Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Segunda parte. Capítulo IX

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO IX

I

ía había terminado con una catástrofe, pero quedaba el resto de la noche. He aquí lo que recuerdo de aquellas horas.

ás de medianoche cuando me vi en la calle. La noche era clara, tranquila y fría. Yo casi corría, con una prisa febril, pero no hacia mi casa. "Para qué volver a entrar en casa? Es que puede tratarse ahora de ir o no ir a una casa? En una casa se vive, mañana me despertaré para vivir: es posible, ahora? La vida se ha acabado, imposible vivir, ahora." Erré pues por las calles, sin distinguir adónde iba a ignoro por lo demás si quería ir a alguna parte. Tenía mucho calor y de vez en cuando me abría mi pesada pelliza de tejón. "En lo sucesivo ninguna acción, me parecía en aquel momento, puede tener objeto alguno." Cosa extraña: me parecía sin cesar que todo, alrededor de mí, incluso el aire que respiraba, pertenecía a otro planeta, como si de pronto me hubiese trasladado a la Luna. Todo, la ciudad, los transeúntes, la acera sobre la que corría, todo aquello no tenía nada que ver conmigo. "Esto es la plaza de los Palacios; esto es San Isaac - me decía yo -, pero ahora no tengo nada que ver con ellos." Todo se había hecho desconocido, todo había cesado bruscamente de ser para mí. "Yo tenía a mamá, a Lisa; pues bien, qué me importan ahora Lisa y mamá? Todo se ha acabado, todo ha llegado de repente al fin, excepto una cosa: que soy un ladrón para toda la eternidad."

"Cómo demostrar que no soy un ladrón? Es posible, ahora? Marcharme a América? Y bien, qué demostraré con eso? Versilov será el primero en creer que he robado. "La idea"? Qué "idea"? Qué es ahora "la idea"? Dentro de cincuenta años, de cien años, cuando yo pase, siempre habrá alguien para decir, señalándome con el dedo: Ése es un ladrón. Estrenó "su idea" robando dinero en la ruleta..."

ía yo rencor? No sé nada de eso. Tal vez sí. Es raro, pero siempre he tenido, quizá desde mi más temprana infancia, este rasgo característico: si se me hace daño, si. ese daño se lleva hasta el colmo, si se me ofende hasta el límite máximo, siento siempre un deseo insaciable de someterme pasivamente al ultraje a incluso de it más allá de los deseos del ofensor: "Bueno, usted me ha humillado. Pues bien, yo mismo me humillaré todavía más. Mire, asómbrese! " Tuchard me azotaba y quería demostrar que yo era un criado y no un hijo de senador. Pues bien, yo me acomodaba inmediatamente a mi papel de criado, no me limitaba a alargarle su ropa, sino que yo mismo cogía el cepillo y me imponía el deber de quitarle hasta la última mota de polvo, sin que él me to hubiese pedido a ordenado; to perseguía a veces, con el cepillo en la mano, en el ardor de mi celo de criado, para quitarle hasta la rnás pequeña suciedad que llevara en el traje, hasta el punto de que, a veces, era él mismo quien me frenaba: "Basta, hasta ya, Arcadio, es suficiente! " Cuando volvía a casa y se quitaba el abrigo, yo se lo cepillaba, lo doblaba cuidadosamente y lo cubría con un trapo de seda con un dibujo de cuadraditos. Yo sabía que los camaradas se burlaban de mí y me despreciaban, lo sabía muy bien, pero eso era lo que me agradaba: " Habéis querido que sea criado,pues lo soy!Si hay que ser un tipo lacayuno, serlo hasta el final!" (106). Aquel odio pasivo y aquel rencor secreto, he podido conservarlos durante años. En casa de Zerchtchikov, había gritado, completamente fuera de mí, a toda la sala: "Los denunciaré, la ruleta está prohibida por la policía"; pues bien, lo juro, había en eso un sentimiento de la misma clase: se me habia humillado, registrado, tratado públicamente como ladrón, matado, en una palabra. "Pues bien!, sépanlo todos, ustedes lo han adivinado, no soy solamente un ladrón, soy también un denunciante." Al acordarme hoy, así es como lo explico y resumo todo esto; pero entonces no se trataba de analizar; lancé ese grito sin intención; un segundo antes no sabía que iba a lanzarlo; salió de mí mismo, pero porque aquel rasgo estaba ya en mí.

ía, el delirio había empezado desde luego, pero me acuerdo muy bien de que obraba conscientemente. Sólo que, lo digo con toda seguridad, un ciclo entero de ideas y de conclusiones me estaba ya cerrado: incluso en aquel momento yo sentía aparte de mí mismo que "podía tener ciertos pensamientos, y no podía en absoluto tener otros determinados". De la misma manera, algunas de mis decisiones, aunque tomadas con una conçiencia lúcida, podían entonces no tener la menor lógica interna. Aún más,, me acuerdo muy bien de que en ciertos momentos podía tener perfecta conciencia de la absurdidad de una decisión y, al mismo tiempo, emprender inmediatamente y de una manera concienzuda su puesta en práctica. Sí, el crimen me acechaba aquella noche y sólo por una casualidad no llegó a realizarse.

