Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Segunda parte. Capítulo primero

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO PRIMERO

I

Salto un intervalo de cerca de dos meses; que el lector no se inquiete: todo se aclarará a continuación. Anoto el día 15 de noviembre, día demasiado memorable para mí por muchas razones. Ante todo, nadie habría podido reconocerme, de los que me habían visto dos meses antes; al menos exteriormente, es decir, que me habrían reconocido desde luego, pero no habrían comprendido nada. Estoy vestido como un dandy; esto es un primer punto. El "francés consciente y lleno de gusto" que me recomendaba un día Versilov me ha hecho todo un traje, e incluso ha sido ya superado: tengo ahora otros sastres, de rango superior, de primerísima clase, y hasta tengo cuenta en casa de ellos. Tengo también una cuenta en un restaurante selecto, pero allí me da todavía un poco de miedo y, en cuanto tengo dinero, en seguida pago, aunque sepa que eso es de mal gusto y que así me comprometo. Junto al Nevski, estoy en las mejores relaciones con un peluquero francés, y cuando me hago cortar el pelo en su casa, él me cuenta anécdotas. Y, lo confieso, me ejercito con él en hablar francés. Conozco la lengua, y hasta bastante decentemente, pero en la buena sociedad siento siempre alguna timidez al arriesgarme; además mi acento debe de estar bastante alejado del acento parisiense. Tengo también a Matvei, el cochero, el buen servidor, que está a mis órdenes cuando lo llamo. Hay un potro bayo claro (no me gustan los caballos grises). Hay sin embargo ciertas cosas que no marchan bien... Es el l5 de noviembre. El invierno está instalado desde hace tres días, y tengo todavía mi vieja pelliza, de tejón, un regalo de Versilov: de venderlo me darían bien veinticinco rublos. Tengo que encargarme una nueva, y mis bolsillos están vacíos. Además es preciso desde ahora mismo reunir el dinero para esta tarde, y esto a toda costa; de lo contrario, "soy un desgraciado, estoy perdido"; éstas son mis propias expresiones de entonces. Oh, qué miseria! Y de dónde han venido de pronto esos billetes de mil,, esos trotones, y los Borel? (80). Cómo he podido olvidar así todo, cambiar hasta este punto?Qué vergüenza! Lector, emprendo ahora el relato de mi vergüenza y de mi deshonor, y para mí no puede haber nada más infamante que estos recuerdos.

Hablo como juez, pero me reconozco culpable. En el torbellino que me arrastraba entonces, me esforzaba en vano en estar solo, sin guía ni consejero; me daba ya cuenta de mi caída, lo juro, y por tanto no puedo excusarme. Y, sin embargo, durante esos dos meses fui casi dichoso. Por qué casi?Fui demasiado dichoso! Y hasta un punto tal, que la conciencia de mi deshonor, que se me aparecía en algunos instantes (instantes frecuentes!) y que hacía que mi alma se estremeciera, esa conciencia, será posible creerlo?, me embriagaba todavía más: "Puesto que hay que caer, caigamos completamente. Por lo demás, no caeré, saldré de esto. Mi estrella me guía." Avanzaba sobre una pasarela de virutas, sin barandillas, por encima del precipicio, y me alegraba de avanzar así; me gustaba mirar el precipicio. El peligro estaba allí, y eso me alegraba. Y la "idea"? La "idea" vendría después, la idea podía esperar; todo aquello " no era más que un rodeo"...: " por qué no concederse un poco de diversión?" He ahí en lo que mi "idea" es mala, lo repito una vez más: es mala por lo que tiene de tolerar absolutamente todos los rodeos. Si fuese menos firme y menos radical, tal vez yo temería apartarme de ella.

ña habitación; la conservaba, pero sin vivir en ella: tenía allí mi maleta, mi saco de viaje y otros objetos; mi principal residencia estaba en casa del príncipe Sergio Sokolski. Vivía en su casa, dormía en su casa y pasaba allí semanas enteras. La forma en que aquello había sucedido se verá inmediatamente; por ahora hablemos de mi pequeño alojamiento. Me resultaba muy querido: allí era adonde había venido a buscarme Versilov en persona, la primera vez después de nuestra disputa. Y después había venido otras muchas veces. Lo repito, aquel período no fue más que una vergüenza terrible, pero también una inmensa felicidad. Entonces todo me salía bien, todo me sonreía. "Para qué esas caras tristes de antes -- me decía yo en aquellos instantes de embriaguez -, para qué aquellos esfuerzos- dolorosos, mi infancia aislada y amarga, mis sueños absurdos bajo las mantas, mis juramentos, mis cálculos a incluso mi "idea"?" Todo aquello me lo había figurado yo, me lo había imaginado, y sucedía que el mundo era de una manera muy distinta; todo me resultaba tan diveitido y tan fácil...; yo tenía aún... pero dejemos esto. Ay!, todo se hacía en nombre del amor, de la grandeza de alma, del honor, y todo se convirtió en seguida en algo monstruoso, insolente, deshonroso.

