi intervención, tenían bastantes puntos de contacto (me refiero a aquellas viejas historias de lo ocurrido en el extranjero, etc.). Además, el príncipe le había dado su palabra de asignarle por lo menos un tercio de la herencia, lo que vendría a representar unos veinte mil rublos. Me acuerdo de que me pareció muy raro que no le asignase más que un tercio y no la mitad; pero no dije nada. Aquella promesa la había dado el príncipe por su propia iniciativa; Versilov no había pronunciado la menor palabra ni aventurado la más mínima alusión; el príncipe mismo fue quien dio los primeros pasos, y Versilov admitió la cosa en silencio y no volvió a mencionarla nunca; jamás mostró acordarse en forma alguna de la promesa. Diré de paso quc el príncipe, al principio, se mostró totalmente encantado con él, en particular con sus discursos; llegó incluso a entusiasmarse y me lo dijo en varias ocasiones. Exclamaba a veces, a solas conmigo y casi con desesperación, que era "tan inculto, que llevaba un camino tan equivocado...". La verdad es queéramos entonces tan amigos... ! Por mi parte me esforzaba en hacer que Versilov adquiriera una buena opinión del príncipe, defendía sus defectos, aunque los veía muy bien; pero Versilov se quedaba silencioso o sonreía.

-Si tiene defectos, para mí por lo menos tiene tantas cualidades como defectos! - exclamé un día, plantándole cara a Versilov.

-Cómo lo adulas, gran Dios! - se burló.

é? - pregunté sin comprender.

-Tantas cualidades!Pues hará milagros, si tiene tantas cualidades como defectos!

ón. En una palabra, evitaba entonces hablar del príncipe, como en general evitaba hablar de todos los problemas esenciales; pero del príncipe todavía más. Yo sospechaba ya que iba a ver al príncipe cuando yo no estaba y que sostenía con él relaciones particulares, pero aquello no me molestaba. Tampoco me sentía celoso porque le hablase más seriamente que a mí, de manera más positiva, por así decirlo, con menos ironía; pero yo era entonces tan feliz, que incluso aquello me agradaba. Hasta lo excusaba con el hecho de que el príncipe era un poco torpe y, además, le gustaba la precisión en los términos y era incluso incapaz de comprender algunas bromas. Pues bien, en los últimos tiempos, empezaba a emanciparse. Hasta sus sentimientos hacia Versilov parecían cambiar. Versilov, siempre sensible, no dejó de notarlo. Advertiré también que el príncipe cambió al mismo tiempo respecto a mí, incluso de una manera demasiado visible; de nuestra amistad primitiva, casi calurosa, no quedaban sino algunas fórmulas muertas. Sin embargo yo continuaba yendo a su casa; por lo demás, cómo habría podido obrar de otra manera, una vez embarcado en todo aquello?Oh, qué novato era yo entonces! Es posible que la sencillez de corazón pueda conducir a un hombre a un grado semejante de torpeza y de humillación? Aceptaba dinero de él y creía que aquello no tenía importancia. O, mejor dicho, no es eso: yo sabía ya que era algo que no se debía hacer, pero apenas pensaba en eso. No era por el dinero por lo que yo iba allí, aunque me hiciese una falta terrible. Yo sabía que no iba allí por el dinero, pero comprendía que iba cada día a coger dinero. Pero yo estaba ya metido en el torbellino y además mi alma se ocupaba entonces de otra cosa completamente distinta:en mi alma había un cántico!

Al entrar, a eso de las once de la mañana, me encontré a Versilov terminando una larga parrafada; el príncipe escuchaba dando zancadas por la habitación y Versilov estaba sentado. El príncipe parecía estar un poco turbado. Versilov tenía casi siempre el don de turbarlo. El príncipe era un ser extremadamente receptivo, hasta la ingenuidad, lo que muchas veces me impulsaba a mirarlo por encima del hombro. Pero, lo repito, en aquellos últimos días había aparecido en él una especie de malignidad declarada. Se interrumpió al verme y el rostro pareció contraérsele. Por mi parte yo sabía cómo explicarme aquella mañana su aire sombrío, pero no esperaba un cambio tal de fisonomía. Sabía que se le habían acumulado toda clase de dificultades, pero la lástima era que yo no conocía más que la décima parte; por aquel entonces el resto era para mí un secreto absoluto. Era algo estúpido y desagradable, porque yo me permitía a menudo consolarlo y darle consejos, me burlaba olímpicamente de su debilidad, reprochándole que se desanimara "por semejantes tonterías". Él guardaba silencio; pero era imposible que no me odiase terriblemente en aquellos momentos: yo estaba en una situación demasiado falsa, sin ni siquiera sospecharlo. Oh, Dios es testigo, yo no sospechaba lo esencial!