úbitamente me vino al recuerdo la frase de Tatiana Pavlovna sobre Versilov: "Que vaya a la línea de ferrocarril Nicolás (107) y que ponga la cabeza sobre los raíles; se la cortarán limpíamente." Aquel pensamiento dominó por un instante todo mi ánimo, pero lo rechacé en seguida y con dolor: "Poner la cabeza sobre los raíles y morir? Pero mañana se dirá: si lo ha hecho, es que ha robado, se ha avergonzado. No, nunca! "Pues bien, en aquel instante, me acuerdo con toda claridad, hubo de repente en mí la chispa de un odio terrible. " Pues qué, me decía, será imposible ahora justificarse, imposible comenzar una nueva vida? Será preciso pues someterse, hacer de criado, de perro, de mosca, de denunciante, el verdadero denunciante ahora, y durante ese tiempo prepararme muy dulcemente y, un buen día, hacerlo saltar todo, aniquilarlo todo, a todo el mundo, culpables a inocentes. Entonces todo el mundo sabrá de pronto que es aquel a quien se ha tratado de ladrón... Y solamente entonces matarme."

No sé cómo llegué a una calleja próxima al bulevar de los Caballeros-Guardias (108). Estaba bordeada a los dos lados, en más de un centenar de pasos, por altas murallas que servían de vallado a patios traseros. Detrás de una de ellas, a la izquierda, vi un inmenso montón de madera, un verdadero montículo que sobrepasaba al muro más de dos metros. Me detuve repentinamente y me puse a reflexionar. Llevaba en el bolsillo cerillas-velas en una cajita de plata. Lo repito, tenía entonces una conciencia clara de to que meditaba y quería hacer, y por eso me acuerdo aún hoy día de aquello, pero ignoro en absoluto la razón por la que quería hacerlo. Me acuerdo solamente de que de pronto se apoderó de mí este deseo. "Trepar a lo alto del muro es perfectamente posible", razoné; había precisamente, a dos pasos de allí, una puerta de cochera cerrada sin duda desde hacía largos meses. "Poniendo el pie en el reborde de abajo - continué reflexionando -, se puede, agarrándose a lo alto de la puerta, trepar sobre el muro, y nadie verá nada;nadie!, silencio completo! Arriba sobre el muro me instalaré cómodamente y prenderé fuego a la madera. Es fácil, incluso sin volver a bajar, puesto que la madera casi roza con el muro. Con el frío seco, el fuego no puede. menos que prender muy bien; no hay más que alcanzar con la mano una rama de abedul... y por qué precisamente un rama?, se puede directamente, sentado sobre el muro, arrancar con la mano un poco de corteza y prenderle fuego con la cerilla, prenderle fuego y lanzarla inmediatamente en medio de la madera, y es el incendio. Por mi parte, saltaré abajo del muro y me iré; no vale la pena ni siquiera de echarse a correr, porque tardarán mucho tiempo en darse cuenta..." (109). Razoné todo aquello y bruscamente me decidí de una manera definitiva. Experimenté un placer extremado, un profundo gozo, y trepé. Sabía trepar muy bien: ya en el Instituto, la gimnasia era mi fuerte; pero los zapatos tenían suelas de goma y eso fue una dificultad. Logré sin embargo llegar con una mano a un reborde apenas perceptible y empecé a izarme; iba a lanzar la otra mano para sujetarme al filo del muro, cuando de repente perdí pie y me caí de espalda, Supongo que di con la nuca en el suelo y me quedé sin duda uno o dos minutos sin conocimiento. Al volver en mí cerré maquinalmente mi pelliza, porque sentía un frío insoportable, y, todavía sabiendo apenas to que estaba haciendo, me arrastré hacia un rincón de la puerta cochera y me encogí allí, acurrucado, vuelto sobre mí mismo, en un hueco entre el portal y la salida del muro. Mis ideas estaban en completo desorden, y, sin duda, me amodorré muy pronto. Me acuerdo ahora como en un sueño de que de golpe resonó en mis oídos un tañido de campanas profundo y pesado, y que escuché con delicia...