Basta!

II

ía siguiente de nuestra ruptura. Yo había salido. Me esperó. Cuando entré en mi minúscula habitacioncita, donde le había aguardado en vano durante todos aquellos tres días, mis ojos se velaron y mi corazón latió tan fuerte, que me detuve en el umbral. Afortunádamente él estaba con mi casero, quien, para que el visitante no se aburriera, había juzgado útil trabar inmediatamente conocimiento con él y estaba a punto de hacerle un relato inflamado. Era un consejero titular (81), de unos cuarenta años, muy marcado por la viruela, muy pobre, con la carga de una mujer tísica y de un hijo enfermo; de carácter extremadamente comunicativo y pacífico, por lo demás bastante delicado. Me alegré de su presencia; a incluso así me vi salvado, porque, de lo contrario, qué habría podido yo decirle a Versilov? Yo sabía, había sabido con seguridad aquellos tres días, que Versilov vendría por sus pasos, él primero, exactamente como yo deseaba, porque por nada en el mundo habría sido yo el primero en ir a su casa, no por obstinación, sino precisamente por afecto a él, por no sé qué celos amorosos, no llego a expresar este sentimiento. Por lo demás, en general, el lector no encontrará en mí elocuencia alguna. Pero en vano lo había yo aguardado aquellos tres días imaginándomelo constantemente en el momento de hacer su entrada; era incapaz de calcular con anticipación, a pesar de todos mis esfuerzos, de qué íbamos a hablar, de golpe y porrazo, después de todo to que había pasado.

-Ah, ya estás aquí! - y me tendió amistosamente la mano, sin levantarse -. Siéntate aquí, junto a nosotros. Pedro Hippolitovich estaba a punto de contar una historia muy interesante sobre esa piedra que hay cerca de los cuarteles de Pablo... o en uno de esos parajes...

í, ya sé la piedra que es - respondí apresuradamente, sentándome en una silla junto a ellos.

Estaban delante de la mesa. La habitación formaba un cuadrado exacto de cuatro metros de lado. Yo respiraba penosamente.

Un relámpago de satisfacción brilló en los ojos de Versilov: sin duda no estaba tranquilo, sin duda pensaba que yo querría hacer una escena. Ahora se había tranquilizado.

ímicos.

-Pues bien, la cosa ocurrió en el reinado del difunto emperador (82) - dijo Pedro Hippolitovitch volviéndose hacia mí.

éxito de su relato.

-Sabe usted cuál es la piedra a que me refiero, una estúpida piedra en mitad de la calle y que no hace más que molestar: El emperador pasó por allí muchísimas veces, y aquella piedra estaba siempre en el mismo sitio. Aquello terminó por irritarlo, puesto que, efectivamente, era una verdadera montaña, una montaña en plena calle, que estropeaba la perspectiva. "Que desaparezca esa piedra! " Había dicho: "Que desaparezca! ", y ya comprenderán ustedes lo que eso significaba: "Que desaparezca! " Se acuerdan ustedes de cómo era el difunto emperador? Qué hacer con aquella piedra? Todo el mundo andaba de cabeza. Estaba el Consejo municipal, y había alguien, no me acuerdo exactamente quién, pero uno de los más altos personajes de aquel tiempo, que estaba encargado de aquella misión. Pues ese personaje se entera de lo siguiente: le dicen que aquello costará quince mil rublos, ni uno más ni uno menos, y además rublos de plata (puesto que, en el reinado del difunto emperador, se acababan de cambiar los billetes por plata). "Quince mil rublos! Es posible?" Primeramente los ingleses querían colocar carriles, ponerla encima y llevársela luego en una máquina de vapor; pero cuánto no habría costado aquello? Todavía no existían los ferrocarriles; la única línea que funcionaba era la de Tsarskoie Selo...

ían aserrar?

ía lleno de despecho y vergüenza delante de Versilov; pero éste escuchaba con un visible placer. Comprendí que el casero era para él una persona grata por el simple hecho de que también él tenía vergüenza de estar delante de mí; era una cosa que se le notaba a las claras y que incluso resultaba conmovedora.

ésa fue la idea que surgió entonces, la de Monferrand, ya usted sabe, el que en aquellos momentos estaba construyendo San Isaac (83). La aserraremos, decía, y luego se la llevarán. Sí, pero a qué precio?

-No veo que tuviera que resultar tan costoso; simplemente aserrarla y llevársela.

ítame, hacía falta instalar una máquina, una máquina de vapor, y, además, llevársela adónde?Una montaña de semejante tamaño! Se decía que la cosa no costaría menos de diez mil rublos, diez mil o doce mil.

