Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Segunda parte. Capítulo VI

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO VI

I

"Está claro, hace falta ir allí! ", decidí mientras me apreuraba a volver a casa. Hace falta ir allí inmediatamente. Lo más probable será que me la encuentre sola; sola o con alguien, poco importa: se la puede llamar. Me recibirá; se quedará asombrada, pero me recibirá. Si no me recibe, insistiré para que lo haga, le mandaré decir que es absolutamente necesario. Creerá que se trata del documento, y me recibirá. Y me enteraré de todo con respecto a Tatiana. A continuación... pues bien, a continuación, qué? Si soy yo el que estoy equivocado, presentaré mis excusas; si tengo razón y es ella la que se ha portado mal, entonces será el fin de todo. Qué es lo que voy a perder? Nada. Vamos allá, vamos allá! "

é nunca, y me acordaré de eso con orgullo,no fui de ninguna rnanera! Nadie lo sabrá, esto quedará ignorado, pero me basta con saberlo yo, con saber que en aquel momento he sido capaz de una reacción de infinita nobleza. "Es una tentación, y la venceré", decidí al fin, después de haber reflexionado. "Se me ha querido asustar, pero yo no he creído, no he perdido mi fe en su pureza. Qué necesidad hay de ir allí? Para informarme de qué?, Por qué tendría ella que creer en mí de la misma manera absoluta que yo creo en ella, creer en mi "pureza", no temer mí "impulsividad" y no ocultarse detrás de Tatiana? Yo no he merecido todavía nada de eso a sus ojos. Que ella ignore, pues, que lo merezco, que no me dejo seducir por las "tentaciones", que no creo en las malas lenguas. Por el contrario, yo lo sé, y así me respetaré más. Respetaré mi sentimiento. Oh!, sí, ella me ha dejado hablar delante de Tatiana, ha admitido a Tatiana, sabía que Tatiana estaba allí y escuchaba (puesto que no podía menos que escuchar), sabía que Tatiana se burla de mí,es espantoso, espantoso...! Pero... y si era imposible evitarlo? Qué podía ella hacer en su situación, y cómo acusarla de eso?

No le he mentido yo respecto a Kraft? No la he: engañado yo también, porque también era imposible evitarlo? También yo he mentido involuntariamente, inocentemente. "Ah, Dios mío! - exclamé de pronto sonrojándome dolorosamente -, yo mismo, yo mismo, qué es lo que acabo de hacer?, no he sido yo quien la he atraído delante de esa misma Tatiana, no he sido yo quien acabo de contárselo todo a Versilov? Pero, para qué hablar de mí? Hay una gran diferencia. Se trataba solamente del documento; en el fondo, yo no le he hablado a Versilov más que del documento, porque no había otra cosa que contarle ni podía haberla. No he sido yo el primero en prevenirle, y el primero que le he asegurado que no podía haber otra cosa? Es un hombre que comprende la vida. Hum....,pero sin embargo ese odio en su corazón, todavía a estas alturas, hacia esa mujer! Qué drama ha debido producirse en otros tiempos entre ellos y por qué?Naturalmente por amor propio! ún sentimiento fuera de un amor propio ilimitado"

í, este último pensamiento se me escapó, y ni siquiera lo noté. He aquí, pues, las ideas que, sucesivamente, una tras otra, atravesaron entonces mi cerebro, y yo era en ese momento sincero conmigo mismo: no disimulaba, no me engañaba a mí mismo; y si hay alguna cosa que yo no haya comprendido en aquel instante, es únicamente porque me ha faltado la comprensión, y no por hipocresía ante mí mismo.

Volví a entrar en la casa, presa de una excitación espantosa, y, no sé por qué, de un humor muy alegre, aunque muy turbio. Pero temía analizarme y me esforzaba con todas mis fuerzas en distraerme. Inmediatamente fui a buscar a la casera: habia habido en efecto una terrible disputa entre su marido y ella. Era una mujer de funcionaiio, completamente tuberculosa y buena, pero, como todas las enfermas del pecho, extremadamente caprichosa. Me dediqué inmediatamente a reconciliarlos. Vi al inquilino, un imbécil muy grosero, marcado por la viruela, excesivamente vanidoso, que trabajaba en un Banco, un cierto Tcherviakov, por el que no sentía la menor simpatía, pero con quien mantenía sin embargo relaciones pacíficas porque tenía la debilidad de aliarme con él para tomarle el pelo a Pedro Hippolitovitch. Lo convencí en seguida para que no se marchara; por lo demás, no estaba decidido en forma alguna a hacerlo. Por fin calmé definitivamente a la casera y, además, supe arreglarle muy bien su almohada.