II

ñía precisamente una vez cada dos o cada tres segundos; sin embargo, no era el doble de difuntos, sino un sonido agradable y amplio, y lo reconocí inmediatamente:pero si es un toque de campanas muy conocido, es el de San Nicolás, la iglesia bermeja frente a la casa de Tuchard! : una antigua iglesia moscovita, de la que me acuerdo tan bien, construida bajo Alexis Mikhailovitch, con sus encajes, sus múltiples cúpulas, sus columnas. La semana de Pascuas acaba de terminar, sobre los raquíticos abedules del jardín de los Tuchards tiemblan ya las hojas verdes recién nacidas. El sol vivo del final de la tarde vierte sus rayos oblicuos (110) en nuestra clase y yo, en mi cuartito de la izquierda, donde Tuchard me ha relegado hace ya un año, lejos de los "hijos de condes y senadores", tengo una invitada. Sí, niño sin nacimiento, tengo una invitada, por primera vez desde que estoy en casa de Tuchard. Y la he reconocido desde que entró: era mamá; aunque, desde la época en que me hacía comulgar en la iglesia del pueblo y en que la paloma atravesaba la cúpula (111), no la haya visto ni una sola vez. Estábamos allí los dos, y yo la examinaba de una manera curiosa. Más tarde, muchos años después, he sabido que en aquel momento, habiéndose quedado sola, sin Versilov, que había salido súbitamente para el extranjero, ella había venido a Moscú por su propia autoridad, con su poquísimo dinero, casi ocultándose de los que debían cuidarse de ella, y eso únicamente para verme. Era desde luego una cosa rara: al entrar, había hablado con Tuchard, pero a mí no me había dicho que era mi madre. Estaba allí cerca de mí, y, me acuerdo, me asombré de oírla hablar tan poco. Traía un paquete, que abrió: había dentro seis naranjas, algunos pasteles de pasta de especias y dos panecitos blancos. Me enfadé al ver aquellos panes, y respondí con aire ofendido que nos daban muy bien de comer y que cada día nos entregaban con el té un pan entero.

-Es igual, hijo mío, yo me había dicho ingenuamente: "Quizá les dan mal de comer en esa escuela." No te enfades por eso conmigo, querido mío.

-Y Antonina Vassilievna (la mujer de Tuchard) se enfadará. Los camaradas también van a burlarse de mí...

éjelos usted, si quiere...

Ni siquiera toqué aquellos regalos; las naranjas y los panes de especias estaban sobre la mesa delante de mí, y yo seguía allí sentado con los ojos bajos, pero con un gran aire de dignidad. Quién sabe, quizá yo tenía también ganas de no ocultarle que su visita me avergonzaba ante los camaradas; de demostrárselo un poquito, para que ella comprendiera: "Ya ves, me das vergüenza, y por tu parte tú no lo comprendes."Yo, que ya. en aquellos momentos corría detrás de Tuchard con el cepillo en la mano para quitarle la más pequeña mota de polvo! Me imaginaba también las burlas que tendría que sufrir por parte de los otros niños desde que ella se marchara, y quizá también por parte de Tuchard en persona, y no había en mi corazón ni un solo buen sentimiento para ella. Miraba de reojo su vestido oscuro y viejo, sus manos bastante groseras, casi de trabajadora, sus zapatos completamente bastos y su rostro muy enflaquecido; la frente la tenía ya surcada por pequeñas arrugas, aunque Antonina Vassilievna me dijese aquella misma noche, después de su marcha:

-Su maman

Estábamos, pues, así, cuando Ágata entró con una bandeja sobre la cual había una taza de café. Era por la tarde, y los Tuchard, a aquella hora, tomaban siempre el café en casa, en el salón. Pero mamá dio las gracias y no aceptó la taza: supe después que no tomaba nunca café, porque le producía palpitaciones. Los Tuchard, en su intimidad, consideraban su visita y la autorización que se le había concedido para verme como una extrema condescendencia por su parte, de forma que la taza de café enviada a mi madre era por así decirlo el colmo de la humanidad, una hazaña que, siendo todas las cosas relativas, hacía un honor extremado a sus sentimientos de personas civilizadas y a sus conceptos europeos. Pero, como si lo hubiese hecho aposta, mi madre la rehusó.

ó a casa de los Tuchard. Él me dijo que cogiese todos mis cuadernos y todos mis libros y se los enseñase a mi madre.

Entonces Antonina Vassilievna, con los labios fruncidos, me susurró por su parte, en tono burlón:

-Creo que nuestro café no le ha agradado a su maman.

í mis cuadernos y se los llevé a mi madre, que estaba esperando. Pasé delante de "los hijos de condes y de senadores", apiñados en la clase y que nos espiaban á los dos. Incluso hallé un placer especial ejecutando la orden de Tuchard con una exactitud rigurosa. Abría metódicamente mis cuadernos y explicaba:

Éstas son las lecciones de Gramática Francesa. Aquí están los dictados. Aquí, la conjugación de los verbos auxiliares avoir y étreí, la Geografía, la descripción de las principales ciudades de Europa y de todas las partes del mundo, etc.

Durante una media hora larga o más, expliqué todo aquello con una vocecita cadenciosa, bajando los ojos como un niño bien educado. Yo sabía que mama no entendía nada de ciencias, que quizá no sabía escribir, pero por eso me agradaba tanto más mi papel. No llegué sin embargo a fatigarla. Escuchaba todo sin interrumpirme, con una extremada atención y casi con lástima, tanto, que al final me cansé y terminé por mi cuenta. Por lo demás, su mirada estaba triste y no sé qué cosa lastimera se leía en su rostro.