ó cortésmente la mano y Versilov inclinó la cabeza sin interrumpir su discurso. Me senté en el diván. Qué aires me daba yo entonces, qué ademanes! Me hacía el importante, trataba a sus amigos como si fueran los míos... Oh, si hubiese algún medio para volver atrás, de qué manera más distinta me comportaría!

Dos palabras, para no olvidarme: el príncipe vivía entonces en el mismo apartamiento, pero ahora lo ocupaba casi del todo; la propietaria, Stolbieieva, no había pasado allí más que un mes y había vuelto a marcharse.

II

Hablában de la nobleza. Haré constar que esta idea atormentaba mucho al príncipe, a pesar de sus aires de progresista, y hasta sospecho que muchos aspectos malos de su vida provienen de ahí, han tenido ese comienzo: herido por su título de príncipe y privado de fortuna, se pasó toda la existencia derrochando dinero por falso orgullo y se cubrió de deudas. Versilov le insinuó muchas veces que no era en eso en lo que consistía la nobleza y se esforzó en hacer penetrar en su corazón un concepto más elevado; pero el príncipe acabó por ofenderse de que se le quisiera dar lecciones. Evidentemente era una escena de este tipo la que se estaba representando aquella mañana, pero yo no había asistido al comienzo. Las palabras de Versilov me parecieron al principio reaccionarias, pero se corrigió en seguida.

ía él (reproduzco tan sólo el sentido, por lo que recuerdo aún) -. Cuando en un estado domina una clase privilegiada, el país es fuerte. La clase dominante tiene siempre su honor y su religión del honor, que puede por lo demás ser falsa, pero que sirve de cimiento y consolida la nación; es útil moralmente y todavía más en política. Pero los esclavos sufren, quiero decir, todos los que no pertenecen a esa casta. Para que no sufran, se les concede la igualdad de derechos. Es lo que se ha hecho entre nosotros, y está muy bien. Pero todas las experiencias que han tenido lugar hasta ahora y en todas partes (es decir, en Europa) muestran que la igualdad de derechos arrastra consigo una mengua del sentimiento del honor, y por consiguiente del deber. El egoísmo ha reemplazado la antigua idea que servía de cimiento al país, y todo se ha disuelto en libertad de los individuos. Los hombres, liberados, al quedarse sin idea que les sirva de cimiento, han perdido por fin tan totalmente toda idea superior, que incluso han cesado de defender su libertad. Pero la nobleza rusa no se ha parecido nunca a la de Occidente. Aun hoy, después de haber perdido sus derechos, nuestra nobleza podría seguir siendo un orden superior, conservador del honor, de las luces, de la ciencia y de las ideas superiores, sobre todo al cesar de ser una casta cerrada, lo que entrañaría la muerte de la idea. Al contrario, las puertas de la nobleza se han entreabieito en nosotros desde hace mucho tiempo; hoy ha llegado el instante de abrirlas definitivamente. Que cada proeza del honor, de la ciencia y de la valentía confiera a cada uno de nosotros el derecho de adherirse a esa categoría superior. De esa forma la clase degenera por sí misma en una reunión de las mejores, en el sentido literal y verdadero, y no en el sentido antiguo de casta privilegiada. Bajo esta forma nueva o, por mejor decir, renovada, esta clase podría mantenerse.

íncipe enseñó los dientes:

-Qué quedará entonces de la nobleza? Lo que usted proyecta es una especie de logia masónica, no es nobleza ya.

Lo repito, el príncipe era espantosamente inculto. Llegué a darme una vuelta en el diván, lleno de despecho, aunque tampoco estuviera completamente de acuerdo con Versilov. Versilov comprendió que el príncipe estaba irritado.

-Ignoro en qué sentido habla usted de masonería - respondió -, pero si incluso un príncipe ruso rechaza una idea semejante,pues bien!, es que el momento no ha llegado todavía. La idea del honor y de la instrucción como regla de conducta de cualquiera que desee adherirse a una corporación no cerrada y renovada sin cesar es evidentemente una utopía, pero por qué había de ser imposible? Si esta idea está viva, aunque no sea más que en algunos cerebros, no está perdida, brilla como un punto luminoso en medio de profundas tinieblas.