ía, la cosa no sucedió así... - pero en aquel momento Versilov me hizo un guiño imperceptible y entreví en el gesto una compasión tan delicada hacia mi casero, incluso un tal sufrimiento por él, que aquello me agradó enormemente y me eché a reír.

-Bueno, vamos a ver, vamos a ver - dijo el otro, alegre, que no se había dado cuenta de nada y que temía terriblementa, como todos los narradores, ser interrumpido con preguntas -. Entonces viene un burgués, todavía joven, ya ustedes me comprenden, un verdadero ruso, con una puntiaguda perilla, con el caftán cavéndole hasta los tobillos, quizás un poco embriagado... bueno, no precisamente embriagado. He aquí que se acerca precisamente en el momento en que están conferenciando los ingleses y Monferrand. Y el personaje encargado del asunto, que acaba de llegar en su coche, escucha y se enfada: cómo es posible que lleven tanto tiempo discutiendo y que no hayan llegado a ninguna conclusión? De pronto se da cuenta de que a cierta distancia está plantado aquel burgués y que sonríe con un aire falso, bueno, no es que sea falso, no es eso, sino...

ónico - propuso prudentemente Versilov.

ónico, es decir, un poco irónico, esa sonrisa rusa tan especial, ustedes me comprenden. Pues bien, el gran personaje, enfadado como estaba, como ustedes se hacen cargo, le grita:

-Y tú, el barbudo, qué esperas ahí? Quién eres?

"-No hago más que mirar la piedra -dice -, Alteza.

"Porque en realidad era Alteza, tal vez incluso era el príncipe Suvorov, el italiano, el descendiente del general... No, no era Suvorov; es lástima, me he olvidado de quién era, pero desde luego lo mismo daba que fuera Alteza que no, era un ruso auténtico, un verdadero tipo ruso, un patriota, un gran corazón ruso; así es que lo adivinó todo.

"-Por qué te ríes? Es que podrías llevarte tú la piedra?

"-Me río de los ingleses, Alteza. Desde luego piden tan caro porque la bolsa rusa está bien hinchada y en su país no tienen qué comer. Que me dé su Alteza cien rublos y mañana por la tarde la piedra ya estará quitada.

"Ya pueden ustedes figurarse la escena. Los ingleses, naturalmente, querían comérselo crudo; Monferrand se echó a reír; solamente aquel príncipe, aquel buen corazón ruso, dijo:

"-Que le den cien rublos! Seguro que la quitarás?

"-Mañana por la tarde estará quitada, Alteza.

"-Y cómo vas a arreglártelas?

"-Eso, sea dicho sin ofender a Su Alteza, es secreto nuestro - respondió, y, ustedes me comprenden, en buen idioma ruso. Aquello le agradó:

"-Bueno, que le den lo que pida!

"Y lo dejaron allí. Pues bien, qué creen ustedes? Lo hizo tal como lo había dicho o no?

El narrador se detuvo y paseó sobre nosotros una mirada enternecida.

é - sonrió Versilov. (Por mi parte, yo estaba sombrío. )

-Pues bien, lo hizo,y cómo! - exclamó el otro tan triunfante como si lo hubiera hecho él mismo -. Contrató a mujiks con palas, algunos buenos rusos sencillamente, y excavó un foso alrededor de la piedra; toda la noche estuvieron excavando, se hizo un enorme agujero, exactamente del tamaño de la piedra y quizás un dedo más profundo, y cuando todo estuvo acabado, ordenó ahondar poco a poco y prudentemente por debajo de la piedra. Como es natural, al poco tiempo la piedra no tenía ya tierra que la sostuviera, y empezó a perder el equilibrio; una vez que se tambaleaba, la empujaron por el otro lado a fuerza de brazos, a la rusa, y,pum!,he aquí a la piedra dentro del agujero! Se rellenó lo demás con la pala, se apisonó la tierra con un pilón y por encima se rehízo la calzada. La piedra había desaparecido! Todo estaba despejado!

ían adivinado todo desde hacía tiempo, se enfurecen. Monferrand llega: "Es un trabajo a lo mujik -dice -, demasiado sencillo. Pero todo consistía en eso, que era tan sencillo como los buenos días y que a ustedes no se les podía ocurrir,partida de imbéciles!" Y todavía hay más: el gran jefe, el personaje del Gobierno, lo cogió y lo abrazó: "Pero, de dónde eres tú?" "Yo, de la provincia de Iaroslavl (84), Alteza. Somos sastres de profesión, y en el verano venimos a la capital a vender fruta." Pues bien, la cosa llegó hasta las autoridades; las autoridades ordenaron que le colgasen al cuello una medalla; él se paseaba por todas partes con la medalla al cuello, luego se dedicó a beber. Ustedes saben que nosotros, los rusos, no tenemos arreglo. Por eso todavía nos dejamos comer por los extranjeros, no es así? (85).