ó por fin, para irse. De repente entró Tuchard en persona. Con una gravedad imbécil, le preguntó si estaba contenta de los progresos de su hijo. Mamá balbuceó infinitas gracias. Entonces llegó Antonina Vassilievna. Mi madre les rogó a los dos que no abandonasen al huérfano, "puesto que ahora casi es un huérfano, continúen ustedes con él su obra de caridad...". Y, con lágrimas en los ojos, saludaba a los dos, a cada uno por separado, a cada uno con un profundo saludo, como hacen las gentes del "pueblo" cuando vienen a pedir algo a señores importantes. Los Tuchard no esperaban tanto, y Antonina Vassilievtia se ablandó visiblemente; sin duda cambió en seguida de conclusión en cuanto a la taza de café. Tuchard, redoblando su gravedad, respondió, muy humanitario, que él no hacía "distinción entre los niños, que todos aquí eran sus hijos y él el padre de todos, que yo estaba casi al mismo nivel que los hijos de los senadores y de los condes, y que eso era tanto más de apreciar... ", etc., etc. Mi madre se deshacía en saludos, pero al fin, confusa, se volvió hacia mí y dijo, brillándole las lágrimas en los ojos:

-Adiós, hijo mío.

ó, o más bien le permití que me besara. Se le notaba que habría querido besarme más, estrecharme contra ella, pero, bien porque le diera vergüenza de hacerlo delante de la gente, bien porque estuviese poseída por la pena, o bien porque adivinase que yo me avergonzaba de ella, el caso es que después de un último saludo a los Tuchard, se apresuró a dirigirse hacia la salida. Yo me quedé allí plantado.

-ère - dijo Antonina Vassilievna-.

ó de hombros, lo que quería decir: "Para que veas que no es por capricho por lo que te trato como a un criado."

Dócilmente, bajé detrás de mi madre; salimos a la escalinata. Yo sabía que los demás me miraban ahora por la ventana. Mi madre se volvió hacia la iglesia a hizo la señal de la cruz tres veces, con ademanes profundos; sus labios temblaban; una campana grave tañía, regular y sonora, en lo alto del campanario. Se volvió hacia mí y no resistió más: me puso las dos manos en la cabeza y se deshizo en lágrimas.

-Basta, mamá... me da vergüenza... nos están viendo por la ventana...

ó y se turbó:

ñor... que el Señor sea contigo... Que los ángeles del cielo te guarden y la Santísima Virgen y San Nicolás... Señor!Señor! - repetía ella con palabras precipitadas signándome una y otra vez, tratando de depositar en mí más y más cruces y más y más aprisa -,querido mío, querido mío! Pero espera un poco...

Rápidamente se metió la mano en el bolsillo y se sacó un pañuelo, un pañuelo azul a cuadros, con un pico fuertemente anudado y el cual nudo se puso a deshacer... Pero no lo conseguía. . .

édate con el pañuelo, está completamente limpio, quizá pueda servirte. Hay ahí cuatro moneditas, creo que podrán servirte para algo. No te enfades conmigo, hijo mío, no tengo más... no te enfades, querido mío.

Cogí el pañuelo; quise hacerle notar que "se nos trataba muy bien por parte del señor Tuchard y de Antonina Vassilievna y que no carecíamos de nada", pero me contuve y acepté el pañuelo.

ó a trazarme la señal de la cruz, farfulló aún no sé qué oración y de pronto, completamente de improviso, me hizo, exactamente igual que allá arriba les había hecho a los Tuchard, un saludo profundo, lento y largo;no lo olvidaré jamás! Me estremecí desde la cabeza hasta los pies, sin saber yo mismo por qué. Qué quería ella decir con aquel saludo? Ignoro si era "su falta que reconocía delante de mí" como me to imaginé muchísimo después. Pero entonces, una vez más me dio vergüenza, porque "ellos estaban allá arriba mirando, y quizá Lambert iba a pegarme".

ían sido ya comidos mucho antes de mi regreso por los hijos de los condes y de los senadores, y las cuatro moneditas me las quitó en seguida Lambert. Con ese dinero compraron en la confitería un montón de cocholate y de pasteles y ni siquiera me los dieron a probar.