"idea superior", "gran idea", " idea que cimenta" y así sucesivamente. Me gustaría saber qué es lo que entiende usted precisamente por "gran idea".

-No sé muy bien qué responderle, querido príncipe - dijo Versilov con fina burla -; si le confieso que soy totalmente incapaz de responderle, seré más exacto. Una gran idea es por lo general un sentimiento que durante mucho tiempo permanece sin definición. Sé solamente que eso ha sido siempre lo que ha dado nacimiento a la vida viviente (92), es decir, no libresca y ficticia, sino, al contrario, alegre y sin fastidio. Por eso la idea superior, de la que emana, es absolutamente indispensable, en desacuerdo con todos, naturalmente.

é en desacuerdo con todos?

-Porque es fastidioso vivir con ideas. Sin ideas, siempre se está alegre.

íncipe se tragó la píldora.

é es entonces, según usted, esa vida viviente? -Era claro que estaba muy furioso.

-Tampoco yo lo sé, príncipe; sé simplemente que debe de ser algo infinitamente simple, totalmente ordinario, que salta a los ojos cada día y a cada minuto; tan simple, que nos cuesta trabajo creer que sea una cosa tan sencilla delante de la cual pasamos con toda naturalidad desde muchos millares de años, sin observarla ni reconocerla.

-Quería decir únicamente que la idea que usted tiene de nobleza es al mismo tiempo la negación de la nobleza - dijo el príncipe.

é que la nobleza tal vez no ha existido nunca entre nosotros.

-Todo eso es terriblemente sombrío y oscuro. De qué sirve hablar tanto? En mi opinión, lo que habría que hacer es desarrollar...

íncipe se arrugó. Inquieto, lanzó una mirada al reloj. Versilov se levantó y cogió su sombrero:

-Desarrollar? - dijo -. No, vale más no desarrollar nada, y además mi debilidad es la de hablar sin nada de desarrollos. Sí, es la verdad. Otra cosa rara: si alguna vez me pongo a desarrollar una idea en la que creí, casi siempre, al final de mi alegato, yo mismo dejo de creer en ella. Me temo que hoy pasaría igual. Hasta la vista, mi querido príncipe. La verdad es que en casa de usted me dejo arrastrar por la charla; no tengo perdón.

ó. El príncipe lo acompañó cortésmente, pero yo estaba ofendido.

-Por qué se amohína usted? - preguntó de improviso, sin mirarme y pasando a mi lado sin detenerse.

-Me amohíno - empecé a decir con un temblor en la voz - porque encuentro en usted un cambio tan extraño respecto a mi e incluso respecto a Versilov, que... Sin duda, Versilov ha empezado quizá de una manera un poco reaccionaria, pero en seguida ha rectificado y... tal vez había en sus palabras un pensamiento profundo, pero usted no ló ha comprendido y...

ó, casi enfadado.

íncipe, ésas son palabras que...

-Hágame el favor de no recurrir a gestos dramáticos! Se lo ruego! Lo sé, lo que hago es indigno, soy un pródigo, un jugador, un ladrón quizá... Sí, un ladrón, puesto que pierdo el dinero de mi familia, pero no quiero jueces por encima de mí. No quiero, no lo toleraré. Yo soy mi propio juez. Y, a qué vienen esas ambigüedades? Si tiene algo que decirme, que lo diga francamente, en lugar de perderse en profecías nebulosas. Pero, para decírmelo, hace falta tener derecho para ello, hace falta que uno mismo sea honrado...

-Ante todo no he estado presente en el comienzo a ignoro de qué está usted hablando; además, en qué no es honrado Versilov? Permítame que le haga la pregunta.

-Basta, se lo ruego, basta! Ayer me pidió usted tresciento rublos:helos aquí!

ó el dinero sobre la mesa, se sentó en un sillón, se dejó caer nerviosamente sobre el respaldo y cruzó las piernas. Me detuve, turbado:

-No sé... - balbuceé -. Es verdad que se los he pedido... y ese dinero me es muy necesario, pero, en vista de ese tono...