-Desde luego, el espíritu ruso... - empezó a decir Versilov.

Pero en aquel momento el narrador tuvo la suerte de que lo llamara su esposa enferma, y corrió a atenderla. De lo contrario yo no habría podido contenerme. Versilov se reía.

ás innoblemente patriótico que hay entre todos los relatos de ese género. Pero, cómo interrumpirlo? Tú mismo has visto cómo se hinchaba de placer. En realidad, creo que esa piedra está todavía en su sitio, si no me equivoco, y de ninguna forma en el agujero...

-Oh Dios mío! - exclamé ---. Claro que está allí! Cómo se ha atrevido... ?

é dices? Por lo que veo, estás verdaderamente indignado. Ha debido confundirse: en mi infancia también escuché una historia así a propósito de una piedra, pero desde luego no se trataba de ésa. "La cosa llegó hasta las autoridades." Es que toda su alma cantaba en aquel momento: "llegó hasta las autoridades". . En ese ambiente lastimoso, esas anécdotas son necesarias. Cuentan con un gran número, sobre todo a causa de su intemperancia. No han aprendido nada, no saben nada, no saben nada exactamente. Pues bien, fuera de los naipes y de su oficio, sienten deseos de hablar de algo humano, poético... Quién es, en el fondo, este Pedro Hippolitovitch?

ás pobre de las criaturas, un desgraciado.

ójimo; ha querido agradarnos. Su sentimiento patriótico también queda satisfecho; por ejemplo, tienen también la anécdota esa de que Zavialov (86) recibió de los ingleses la oferta de un millón, con la condición única de no poner su marca en sus artículos...

-Oh Dios mío! Conozco esa anécdota.

én no la conoce? También él, al hacerte su relato, sabe que seguramente tú to has oído ya, pero te lo cuenta a pesar de todo, figurándose voluntariamente que no lo sabes. La visión del rey de Suecia (87) parece haber pasado de moda; pero en mi juventud la repetían con delicia y con murmullos misteriosos, de la misma manera que aquella otra historia según la cual, a principios de siglo, cierto personaje se habría puesto de rodillas en pleno Senado delante de los senadores (88). Había también muchas anécdotas a propósito del comandante Bachutski (89) y del robo de un monumento. Les encantan las anécdotas sobre la corte: por ejemplo las historias acerca de Tchernychev (90), un ministro del último reinado, quien, a la edad de setenta años, habría transformado tan perfectamente su fisonomía que no se le calculaban más de treinta, y el difunto emperador no creía to que sus ojos estaban viendo en los desfiles...

én conozco esa historia.

én no la conoce? Todas estas anécdotas son el colmo del mal gusto. Pero has de saber que esta categoría del mal gusto está extendida mucho más amplia y profundamente de lo que creemos. El deseo de mentir para agradar al prójimo, lo encontrarás incluso en la mejor sociedad, puesto que todos nosotros sufrimos de esta intemperancia del corazón. Únicamente que entre nosotros son historia de otro género: qué no se cuenta de nosotros, por ejemplo, en América?Es espantoso, a incluso entre hombres de Estado! Yo mismo, lo confieso, pertenezco a esta categoría de personas y toda mi vida he sufrido por eso.

én yo he contado varias veces la historia de Tchernychev.

-Tú también, ya?

-Vive conmigo otro inquilino, un funcionario también marcado por la viruela, ya viejo, pero terriblemente realista, y en cuanto que Pedro Hippolitovitch abre la boca, se pone a interrumpirlo y a contradecirlo. Tan bien lo hace, que el otro lo adula como un esclavo y no trata más que de hacérsele agradable, únicamente para conseguir que lo escuche.

Ése es otro tipo de mal gusto, a incluso más desagradable quizá que el primero. El primero es todo entusiasmo! "Déjame exagerar; ya verás lo bonito que es." El segundo no es más que prosa y melancolía: "No me cuente historias: dónde fue eso?, cuándo?, qué año?" Un hombre sin corazón, en una palabra. Amigo mío, permite siempre a los hombres mentir un poco, es de lo más inocente. Incluso déjalos mentir mucho. Primeramente así demostrarás tu delicadeza; por otra parte, en cambio, te dejarán mentir a ti: dos enornes ventajas que adquieres a la vez. Que diable! Es necesario amar al prójimo. Pero tengo prisa. Estás instalado maravillosamente - agregó, levantándose de su silla -. Le contaré a Sofía Andreievna y a tu hermana que te he hecho una visita y que te he encontrado bien de salud. Hasta la vista, querido mío.