ón, lo ha impregnado completamente; en vano cepillo como antes los trajes de Tuchard, lo detesto ahora con todas mis fuerzas y cada día más. Ahora bien, un día, a la hora triste del crepúsculo, estando rebuscando en mi maleta, vi de pronto en un rincón su pañuelo de batista azul; estaba allí desde el día en que lo guardé. Lo saqué y lo miré incluso con una cierta curiosidad; el pico conservaba aún las señales bien visibles del nudo y hasta la marca redonda de una moneda; por lo demás, volví a poner el pañuelo en su sitio y cerré la maleta. Era víspera de fiesta y las campanas empezaron a sonar para los oficios de la noche. Después de la comida, los alumnos se habían ido con sus familias, pero esta vez Lambert se había quedado, porque no lo habían mandado a buscar. Continuaba pegándome como antes, pero ahora me confiaba muchas cosas y tenía necesidad de mí. Hablamos toda la tarde de las pistolas de Lepage (112), que no habíamos visto ninguno de los dos; de los sables quirguices y de los golpes que se pueden dar con ellos; del buen negocio que sería organizar una banda de ladrones, y por fin Lambert vino a parar a su conversación favorita, sobre un tema asqueroso, y era en vano que yo me asombrara, me gustaba muchísimo escucharlo. Pero aquella vez me resultó de repente insoportable y le dije que me dolía la cabeza. A las diez nos fuimos a acostar; escondí la cabeza debajo de la manta y saqué de debajo de la almohada el pañuelo azul: yo había vuelto una hora antes para sacarlo de mi maleta y, en cuanto nuestras camas quedaron hechas, lo había metido debajo de la almohada. Lo apreté contra mi rostro y me puse a besarlo.

-Mamá, mamá - le susurraba yo a aquel recuerdo, y tenía todo el pecho apretado como dentro de un tubo.

ía a ver su rostro de labios temblorosos en el momento en que se persignaba delante de la iglesia y trazaba en seguida sobre mí el signo de la cruz, mientras que yo le decía: "Me da vergüenza, nos están mirando."

"Mamá, mi mamaíta, por lo menos una vez en mi vida te he tenido conmigo... Dónde estás ahora, mi visitante lejana? Te acuerdas tú ahora de tu pobre niñito que viniste a ver...? Muéstrate ahora una sola vez más, ven a verme por lo menos en sueños, que yo te diga cuánto te quiero, que pueda abrazarte y besar tus azules ojos, decirte que ahora ya no me da vergüenza de ti, que también te quería entonces y que mi corazón sufría, mientras que me quedaba allí inmóvil como un criado. Tú no sabrás nunca, mamá, cuánto te quería entonces! Mi mamaíta, dónde estás ahora, me oyes? Mamá, mamá, : te acuerdas de la paloma, en el pueblo... ? "

é le pasa a éste? -gruñe Lambert desde su cama -. Espera un poco! No deja dormir a la gente.

í que salta por fin de su cama, corre a la mía y trata de arrancarme la manta, pero me agarro a ella sólidamente, a esa manta bajo la que está escondida mi cabeza.

ás llorando, por qué tienes que ponerte a gemir ahora, idiota?Encaja esto!Toma! - y me golpea, me da puñetazos en la espalda, en las costillas, me hace más y más daño y... de pronto abro los ojos.

Es ya completamente de día, la helada brilla sobre la nieve, sobre el muro... Estoy sentado, acurrucado, medio muerto, entumecido dentro de mi pelliza, y alguien se yergue delante de mí, me despierta, con fuertes injurias y golpeándome las costillas con la punta de su pie derecho. Me enderezo y miro: un hombre en una rica pelliza de piel de oso, gorro de cebellina, ojos negros, dientes blancos brillando sobre mí, blanco, bermejo, un rostro como una máscara... Se ha inclinado sobre mí, y a cada soplo de su boca se escapa un vapor helado:

ás helado, rnaldito borracho, idiota!Vas a quedarte ahí helado como un perro!En pie, en pie!

é.

én eres tú?

é Dolgoruki?

-Dolgoruki a secas! ... Tuchard... El mismo a quien le clavaste un tenedor en el muslo en la taberna...

é, sonriéndose con una sonrisa de hombre que se acuerda. (Sería posible que me hubiese olvidado?)--. AhlEntonces eres tú!

Me endereza, me pone en pie; me cuesta trabajo sostenerme, moverme; me conduce aguantándome con la mano. Me mira a los ojos, como pará acordarse y comprender, y me escucha con toda atención; por mi parte balbuceo también con todas mis fuerzas sin pausa y sin descanso, y estoy contento, contento de hablar y contento de que sea Lambert. Es porque se me ha aparecido como "la salvación", o bien me he echado en sus brazos en ese momento porque te he tomado por un hombre de otro mundo? Lo ignoro, yo no razonaba entonces, pero me he echado en sus brazos sin razonar. No me acuerdo en absoluto de lo que dije entonces, y sin duda no debía de ser nada coherente; ni siquiera debía de pronunciar con claridad; pero él me escuchaba con mucha atención. Detuvo al primer coche de alquiler que se presentó ~y unos cuantos minutos después estaba ya calentito, en su habitación.

III

ún incidente personal que considera o se siente inclinado a considerar como algo fantástico, insólito, fuera de to ordinario, casi maravilloso: sueño, encuentro, predicción, presentimiento o cualquier otra cosa por el estilo. Hasta ahora me siento inclinado a ver en aquel encuentro con Lambert algo incluso profético... Por lo menos a juzgar por sus circunstancias y sus consecuencias. Todo aquello sucedió, por lo menos en cierta manera, de la forma más natural del mundo: él volvió sencillamente de una de sus ocupaciones nocturnas (la cual se pondrá en claro más adelante), medio borracho, y, al detenerse un momento delante de una puerta cochera, me vio. Estaba en Petersburgo desde hacía algunos días solamente.