í una cosa que Pedro Hippolitovitch nunca sabrá hacer! - dijo ella maliciosamente.

En seguida me ocupé en la cocina de prepararle sus cataplasmas, y con mis propias manos le fabriqué dos totalmente notables. El pobre Pedro Hippolitovitch me miraba con envidia, pero no le permití que las tocase siquiera y fui recompensado, literalmente, con lágrimas de agradecimiento. Luego, me acuerdo muy bien, todo aquello me aburrió de golpe y adiviné bruscamente que no era en modo alguno por bondad de alma por lo que cuidaba a la enferma, sino por hacer algo, no sabía por qué, o por alguna razón totalmente distinta.

Aguardaba nerviosamente a Matvei: aquella noche estaba decidido a probar la suerte por última vez y... y, además de la suerte, sentía una necesidad terrible de jugar; de lo contrario aquello rne habría resultado insoportable. Si no hubiese ido a ninguna parte, no habría podido contenerme y me habría dirigido a casa de ella. Matvei debía llegar pronto, pero de repente la puerta se abrió y vi entrar a una visitante inesperada: Daria Onissimovna. Fruncí las cejas y dejé revelar mi asombro. Ella sabía dónde vivía yo porque una vez había venido a darme un recado de mi madre. La invité a que se sentara y la miré con aire interrogador. Ella no dijo nada, limitándose a mirarme a los ojos y a sonreír humildemente.

á de parte de Lisa? - pregunté de repente.

í.

Le advertí que iba a salir; respondió de nuevo que había venido " porque sí", y que también ella se iba a marchar. De pronto sentí no sé qué movimiento de lástima. Debo hacer constar que, de todos nosotros, de mi madre y en particular de Tatiana Pavlovna, había recibido muchas muestras de simpatía, pero que, después de haberla colocado en casa de Stolbieieva, todos los nuestros la habían olvidado poco más o menos, salvo tal vez Lisa, que la visitaba con frecuencia. El motivo, estoy convencido, procedía de ella misma, puesto que tenía la particularidad de alejarse y desvanecerse, a pesar de toda su humildad y de sus sonrisas humildes. A mí esas sonrisas no me agradaban lo más mínimo: la veía siempre adoptar un aire falso y llegué a pensar un día que no había llorado mucho tiempo a su Olia. Pero esta vez, no sé por qué, sentí lástima de ella.

ó de pronto, bajó los ojos y, lanzando los brazos hacia delante, me cogió por la cintura mientras que su rostro se inclinaba hacia mis rodillas. Me cogió la mano y ya me figuraba que era para besármela, pero se la llevó a los ojos y me la mojó con lágrimas ardientes. Estaba toda sacudida por los sollozos, pero lloraba sin ruido. Se me encogió el corazón, aunque al mismo tiempo empecé a sentirme un poco irritado. Pero ella me besaba con una completa confianza, sin temor a molestarme, siendo así que hacía un momento me dedicaba sonrisas tan tímidas y tan serviles. Le rogué que se calmase.

-Mi buen señor, yo ya no sé qué hacer de mí. En cuanto se pone oscuro, no puedo soportarlo; cuando cáe la noche, ya no puedo resistir allí, es preciso que salga a la calle, a las tinieblas. Lo que sobre todo me atrae es un sueño. Un sueño que ha nacido en mi cerebro y que me dice que cuando salga me la encontraré en la calle. Me pongo a andar y me parece verla. Es decir, que son los otros los que andan, y yo ando detrás adrede y me digo: no es ella?Sí, sí, he ahí que ésa es mi Olia! Y pienso, pienso. Al final he terminado por volverme loca, a fuerza de correr entre la multitud; siento mareos. Empujo a la gente como si estuviera borracha; hay quienes me cubren de injurias. Pero yo guardo todo eso para mí y no voy ya a casa de nadie. Además, vaya adonde vaya, todavía me siento peor. Hace un momento pasé por delante de la casa de usted y me dije: "Y si entrara? Él es mejor que los demás, y además ha presenciado la cosa." Mi buen señor, perdóneme usted; me voy en seguida e iré...