-Déjese de tonos. Si he pronunciado alguna palabra ofensiva, excúseme. Le aseguro que tengo otras preocupaciones. Escuche una cosa importante: he recibido una carta de Moscú. Usted sabe que mi hermano Sacha, niño todavía, ha muerto hace tres días. Mi padre, como usted sabe también, hace dos años que está paralítico y me escriben que ha empeorado, que ya no puede articular una palabra y que no reconoce a nadie. Allá abajo se regocijan de antemano, a causa de la herencia, y quieren llevárselo al extranjero; pero el médico me escribe que no le quedan más de quince días de vida. Por tanto nosotros nos quedamos, mi madre, mi hermana y yo, y de esta forma me encuentro poco más o menos solo... En una palabra, heme aqui solo... Esa herencia... esa herencia, oh, quizás habría sido mejor que no hubiese llegado nunca! Pero he aquí lo que tenía que comunicarle a usted: de esa herencia le he prometido a Andrés Petrovitch un mínimo de veinte mil rublos. Ahora bien, hágase cargo de que las diversas formalidades me han impedido hacer nada hasta ahora. E incluso yo... es decir, nosotros... bueno, mi padre, todavía no ha tomado posesión de esos bienes. Sin embargo he perdido tanto dinero estas tres últimas semanas, y ese sinvergüenza de Stebelkov cobra unos intereses tales... Acabo de darle a usted poco más o menos mis últimos...

-Oh, príncipe, si es así.. . !

á hoy seguramente dinero, y habrá bastante de momento, pero,qué mal bicho es ese Stebelkov! Le he suplicado que me busque diez mil rublos, para poderle dar al menos esa cantidad a Andrés Petrovitch. Mi promesa de cederle ese tercio de la herencia me atormenta, me martiriza. He empeñado mi palabra y debo cumplirla. Y, se lo juro a usted, ardo en deseos de librarme de mis compromisos, por lo menos en lo que a eso se refiere. Son compromisos pesados, muy pesados, insoportables! Es una obligación que me pesa... No puedo ver a Andrés Petrovitch, porque no puedo mirarlo a la cara... Por qué abusa él entonces?

é abusa, príncipe? - me detuve asombrado ante él -. Es que alguna vez le ha hecho a usted alusiones?

-Oh, no, y se lo agradezco! Pero me odio a mí mismo. En fin, me torturo más y más... Ese Stebelkov...

-Escuche, príncipe, cálmese, se lo ruego. Veo que cuanto más insiste usted, tanto más trastornado se siente. Y sin embargo todo eso no es quizá tal vez más que un espejismo. Oh!, yo también me he torturado, imperdonablemente, bajamente; pero sé que eso es pasajero... Me bastaría con ganar una pequeña suma y luego... dígame, con estos trescientos, serán dos mil quinientos los que le debo, no es así?

íncipe, mostrando de pronto los dientes.

-Usted ha dicho: diez mil a Versilov. Si yo acepto ahora el dinero de usted, será porque entra a cuenta de los veinte mil de Versilov. No lo aceptaría de otra forma. Pero... pero se lo devolveré yo mismo con toda seguridad... Cree quizá que Versilov viene a su casa a causa de su dinero?

ía mejor, si viniera a causa de su dinero --- dijo el príncipe enigmáticamente.

-Habla usted de una "obligación que le pesa"... Si se trata de Versilov y de mí, es ofensivo. En fin; usted dice: por qué no es él mismo lo que quiere que sean los demás?He ahí su lógica! Ante todo, eso no es lógica, permítame que se lo diga; aunque él no fuera lo que exige ser, eso no le impediría predicar la verdad... Además, por qué esa palabra, "predica"? También dice usted: "profeta". Dígame, fue usted quien lo trató de "profeta para buenas mujeres" en Alemania?

-Stebelkov me ha dicho que sí.

--Ha mentido. No soy capaz de poner motes tan divertidos. Pero si alguien se dedica a predicar la virtud, que sea él mismo virtuoso: he ahí mi lógica, y si es falsa, poco me importa. Quiero que él sea así, y así lo será. Y que nadie se atreva a venir a mi casa a juzgarme y a tratarme como a un crío! Ya está bien - me gritó haciendo un ademán con la mano para que no continuara -. Ah, al fin!

ó y Stebelkov entró.

ás, creyéndose más listo que los otros, y muy satisfecho de sí mismo. Pero en esta ocasión, al entrar, lanzó una curiosa ojeada circular; había en su mirada no sé qué particularmente prudente y penetrante; se habría dicho que trataba de adivinar algo por nuestras fisonomías. Por lo demás, se calmó instantáneamente y una sonrisa plena de presunción se abrió en sus labios, esa sonrisa de "solicitante insolente" que me era tan inmensamente desagradable.