ón a la que me vi transportado era un cuartito amueblado con mucha sencillez, de un vulgar estilo petersburgués de segunda categoría. Por lo demás, Lambert estaba vestido lujosamente y de una manera admirable. En el suelo estaban tiradas dos maletas, vaciadas únicamente a medias. Un rincón del cuarto estaba aislado por un biombo, que ocultaba la cama.

- ó Lambert.

-ésente! - respondió desde detrás del biombo una temblorosa voz femenina de acento parisiense y, dos minutos después, todo lo más, apareció

-Aprisa! - Traduzco, porque él le hablaba en francés-. En casa de ellos debe de haber un samovar que puedan prestarnos. Pronto, agua hirviendo, vino tinto y azúcar, un vaso a toda prisa; está helado. Es amigo mío... Ha pasado la noche en la nieve.

-- exclamó ella, torciéndose las manos en un gesto teatral.

ó Lambert como si se dirigiera a un perro y amenazándola con el dedo; ella dejó en seguida de hacer gestos y corrió a ejecutar la orden.

Él me examinó y me palpó, me tomó el pulso, me tocó la frente, las sienes.

ño - rezongaba - que no estés completamente helado... Cierto que estabas completamente embutido en tu pelliza, incluyendo la cabeza, como si te hubieses metido en una madriguera.

El vaso de agua caliente hizo su aparición, me lo tragué con avidez y me reanimó en seguida; nuevamente me puse a balbucear; estaba medio recostado en el rincón, sobre el diván, y no dejaba de hablar, me aturdía a fuerza de palabras, pero no me acuerdo apenas de lo que contaba de aquella manera; hay momentos, incluso episodios enteros, que he olvidado completamente. Lo repito: ignoro si él comprendió algo de mis relatos; pero en seguida adiviné desde luego una cosa: que me había comprendido lo bastante para extraer la conclusión de que aquel encuentro conmigo no había que pasarlo por alto... Explicaré en seguida, cuando qué podían consistir sus cálculos.

ún creo, más y más alegre por momentos. Me acuerdo del sol que de pronto alumbró la habitación cuando se levantaron las cortinas, y de la estufa que empezó a crepitar cuando la encendieron, aunque no me acuerdo de quién la encendió ni cómo. Me acuerdo también del minúsculo perrito negro que mademoiselle ía entre las manos, apretándolo coquetamente sobre su corazón. Aquel perrito me distraía muchísimo, tanto que incluso dejé de hablar y tendí las manos hacia él en dos ocasiones, pero Lambert hizo una señal, y Alphonsine con -su perro desaparecieron instantáneamente al otro lado del biomho.

í, y me escuchaba muy inclinado hacia delante, sin separarse; a veces sonreía con una sonrisa larga y lenta, enseñaba los dientes y guiñaba los ojos, como en un esfuerzo por comprender y adivinar. He conservado el recuerdo claro de que cuando le conté la historia del "documento", no me era posible explicarme claramente y ofrecer un relato que tuviese cierta coherencia: veía demasiado bien eü su rostro que no llegaba a comprenderme; incluso se arriesgó a hacerme una pregunta, cosa que era peligrosa, puesto que, en cuanto se me interrumpía, yo cambiaba de tema y me olvidaba de lo que estaba hablando. Ignoro el tiempo que estuvimos charlando así y casi me es imposible hacer el menor cálculo. Él se levantó de pronto y llamó a Alphonsine.

ás haga falta llamar al doctor. Que se haga todo lo que pida, es decir... vous comprenez, ma fille. í!

ó un billete de diez rublos; luego le susurró algo:

- ía él amenazándola con el dedo y frunciendo severamente las cejas.

Vi que ella temblaba mucho delante de él.

é. Tú - me dijo sonriendo -, duerme; es lo mejor que puedes hacer.

Cogió su sombrero.

- ó Alphonsine, toda patética.

-ès ó.

ée! - murmuró ella patéticamente, mostrándome el dorso de su mano.

-ándose en medio de la habitación --: être, qui regarde une femme comme une saleté de hasard. Une femme, quest-ce que ça dans notre époque? "Tue la!", voilà le dernier mot de l'Académie f rançaise. ..! (* ).