ómo, eso es todo? Pero yo no tenía la menor necesidad de esto; yo esperaba otra cosa, lo esencial, aunque comprendiera perfectamente que no podía ser de otra manera. Lo acompañé, con una vela en la mano, hasta la escalera; el casero hizo intención de salir de su casa, pero, muy dulcemente, sin que Versilov se diera cuenta, lo agarré del brazo, y tiré de él con brutalidad. Me lanzó una mirada de asombro, pero se eclipsó instantáneamente.

ñaba Versilov arrastrando sus palabras por decir algo y temiendo sin duda que yo dijera alguna cosa -. No estoy acostumbrado a estas escaleras, y estás en un segundo piso. Bueno, ya podré orientarme yo solo. No te molestes más, muchacho, vas a enfriarte.

ándolo estos tres días.

La frase se me escapó a pesar mío. Me atraganté.

ía con toda seguridad que usted vendría.

ía que tú sabías que yo vendría. Gracias, muchacho.

Se calló. Estábamos delante de la puerta y yo lo seguía aún. Abrió; el viento, que se coló bruscamente, me apagó la vela. Entonces lo agarré del brazo; había una completa oscuridad. Se estremeció, pero no dijo ni una palabra. Me lancé sobre su mano y me puse a besársela ávidamente, varias veces, una multitud de veces.

ño, por qué me quieres tanto? - dijo, pero con uua voz completamente distinta.

Esa voz temblaba y producía un sonido totalmente nuevo; se habría dicho que no era él quien hablaba.

Yo quería responder, pero no pude, y volví a subir corriendo. Él seguía aguardando en el mismo sitio, y solamente cuando llegué a mi piso oí abrirse y cerrarse con ruido la puerta de afuera. Escapando al casero, que una vez más se hallaba en el corredor, me deslicé dentro de mi habitación, corrí el cerrojo y, sin encender la vela, me arrojé encima de la cama, el rostro contra la almohada, y lloré, lloré. Era la primera vez que lloraba desde la época de Tuchard. Aquellos sollozos se me escapaban con tanta fuerza, y yo era tan feliz... Pero, cómo describirlo?

ómo tuvo que arrepentirse! Me mostré un déspota terrible. Como de costumbre, entre nosotros no se volvió a hablar de aquella escena. Al contrario, nos encontramos al día siguiente como si nada hubiera sucedido. Es más, aquella segunda noche me mostré casi grosero, y también él me pareció seco. Me pasaba algo raro; no sé por qué, no había ido todavía a su casa, a pesar de mi deseo de ver a mi madre.

Durante todo aquel tiempo, es decir, durante aquellos dos meses, no hablamos más que de las materias más abstractas. Y eso es to que me asombra: no hacíamos más que tratar de cuestiones abstractas, las más humanas y las más indispensables sin duda, pero sin rozar lo más mínimo lo esencial. Ahora bien, en lo esencial muchísimas cosas necesitaban ser decididas y aclaradas, a incluso lo necesitaban con urgencia, pero aquello era precisamente de lo que no hablábamos. Yo no decía nada ni de mi madre, ni de Lisa... ni, en fin, de mí mismo, de toda mi historia. Era vergüenza o bien algún capricho de juventud? Lo ignoro. Supongo que era por puerilidad, puesto que la vergüenza podia, a pesar de todo, ser superada. Yo lo tiranizaba terriblemente a incluso varias veces llegué a rozar la insolencia, hasta contra mi corazón: aquello se hacía por sí mismo, irresistiblemente, sin que yo pudiera evitarlo. En cuanto a él, en su tono había, como antiguamente, una ligera ironía, aunque siempre extremadamente acariciadora, a pesar de todo. Lo que me chocaba también era que él prefiriese venir a mi casa, tanto que acabé yendo muy raramente a casa de mi madre, una vez por semana, no más, sobre todo en la época más reciente, cuando me sentía completamente aturdido. Él venía siempre por las noches y se quedaba para charlar; le gustaba también charlar con mi casero; me ponía furioso que un hombre como él hiciera eso. Se me ocurrió una idea: sería tal vez que no disponía de otras personas a las que visitar? Pero yo sabía con toda certeza que tenía amistades; en aquellos últimos tiempos había incluso reanudado muchas antiguas relaciones mundanas descuidadas el año anterior; pero no parecía que lo sedujeran desmesuradamente y muchas de ellas no las había renovado más que de una forma oficial; prefería venir a mi casa. A veces me conmovía mucho el hecho de que, al presentarse por las noches, casi todas las veces tenía una especie de timidez en el momento de abrir la puerta y, en el primer instante, me miraba siempre con una singular inquietud en los ojos: aNo te molesto? Dímelo francamente y me iré." Incluso algunas veces llegaba a decirlo. Una vez, por ejemplo, justamente en estos últimos tiempos, a entró en el instante en que yo estaba ya completamente vestido con un traje que acababa de salir de casa del sastre, y me preparaba a ir a recoger al "príncipe Serioja" para dirigirme con él a un sitio donde tenía algo que hacer (más tarde explicaré a qué sitio). Entró y se sentó, probablemente sin darse cuenta de que yo me disponía a salir; algunos momentos tenía distracciones extraordinarias. Como al azar, dejó caer la conversación sobre el casero; yo me puse furioso.