Yo sabía desde hacía tiempo que él atormentaba mucho al príncipe. Había ya venido una o dos veces en mi presencia. Yo... también yo había tenido que ver con él por cuestión de negocios en el pasado mes, pero esta vez, por cierta razón, me quedé un poco sorprendido por su visita.

-Inmediatamente - le dijo el príncipe, sin decirle siquiera buenos días, y, volviéndonos la espalda, sacó de su mesa escritorio papeles y cuentas.

Yo estaba personalmente ofendido en serio por las últimas palabras del príncipe; la alusión a la falta de honestidad de Versilov era tan clara (y tan sorprendente! ), que era imposible dejarla pasar sin una explicación radical. Pero delante de Stebelkov no se podía soñar en eso. Me tumbé de nuevo sobre el diván y abrí un libro que estaba ante mí.

é al príncipe, con tono probáblemente muy falso.

Él estaba muy ocupado y se daba prisa, pero al oír aquellas palabras se volvió bruscámente:

-Se lo ruego, deje ese libro tranquilo - exclamó con tono tajante.

Aquello pasaba ya de los límites. Sobre todo en presencia de Stebelkov. Como si lo hiciera adrede. Stebelkov esbozó un visaje innoble y astuto y con un guiño de ojos me hizo señal por detrás del príncipe. Me aparté de aquel imbécil.

íncipe. Se lo cedo al hombre más esencial y me eclipso...

ía decidido no enfadarme.

ás esencial? - preguntó Stebelkov, señalándose gozosamente con el dedo.

-Sí, usted lo es. Usted es el hombre más esencial, y además lo sabe muy bien.

í abajo hay en todas partes un segundo. Yo soy ese segundo. Hay el primero, y hay el segundo. El primero hace, y el segundo toma. De esa forma el segundo llega a ser primero, y el primero, segundo. Es verdad o no?

-Es posible, solamente que no le comprendo a usted, como de costumbre.

ítame. En Francia hubo la Revolución, y se guillotinó a todo el mundo. Vino Napoleón, y se apoderó de todo. La Revolución es lo primero, y Napoleón es lo segundo. Pues bien, Napoleón llegó a ser lo primero y la Revolución lo segundo. Es verdad o no?

Diré de paso que cuando se puso a hablar de la Revolución Francesa, volví a encontrar en eso su malicia de la otra vez, que me divertía tanto: seguía viendo en mí a un revolucionario y, todas las veces que me encontraba, juzgaba oportuno algunas frases por aquel estilo.

íncipe, y los dos se retiraron a otra habitación.

Una vez que me quedé solo, decidí definitivamente devolverle sus trescientos rubos en cuanto Stèbelkov se hubiese marchado. Me hacía muchísima falta aquel dinero, pero había tomado mi decisión.

Se quedaron unos diez minutos sin que se oyese nada, y de pronto empezaron otra vez a hablar en voz alta. Hablaban los dos a la vez, pero el príncipe se puso en seguida a gritar: se diría que era víctima de una violenta irritación que casi llegaba a la rabia. Algunas veces era muy violento, y por eso le pasaban muchas cosas. Pero en aquel mismo instante entró un criado; le indiqué la habitación donde se encontraba el príncipe y todo se calmó allí dentro instantáneamente. En seguida, el príncipe volvió a salir, con el rostro preocupado, pero con una sonrisa. El criado se marchó corriendo y, medio minuto después, entraba un visitante.