Abrí los ojos de par en par, veía doble, percibïa ahora a dos Alphonsines... Noté de repente que la mujer estaba llorando, me estremecí y me di cuenta de que me hablaba desde hacía muchísimo tiempo y que, por consiguiente, todo aquel rato yo había estado dormido o me había quedado sin conocimiento,

élas! de quoi m'aurait servi de le découvrir plus tôt - exclamó - et n'aurais-je pas autant gagné à tenir ma honte cachée toute ma vie? Peut-être nest-il pas honnête à une demoiselle de s'expliquer si librement devant monsieur, mais enfin je vous avoue que, s'il m'était permis de vouloir quelque chose, oh! ce serait de lui plonger au coeur mon couteau, mais en détournant les yeux, de peur que son regard exécrable ne f ît trembler mon bras et ne glaçât mon courage! Il a assassiné ce pope russe, monsieur, il lui arracha sa barbe rousse, pour la vendre à un artiste en cheveux au pont des Maréchaux, tout près de la maison de monsieur Andrieux: hautes nouveautés, articles de Paris, linge, chemises, vous savez, nest-ce pas... Oh!, monsieur, quand l'amitié rassemble à table épouse, enfants, soeurs, amis, quand une vive allé gresse en f lamme mon coeur, je vous le demande, monsieur: est-il bonheur preférable à celui dont tout jouit? Mais il rit, monsieur, ce monstre exécrable et inconcevable, et si ce n'était pas par l'entremise de monsieur Andriéux, jamais, oh!, jamais je ne serais... Mais quoi, monsieur, qu'avez-vous, monsieur? (* * ).

(*) Jamás ha habido hombre tan cruel, tan Bismarck, como este individuo, que considera a una mujer una porquería del azar. Una mujer, qué es eso en nuestra época? "Mátala! ", he ahí la última palabra de la Academia francesa.

é me habría servido descubrirlo antes y no habría ganado lo mismo manteniendo oculta mi vergüenza toda mi vida? Quizá no sea decente para una señorita explicarse tan libremente delante del caballero, pero, en fin, le confieso a usted que, si me estuviese permitido desear algo,oh!, sería clavarle en el corazón un cuchillo, pero apartando los ojos, por miedo a que su mirada execrable hiciese temblar mi brazo y helara mi valor. Ha asesinado a ese pope ruso, señor, le arrancó su barba roja, para vendérsela a un peluquero en el puente de los Mariscales, muy cerca de la casa de monsieur Andrieux, altas novedades, artículos de París, ropa interior, camisas, usted sabe, verdad...?Oh!, caballero, cuando la amistad reúne en la mesa esposa, hijos, hermanas, amigos cuando una viva alegría inflama mi corazón, le pregunto caballero: hay felicidad preferible a esa én la que todo goza? Pero él río, caballero, ese monstruo execrable a inconcebible, y ei no fuera por la mediacián de monsiems Andrieux, jamás,oh!, jamás estaría yo... Pero, qué, caballero, qué tiene usted, caballero?

ó hacia mí: yo tenía escalofríos; creo, quizá incluso me desmayé. No sabría explicar la impresión lasti. mera y dolorrosa que me causaba aquella criatura medio loca. Quizá se figuraba que era su deber distraerme, en todo caso no me abandonaba un instante. Quizá había sido actriz en sus tiempos; declamaba, gesticulaba, hablaba sin interrupción, mientras que yo estaba callado ya hacía mucho tiempo. Todo lo que pude comprender de sus discursos fue que había tenido relaciones íntimas con "la maison de monsieur Andrieux, hautes nouveautés, articles de Paris", etc., a incluso que ella salía quizá de "la maison de monsieur Andrieux", pero que le había sido arrancada para siempre a ía su tragedia.:. Sollozaba, pero me parecía que era solamente para guardar las formas y que no lloraba en absoluto; yo tenía a veces la impresión de que iba a caerse toda ella convertida en polvo, como un esqueleto; hablaba con voz ahogada, temblorosa; la palabra éférable, por ejemplo, la pronunciaba préféa-ble y sobre la sílaba a hacía oír un balido de oveja. Cuando hube recobrado el conocimiento, la vi que hacía piruetas en medio de la habitación, pero sin bailar, porque aquella pirueta estaba relacionada con su relato, que ella animaba de esa forma. Repentinamente se lanzó y abrió un pequeño piano, viejo y desafinado, que había en la habitación, aporreó las teclas y cantó... Creo que, durante unos diez minutos o más, perdí el conocimiento y me dormí, pero el perrito ladró y abrí los ojos: me había vuelto la conciencia, por un instante y repentinamente, alumbrándome con toda su luz; asustado, me puse en pie de un salto.

"Lambert, estoy en casa de Lambert!", me dij. e y, tomando mi sombrero, me lancé sobre mi pelliza.

-ù allez-vous, monsieur? ó la vigilante : -Alphonsine.

éjeme, no me retenga...

- - confirmó con todas sus fuerzas Alphonsine, que se lanzó para abrirme la puerta del corredor -. ça ne vau pas la peine de mettre votre chouba (113), ès, monsieur! ó ella para que la oyese todo el pasillo.

ón, giré a la derecha.

- ándose a mi pelliza con sus largos y huesudos dedos, mientras que con la otra mano me enseñaba a la izquierda, en el pasillo, un sitio adonde yo no tenía ninguna necesidad de ir.

Me escapé y corrí a la puerta de salida en la escalera.

ás da mí -.