-Ah, querido! - y de pronto se levantó -, pero veo que te dispones a salir y que te estoy molestando... Perdóname, te lo ruego.

ó humildemente a marcharse. Era aquélla su humildad ante mí por parte de un hombre tan mundano y tan independiente, y dotado de tanta originalidad, la que resucitaba de golpe en mi corazón toda mi ternura hacia él, toda mi confianza en él. Pero, si me quería hasta tal punto, por qué entonces no me había detenido en el momento de mi infamia? No tenía más que haber dicho una palabra y tal vez yo me habría contenido. Tal vez no. Pero él veía sin embargo ese dandismo, esas fanfarronadas, ese Matvei (incluso una vez había querido llevarlo en mi trineo, pero él se había negado siempre, a incluso aquello se había reproducido varias veces y siempre se había negado). Veía sin embargo que yo gastaba sumas locas, y ni una palabra, ni una sola palabra, ni la más mínima curiosidad. Eso me asombra todavía, incluso hoy. Y yo, como de costumbre, no me cortaba delante de él; lo mostraba todo con ostentación, naturalmente, sin darle la explicación más mínima. Él no me hacía preguntas y yo tampoco hablaba.

és de la renuncia a la herencia, le pregunté de qué iba a vivir ahora.

-Ya me las arreglaré, amigo mío - declaró con una calma extraordinaria.

Hoy sé que hasta el capitalito de Tatiana Pavlovna, cinco mil rublos, ha sido gastado a medias por Versilov en estos dos últimos años.

ío - dijo él de pronto y con mucha tristeza -, frecuentemente le advertí a Sofía Andreievna, en los comíenzos de nuestra unión, o mejor dicho, en los comienzos, a mediados y al final: "Querida mía, te atormento y te atormentaré siempre, y no me arrepiento mientras estás frente a mí; pero, si murieses, sé que me dejaría morir a modo de castigo."

Por lo demás, me acuerdo de que aquella noche se mostró especialmente franco:

ácter y sufriese por darme cuenta de eso! Pero no, sé muy bien que soy infinitamente fuerte. Fuerte en qué, según tú? Pues bien, precisamente con esa fuerza inmediata de poder adaptarme a lo que quiera que sea, que es tan característica de los rusos inteligentes de nuestra generación. Nada puede derribarme, nada puede destruirme, y nada me asombra. Soy vivaz como un perro pastor. Puedo experimentar con la mayor comodidad del mundo dos sentimientos opuestos en el mismo instante y eso sin que mi voluntad participe en ello. Pero yo sé sin embargo que es desleal, sobre todo porque es demasiado razonable. He vivido cerca de cincuenta años, y hasta hoy ignoro si es un bien o un mal haber llegado a esta edad. Sin duda me gusta la vida, y eso se desprende directamente de los hechos; pero para un hombre como yo, amar la vida es una cobardía. Hay cosas nuevas en estos últimos tiempos: los Krafts no se adaptan, y se saltan la tapa de los sesos. Es evidente que los Krafts son imbéciles; por tanto nosotros somos los inteligentes, pero no se puede trazar ningún paralelo y la pregunta queda sin contestar. Es posible que la tierra no exista más que para gente como nosotros? Es probable que sí. Pero esta idea es de por sí bastante desoladora. En fin, el caso es que la pregunta queda sin contestar.

ía si era sincero o no. Había siempre en él no sé qué repliegue del que no quería deshacerse a ningún precio.

III

Lo abrumé entonces a fuerza de preguntas. Me lancé sobre él como un hambriento sobre un trozo de pan. Me respondía siempre con amabilidad y sencillez, pero al final terminaba siempre recurriendo a aforismos generales, tanto que era imposible deducir en resumen algo. Ahora bien, todas aquellas preguntas me habían turbado durante toda mi vida y, lo reconozco francamente, ya en Moscú, yo aplazaba su solución a nuestra entrevista de Petersburgo. Se lo declaré incluso, y no se burló de mí: al contrario, me acuerdo de eso, me estrechó la mano. Sobre la política general y los problemas sociales, no pude sacarle casi nada, y sin embargo aquellas cuestiones, en vista de mi "idea", eran las que más me turbaban. Sobre personas como Dergatchev, le arranqué una vez esta observación: "Están por debajo de toda crítica", pero agregó de una manera muy extraña que se reservaba el derecho de no conceder a su propia opinión "ninguna importancia". Cómo acabarán los estados contemporáneos y el universo? Cómo se restablecerá la paz social? A todo eso se hizo el sordo durante mucho tiempo; por fin obtuve penosamente de él estas pocas palabras:

á de la manera más ordinaria. Completamente por las buenas, todos los estados, a pesar del equilibrio de los presupuestos y "la ausencia de déficit", un beau matin án cogidos definitivamente en sus propias mentiras y todos, desde el primero al último, se negarán a pagar, para renovarse en seguida, desde el primero al último, en una bancarrota universal. Sin embargo, todos los elementos conservadores del mundo entero se opondrán a eso, puesto que ellos serán los accionistas y los acreedores y no querrán admitir la quiebra. Entonces se producirá naturalmente una especie de oxidación general; en seguida todos los que nunca han tenido acciones y que en general nunca han tenido nada, es decir, todos los mendigos, se negarán naturalmente a participar en la oxidación... Vendrá la batalla, y después de setenta y siete derrotas, los mendigos aniquilarán a los accionistas, les quitarán sus acciones y se instalarán en lugar de ellos, como accionistas también, se entiende. Quizá dirán algo nuevo; quizá no. Lo más probable es que también ellos lleguen a la bancarrota. A continuación, amigo mío, soy incapaz de leer más lejos en los destinos que transformarán la faz de este mundo. Por lo demás, estudia el Apocalipsis...

únicamente por cuestiones económicas va a acabar el mundo actual?

-Oh!, claro está que yo no me he fijado más que en un ángulo del cuadro, pero ese ángulo se relaciona con todo el resto por vínculos indisolubles.

é se debe hacer?

ío, no tengas prisa: todo esto no va a suceder ahora mismo. Hablando de una manera general, lo mejor es no hacer nada en absoluto. Uno tiene por lo menos la conciencia tranquila, puesto que no ha participado en nada.

-Déjese de eso, hablemos en serio. Quiero saber lo que tengo que hacer y cómo debo vivir.

-Lo que tienes que hacer, querido? Sé honrado, no mientas nunca, no desees la casa de tu prójimo, en una palabra, relee los Diez Mandamientos: todo eso está escrito en ellos para toda la eternidad.

ás no son más que palabras, siendo así que hace falta obrar.

-Usted todo lo toma a broma. Además, qué haría yo solo con sus Diez Mandamientos?

ás en práctica, a pesar de tus preguntas y de tus dudas, y serás un gran hombre.

-Ignorado de todos.

ía.

á bromeando!

-Pues bien, si lo tomas todo tan en serio, lo mejor sera que trates de especializarte lo antes posible. Hazte arquitecto o abogado. Tendrás entonces una ocupación verdadera y seria, te calmarás y olvidarás todas esas chiquilladas.

Me callé. Qué más podía sacar? Y sin embargo, después de cada una de aquellas conversaciones, me sentía aún más turbado que antes. Además, veía claramente que en él seguía habiendo una especie de misterio; eso era lo que me atraía hacia él más y más.

í un día-, siempre he sospechado que usted hablaba así únicamente por despecho y por súfrimiento, mientras que en el fondo de usted mismo está adherido a no sé qué idea superior que usted oculta o que se avergüenza de confesar.

-Te doy las gracias, querido mío.

ás sublime que hacerse útil. Dígame en qué, en el momento dado, puedo ser más útil. Sé que no va a resolverme usted la pregunta. Pero sólo necesito su opinión, dígamela y haré lo que usted diga,lo juro! Pues bien, en qué consiste ese gran pensamiento?

í el gran pensamiento.

ás grande? No, en verdad, usted ha indicado toda una vía a seguir. Usted me lo dirá sin embargo: es la más grande?

-Es muy grande, amigo mío, muy grande. Pero no es la más grande; es grande, pero de segunda categoría, y grande solamente en el momento actual: el hombre, una vez saciado, perderá el recuerdo de esto; por el contrario, dirá en séguida: "Bueno, heme aquí saciado. Y ahora, qué voy a hacer?" La pregunta queda eternamente sin contestar.

"ideas ginebrinas". No he comprendido qué quiere decir eso de " ideas ginebrinas".

ío, es la virtud sin el Cristo, son las ideas de hoy día, o, por decirlo mejor, es la idea de toda la civilización moderna; en una palabra, es una de esas largas historias que son muy fastidiosas de empezar y haríamos mejor callándonos.

ía callarse!

érdate, amigo mío, de que el silencio es cosa sin peligro, buena y bella.

-Bella?

-Desde luego. El silencio es siempre hermoso, y el silencioso es siempre más bello que el charlatán.

í!