ñor de unos treinta años como máximo, miembro del gran mundo y de severa apariencia. Debo advertirle al lector que el príncipe Sergio Petrovítch no pertenecía en realidad al gran mundo petersburgués, a pesar del deseo apasionado que tenía de lograrlo (yo estaba enterado de ese deseo), y por consiguiente debía apreciar muchísimo una visita semejante. Eran unas relaciones que, como yo sabía, acababan de trabarse después de grandes esfuerzos del príncipe; el visitante devolvía ahora la visita, pero, por desgracia, cogía desprevenido al dueño de la casa. Vi con qué sufrimiento y con qué mirada de angustia el príncipe se volvió un instante hacia Stebelkov; pero el otro sostuvo aquella mirada como si no pasase nada y, sin pensar lo más mínimo en retirarse, se sentó con aire desenvuelto en el diván y se puso a frotarse los cabellos con la mano, sin duda en señal de independencia. Incluso adoptó un aspecto grave. En una palabra, era imposible. En cuanto a mí, en aquella época, sabía ya comportarme y no habría hecho que nadie tuviera que ruborizarse, pero, cuál no sería mi asombro cuando sorprendí también sobre mi persona aquella mirada angustiosa, lastimera y llena de odio del príncipe?Por tanto, se avergonzaba de nosotros dos, me colocaba al mismo nivel que a Stebelkov! Esa idea me puso furioso; me senté todavía más cómodamente y hojeé el libro con aire de quien no se siente afectado por nada. Stebelkov, por el contrario, abrió ojos tamaños, se inclinó hacia delante y puso oído atento a la conversación, juzgando sin duda que eso era lo cortés y lo amable. El visitante le lanzó una o dos miradas, y también me las lanzó a mí.

ñor había conocido a la madre del príncipe, que procedía de una familia renombrada. Por lo que pude deducir, el visitante, a pesar de su amabilidad y de la aparente sencillez de su tono, era persona muy engreída y se juzgaba tan superior, que una visita suya debía ser, en su opinión, un honor extremo para quien quiera que fuese. Si el príncipe hubiese estado solo, es decir, sin nosotros, estoy convencido de que se habría mostrado más digno y más ingenioso; pero un no sé qué de tembloroso en su sonrisa, quizás afable en exceso, y una distracción extraña lo traicionaban.

No llevaban sentados cinco minutos, cuando fue anunciado otro visitante más, y, como designado por la suerte, también era comprometedor. Yo lo conocía muy bien y había oído hablar mucho de él, aunque él no me conociera en absoluto. Era un hómbre muy joven, de unos veintitrés años aproximadamente, vestido admirablemente, de buena familia y muy bien parecido, pero que no pertenecía desde luego a la buena sociedad. El año anterior todavía servía en uno de los más célebres regimientos de Caballería de la Guardia, pero se había visto obligado a pedir el retiro, y todo el mundo sabía por qué. Sus padres hasta habían llegado a anunciar en los periódicos que no respondían de sus deudas, pero no por eso él cesaba en sus francachelas, encontrando dinero al diez por ciento, jugando de una manera terrible en los casinos y arruinándose por una francesa famosa. Aproximadamente una semana antes había ganado en una velada unos doce mil rublos, y se sentía triunfador. Se llevaba muy bien con el príncipe; con frecuencia jugaban juntos y a medias; el príncipe incluso se estremeció al verlo, lo noté desde mi sitio; aqued muchacho se sentía en todas partes como si estuviera en su casa, hablaba ruidosamente sin cortarse delante de nadie y decía con la mayor desenvoltura todo lo que le pasaba por las mientes, y, desde luego, no se le podía ocurrir que nuestro anfitrión temblase hasta tal punto por su compañía, estando allí su empingorotado visitante.

No había hecho más que entrar, interrumpió la conversación de los dos y se puso en seguida a contar la partida de juego del día anterior, incluso antes de sentarse.

-También estaba usted allí, creo- dijo en su tercera frase, volviéndose hacia el visitante empingorotado, a quien tomaba por uno de los suyos.

és de considerarlo con más atención, exclamó:

-Ah, perdone!, le había tomado a usted por uno de los de ayer.

-Alexis Vladimirovitch Darzan, Hipólito Alexandrovítch Nachtchokine- dijo el príncipe, apresurándose a presentar el uno al otro.

A pesar de todo, aquel muchacho era presentable: el nombre era bueno y conocido; pero, en cuanto a nosotros, no nos había presentado y nos quedamos en nuestros rincones. Yo me negaba en absoluto a volver la cabeza hacia donde estaban. Pero Stebelkov, al ver al joven, esbozó una mueca gozosa y hasta pareció dispuesto a abrir la boca. Todo aquello empezaba a divertirme.

ño pasado en casa de la princesa Veriguina - dijo Darzan.

ó afablemente Nachtchokine.

-Sí, estaba entonces de uniforme, pero gracias a... pero si es Stebelkov! Cómo diablos está aquí? Precisamente a causa de estos caballeretes no llevo ya el uniforme.