Pero yo estaba ya en la escalera, y aunque ella siguió corriendo detrás de mí hasta el rellano inferior, conseguí abrir la puerta de abajo, saltar a la calle y meterme en el primer coche de punto. Di la dirección de mi madre...

IV

és de haber brillado un instante, se apagó rápidamente. Apenas recuerdo cómo se me trasladó y se me condujo a casa de mamá, pero allí caí casi inmediatamente sin conocimiento. Al día siguiente, como me lo han contado más tarde (y por lo demás yo mismo me acordaba), mi razón se aclaró una vez más por algunos instantes. Me vuelvo a ver en la habitación de Versilov, sobre su diván; me acuerdo de que están alrededor de mí los rostros de Versilov, de mamá, de Lisa, recuerdo muy bien cómo Versdov me habló de Zerchtchikov y del príncipe, me mostró una cierta carta, trató de calmarme. Contaban que toda mi manía era hacer preguntas aterradas sobre un cierto Lambert y quejarme de que oía siempre los ladridos de un perrito. Pero aquella débil luce cita de conciencia se ensombreció en seguida: en la tarde de aquel segundo día estaba ya en plena fiebre. Pero anticiparé los acontecimientos para explicar lo que sigue.

Cuando aquella noche me vi fuera de la casa de Zerchtchikov y todo se hubo calmado un poco en la sala, Zerchtchikov, al reanudar el juego, declaró de repente con voz atronadora que se había producido un deplorable error: el dinero perdido, los cuatrocientos rublos, se había encontrado en un montón de otro dinero, y las cuentas de la banca estaban perfectamente justas. Entonces el príncipe, que se había quedado en la sala, abordó a Zerchtchikov a insistió para que proclamara públicamente mi inocencia y, además, me expresase por escrito sus excusas. Zerchtchikov juzgó legítima esa exigencia y dio su pálabra delante de todo el mundo de que al día siguiente me dirigiría una carta de explicación y de excusas. El príncipe le comunicó la dirección de Versilov, y en efecto, al día siguiente Versilov recibió de Zerchtchikov una carta dirigida a mí, con más de mil trescientos rublos que me pertenecían y que yo había dejado olvidados en la ruleta. De esta forma el asunto de la casa de Zerchtchikov estaba terminado; aquella alegre noticia contribuyó muchísimo a mi restablecimiento cuando recobré el use de mis facultades.

íncipe, al volver del juego, escribió por la noche dos cartas, una a mí, otra a su antiguo regimiento, en el que había tenido aquella historia lamentable con el corneta Stepanov. Las envió las dos al día siguiente por la mañana. Después de lo cual escribió un informe para sus jefes y muy temprano se presentó él mismo, con aquel informe entre las manos, al coronel y le declaró que "siendo criminal de derecho común, cómplice en un asunto de fabricación de acciones falsas, se entregaba a la justicia y pedía ser juzgado". Al mismo tiempo, le hizo entrega del informe en el que todo estaba expuesto por escrito. Lo detuvieron.

í la carta, palabra por palabra, que me escribió aquella noche:

Después de haber intentado "la salida vulgar", he perdido por el mismo golpe el derecho a consolarme por poco que sea por haber sabido al fin decidirme a un acto valeroso y gusto. Soy culpable delante de la patria y delante de mi raza por este crimen, y yo, el último de mi linaje, me castigo a mí mismo. No comprendo cómo he podido aferrarme a un bajo instinto de conservación y pensar un solo momento en rescatarme a fuerza de dinero. A pesar de todo, delante de mi conciencia seguiría siendo siempre un criminal. Esas gentes, incluso si me hubieran restituido las cartas que me comprometen, no me habrían dejado en paz en toda mi vida. Qué había que hacer?Vivir con ellos, estar con ellos todo el resto de mi existencia: he ahí la suerte que me aguardaba! Yo no podía aceptarla, y he hallado por fin en mí mismo bastante firmeza o quizá bastante desesperación para obrar como lo hago ahora.

ía haber en este acto ninguna hazaña redentora: no es más que el testamento de un hombre que mañana será un muerto. He ahí cómo hay que comprenderlo.

Perdóneme por haberme apartado de usted en la sala de juego; es que en aquel momento no estaba seguro de usted. Ahora que ya soy un hombre muerto, puedo hacer con f esiones semejantes... desde el otro mundo.

ía nada de esta decisión; que no me maldiga, sino que rezone. Yo no puedo justificarme, no encuentro ni siquiera palabras para explicarle lo que quiera que sea. Sepa bien, Arcadio Makarovitch, que ayer mañana, cuando ella vinó a verme por última vez, le descubrí mi éngaño, le confesé que había ido a casa de Ana Andreievna con la intención de pedirle su mano. No podía tener aquello sobre mi conciencia ante mi última decisión, ya tomada, en vista de su amor, y se lo descubrí. Ella ha perdonado, ha perdonado todo, pero yo no la he creído; no es un perdón; en su lugar, yo no hubiera podido perdonar.

érdese usted de mí.

último príncipe,

SOKOLSKI

ías.

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Notas
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