-Querido mío - me dijo de pronto, cambiando ligeramente de tono, incluso con sentimiento y con una cierta insistencia particular-, querido mío, no quiero en forma alguna seducirte con alguna buena virtud burguesa a cambio de tus ideales. Yo no te digo que "la felicidad vale más que el heroísmo". Al contrario, el heroísmo es superior a no importa qué felicidad, y la sola predisposición al heroísmo constituye la felicidad. Así, pues, eso es una cosa que queda bien resuelta entre nosotros. Si siento respeto por ti, es porque tú has sabido, en nuestra época podrida, crearte en tu corazón una "idea" para ti (tranquilízate, me acuerdo de eso muy bien). Sin embargo, es imposible no pensar también en la mesura, puesto que tienes deseos ahora de una vida resonante, de incendiar no sé qué, de hacer añicos no sé qué, de elevarte por encima de toda Rusia, de pasar como una nube fulgurante, de sumir a todo el mundo en el espanto y en la admiración y de desvanecerte en los Estados Unidos. Seguramente hay algo como esto en tu corazón, y por eso creo útil prevenirte, puesto que he concebido por ti un afecto sincero.

Qué podía yo sacar tampoco de aquello? Allí no había más que inquietud respecto a mí, a propósito de mi suerte material. Era el padre con sus sentimientos prosaicos, aunque buenos, pero era eso lo que me hacía falta, en presencia de ideas por las cuales todo padre leal debería enviar a su hijo a la muerte, como el viejo Horacio a los suyos por la idea romana?

ón, pero en aquel terreno la bruma era aún más densa. Si yo preguntaba: qué debo hacer en este sentido?, me respondía de la manera más tonta, como a un niñito: hace falta creer en Dios, querido mío.

é una vez, lleno de irritación.

á muy bien, querido.

ómo que está muy bien?

-Es un signo excelente, amigo mío; es incluso el más seguro de todos, puesto que nuestro ateo ruso, si solamente es ateo de verdad y tiene un poquito de espíritu, es el mejor hombre del mundo, siempre dispuesto a acariciar a Dios, porque es bueno, y es bueno porque está inmensamente satisfecho de ser ateo. Nuestros ateos son gente respetable y dignos de toda confianza; son; por así decirlo, el sostén de la patria...

ía. Solamente una vez enunció sus pensamientos, pero de una manera tan rara, que me quedé todavía más asombrado, sobre todo teniendo en cuenta todas aquellas veleidades católicas y todas aquellas cadenas de las que yo había oído hablar:

ío - me dijo un día, no en casa, sino en la calle, después de una larga conversación, mientras lo acompañaba -. Amigo mío, amar a los hombres tal como son es imposible. Y sin embargo es preciso. Por eso hay que hacerles el bien refrenando los propios sentimientos, tapándose la nariz y cerrando los ojos (esta última condición es indispensable). Debes soportar el mal que te hacen, sin tomarles odio, si eso es posible, "acordándote de que también tú eres hombre". Naturalmente, tienes derecho a mostrarte severo con ellos si te ha sido concedido el ser un poco más inteligente que el término medio. Los hombres son bajos por naturaleza y les gusta amar por miedo; no te dejes coger en este amor y no ceses nunca de despreciarlos. En alguna parte del Corán, Alá ordena a su profeta que mire a los "recalcitrantes" como si fueran ratones, que les haga el bien y siga su camino. Es una conducta un poco altanera, pero es justa. Has de saber despreciarlos, incluso cuando son buenos, porque entonces es precisamente cuando son más infectos. Oh, amigo mío, hablo así porque me conozco muy bien! Quien no es demasiado bestia no puede vivir sin despreciarse, honrado o pillo, poco importa. Amar a su prójimo y no despreciarlo, es imposible. A mi entender, el hombre ha sido creado físicamente con la incapacidad de amar a su prójimo (91). Hay en eso un error de lenguaje, desde el principio mismo, y "el amor a la humanidad" debe comprenderse únicamente en el sentido de la humanidad que tú te creas a ti mismo en tu corazón (en otras palabras, me creo a mí mismo así como al amor hacia mí), y que por consiguiente no existirá nunca en realidad.

á nunca?

-Reconozco, amigo mío, que eso sería un poco idiota, pero no tengo yo la culpa. Y como no se me ha pedido mi opinión en el momento de la creación del mundo, me reservo el derecho a pensar lo que me parezca.

ómo, después de eso, le pueden llamar a usted - exclamé - cristiano, monje cargado de cadenas, predicador?No lo comprendo!

-Y quién me llama así?

Se lo conté. Me escuchó muy atentamente, pero dejó que la conversación decayera...

ósito de qué tuvimos aquella charla memorable. Pero incluso se enfadó, lo que no le sucedía casi nunca. Hablaba con pasión y sin ironía, como si estuviera dirigiéndose a otra persona. Pero todavía yo no lo escuchaba con confianza: no era posible que se pusiese a tratar con un chiquillo como yo de temas tan serios.

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Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
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Notas
Indice de los personajes

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