Señaló francamente a Stebelkov y se echó a reír. Stebelkov se rió también gozosamente, tomando sin duda aquella frase por una amabilidad. El príncipe se sonrojó y se apresuró a hacerle alguna pregunta a Nachtchokine, mientras que Darsan, después de acercarse a Stebelkov, se enzarzaba con él en una conversación muy animada, pero a media voz.

ó de conocer muy bien en el extranjero a Catalina Nicolaievna Akhmakova, no es así? - le preguntó el visitante al príncipe.

-Oh, sí!, muy bien...

ón Bioring.

. Es verdad! - exclamó Darzan.

ó el príncipe a Nachtchokine con una turbación visible a imprimiendo a su pregunta un acento particular.

-Es lo que me han dicho. Y creo desde luego que ya se habla de eso. Pero no lo sé de forma segura.

Oh, es seguro!-dijo Darzan, aproximándose a ellos-. Dubassov me lo dijo ayer: es siempre el primero en enterarse de esas cosas. Sin embargo, el príncipe debería saber...

ó a que Darzan hubiera acabado y se volvió de nuevo hacia el príncipe:

-Su padre estaba enfermo el mes pasado - observó secamente el príncipe.

-Me parece que es una señorita que ha tenido aventuras - soltó de pronto Darzan.

Levanté la cabeza y me enderecé.

ás que mentitas e infamias... han sido inventados por los... que rondaban en torno de ella, pero que han fracasado.

Después de aquella tonta interrupción me callé y seguí mirando a los asistentes, con el rostro inflamado y el busto erguido. Todo el mundo se volvió hacia el lado donde yo estaba, pero de repente Stebelkov se echó a reír; Darzan, sorprendido, sonrió también.

-Arcadio Makarovitch Dolgoruki - le dijo el príncipe a Darzan, señalándome.

-Ah!, créame, íncipeéndose hacia mí con un aire franco y benévolo -. No soy yo quien habla; si hay rumores, no he sido yo quien los ha propalado.

-Oh, no le acuso a usted! -- respondí rápidamente.

Pero ya Stebelkov estallaba en una risotada indecente, motivada, según se aclaró más tarde, por el hecho de que Darzan me hubiese llamado príncipe. Otra mala pasada que me jugaba aquel nombrecito infernal! Todavía hoy me sonrojo al pensar que no supe, naturalmente por una vergüenza mal entendida, deshacer inmediatamente aquella tontería y declarar bien alto que yo era Dolgoruki a secas. Era la primera vez que me pasaba aquello. Darzan nos miró perplejo a Stebelkov, todo risueño, y a mí.

í!, quién es esa muchacha tan linda que acabo de encontrarme, pimpante y fresca, en la escalera? - le preguntó súbitamente al príncipe.

-No sé nada - respondió el otro rápidamente, ruborizándose.

én podrá saberlo entonces? - preguntó Darzan sonriente.

-En realidad... puede que sea.. . - y el príncipe se interrumpió.

ó Stebelkov, señalándome -. Yo también acabo de encontrarme con ella...

- -Ah, desde luego! - dijo el príncipe, esta vez con rostro extremadamente grave y serio -. Debe de ser Isabel Makarovna, una buena amiga de Ana Fedorovna Stolbieieva, cuya casa ocupo ahora. Seguramente habrá venido a ver a Daria Onissimovna, otra buena amiga de Ana Fedorovna, que le ha confiado su casa al partir...

Conque era aquello. Aquella Daria Onissimovna era la madre de la pobre Olia, de la que ya he hablado, y a la que Tatiana Pavlovna había colocado por fin en casa de la Stolbieieva. Yo sabía perfectamente que Lisa iba a casa de Stolbieieva y que a veces veía allí a la pobre Daria Onissimovna, hacia la cual todo el mundo en nuestra casa había concebido un gran cariño; pero en aquel momento, después de aquella declaración tan precisa del príncipe y sobre todo después de la absurda salida de Stebelkov, y quizá también porque se me acababa de llamar príncipe, sentí que me sonrojaba de la cabeza a los pies. Por fortuna, en aquel mismo instante, Nachtchokine se levantó para despedirse; le tendió la mano también a Darzan. Durante el instante que nos quedamos solos con Stebelkov, éste me señaló a Darzan que nos volvía la espalda en el umbral; amenacé a Stebelkov con el puño.

és, Darzan se fue también, después de haber convenido con el príncipe una cita para el día siguiente, ni que decir tiene que en una casa de juego. Al salir, le gritó algo a Stebelkov y se inclinó ligeramente delante de mí. Apenas se había marchado, Stebelkov saltó de su sitio y se plantó en mitad de la habitación, alzando un dedo en el aire:

ñorito ha hecho la semana pasada la faena siguiente: ha firmado un pagaré con un falso endoso a nombre de Averianov. Ese delicioso pagaré existe todavía. Es inadmisible! Es una cuestión de derecho. Ocho mil rublos!

-Y es usted quien tiene ese pagaré? - le pregunté, lanzándole una mirada feroz.

-Lo que yo tengo es una banca, un mont-de-piétéé. Ustedes saben lo que es el mont-de-piété en París. Es pan y felicidad para los pobres. Pues bien, yo tengo un mont-de-piété ío particular...

íncipe lo interrumpió maligna y brutalmente:

-Y qué hacía usted ahí? Por qué se ha quedado?

-Cómo? - dijo Stebelkov, parpadeando -. Y la cosa?

ó el príncipe, pataleando -. Ya lo he dicho!

-Bueno, si es así... está bien. Solamente que eso no es todo...

ó bruscamente bajando la cabeza y encorvando la espalda. El príncipe le gritó cuando ya estaba en el umbral:

-Y sepa usted bien, caballero, que no le tengo miedo!

ía ganas de sentarse, pero al verme no lo hizo. Su mirada parecía decirme también: "Y tú, qué haces tú ahí?"

-Príncipe - empecé.

-No tengo tiempo, de verdad, Arcadio Makarovitch, tengo que salir.

íncipe, es muy importante. Y ante todo, tenga usted sus trescientos rublos.

é quiere decir eso ahora?

Se iba, pero se detuvo.

és de lo que ha pasado... y de lo que usted ha dicho de Versilov, que no es decente, y, en fin, el tono que ha adoptado usted todo este tiempo... En una palabra, no puedo aceptar.

-Sin embargo

Se sentó bruscamente. Yo estaba en pie delante de la mesa; con una mano me entretenía atormentando el libro de Bielinski, con la otra tenía agarrado el sombrero.

-Los sentimientos eran distintos, príncipe... Y, además, yo nunca habría sobrepasado de una determinada cifra... Este juego... En una palabra, no puedo.

á furioso. Le ruego que deje en paz ese libro.

é quiere usted decir con eso de "distinguido de ninguna manera"? Además, en presencia de sus invitados, me ha puesto usted poco más o menos al mismo nivel que Stebelkov.

-He ahí la clave del enigma! - dijo con una sonrisa mordaz -. Además, le ha molestado que le digan príncipe.

ó una risita maligna. Yo estallé:

íncipe, he ahí un título que no querría ni siquiera de balde.

-Conozco su carácter. Cómo se ha revuelto para defender a Ahkmakova!Suelte usted ese libro!

é significa eso? - grité yo también.

-Suel-te-e-se libro! - aulló, enderezándose furiosamente en su sillón, como dispuesto a echárseme encima.

ímites! - dije, dirigiéndome rápidamente hacia la puerta.

ía no había llegado cuando me gritó:

ó a pasos rápidos, me cogió por el brazo y me arrastró a su despacho, tendiéndome los trescientos rublos que yo había abandonado -. Tómelos, lo exijo... de lo contrario... Se lo ordeno!

íncipe, cómo voy a cogerlos?

-Pues bien, le pido perdón, si quiere. Venga, perdóneme.

-Príncipe, yo siempre lo he querido a usted, y si, por su parte también...

én. Tenga...

é los billetes. Sus labios temblaban.

-Le comprendo, príncipe, está usted enfadado con ese sinvergüenza... pero a pesar de todo no aceptaré más que si nos besamos, como después de nuestros enfados anteriores...

én yo temblaba.

-Ahora, mimos... - rezongó el príncipe, sonriendo tímidamente.

ó y me besó. Me estremecí: en el momento de aquel beso, leí en su rostro una clara repugnancia.

ído a usted el dinero al menos?

-Bueno, poco importa. -Entonces es que...

-Lo ha traído, lo ha traído...

íncipe, éramos amigos... y, además, Versilov...

-Sí, sí,está bien!

é realmente si estos trescientos rublos...

ía entre las manos.

ómelos, tómelos!

Y se echó a reír de nuevo, pero había en su sonrisa algo malvado.

é.

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Notas
Indice de los personajes

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