ó bruscamente y se dispuso a marcharse. En aquel momento llegó Matvei; la hice sentarse a mi lado en el trineo y, al pasar, la dejé en su domicilio, en casa de Stolbieieva.

II

ás recientes yo freeuentaba la ruleta de Zerchtchikov. Hasta entonces había ido a tres casas, siempre con el príncipe, que me "introducía" en esos lugares. En una de esas tres casas se dedicaban sobre todo al bacará y se jugaba fuerte. Pero yo allí no me encontraba bien: vela que habría hecho falta mucho dinero y además acudían muchos desvergonzados y muchos jóvenes de la alta sociedad con los bolsillos bien provistos. Eso era precisamente lo que le gustaba al príncipe; le gustaba jugar, pero le gustaba también rozarse con aquellos insensatos. Noté que, si entraba a veces llevándome a su lado, en el curso de la noche se apartaba de mí y no me presentaba a ninguno "de los suyos". Yo tenía el aspecto de un verdadero salvaje, hasta el punto de llamar a veces la atención. En la mesa de juego me sucedía en ocasiones ponerme a charlar con uno o con otro; pero una vez intenté al día siguiente, en la misma sala, saludar a un señor bajito con el que en la víspera no solamente había hablado, sino reído, estando sentado a su lado (e incluso le había adivinado las cartas): pues bien, no me reconoció. O más bien fue peor aún: me miró con un asombro fingido y pasó con una sonrisa. Por consiguiente, abandoné pronto aquella casa y me puse a frecuentar una cloaca; no sabría llamarla de otra manera. Era una ruleta bastante miserable, minúscula, regentada por una prostituta, que sin embargo no se dejaba ver nunca en la sala.

í se estaba en completa confianza y, aunque viniesen oficiales y comerciantes ricos, todo transcurría en familia, lo que no dejaba de atraer a mucha gente. Además allí la suerte me sonreía con frecuencia. Pero dejé de ir después de una sucia historia acaecida un buen día en pleno juego y que acabó con una riña entre dos jugadores. Entonces empecé a acudir a casa de Zerchtchikov, adonde también me había llevado el príncipe. Era un capitán de Caballería retirado, y el tono de sus veladas era muy soportable, un poco militar, muy puntilloso en cuanto a las formas, rápido y práctico. Por ejemplo, no venían nunca ni bromistas ni aguafiestas. Además, el juego estaba muy lejos de ser una broma. Se jugaba al bacará y a la ruleta. Hasta aquella noche, l5 de noviembre, yo había estado allí en total dos veces, y creo que Zerchtchikov me conocía de vista; pero yo no había trabado conocimiento con nadie más. Como si lo hubiera hecho adrede, el príncipe vino aquella noche a eso de las doce con Darzan, de vuelta del bacará de aquellos insensatos del gran mundo donde yo había dejado de ir, así es que aquella noche yo estaba como un desconocido en medio de una muchedumbre desconocida.

Si yo tuviese un lector y éste hubiera leído todo lo que he escrito ya sobre mis aventuras, no tendría necesidad, desde luego, de explicarle que verdaderamente no he nacido para la vida de sociedad, cualquiera que ésta sea. Primeramente, no sé cómo comportarme en el mundo. Cuando voy a un sitio donde hay mucha gente, me parece siempre que todas las miradas me electrizan. Me siento nervioso, me encuentro físicamente a disgusto, incluso en sitios como un teatro, sin hablar de las casas particulares. En todas esas ruletas y esas reuniones, yo era absolutamente incapaz de seguir una conducta normal: tan pronto, sentado, me reprochaba mi exceso de dulzura y de educación, tan pronto me levantaba y cometía alguna grosería. Y, sin embargo, cualquier tunante vulgar, en comparación conmigo, sabía comportarse con una desenvoltura asombrosa y, eso era lo que me daba más rabia: se comportaba tan bien, que yo llegaba a perder más y más mi sangre fría. Lo diré francamente, no sólo hoy, sino incluso entonces, toda aquella sociedad y hasta las ganancias en el juego, si es preciso decirlo todo, acabaron por parecerme repugnantes y dolorosas. Exactamente: dolorosas. Sin duda yo experimentaba un gozo extremado, pero ese gozo lo conseguía mediante el sufrimiento; todo aquello, quiero decir la gente, el juego, y yo, sobre todo, con ellos, me parecía algo espantosamente sucio. "Que tenga la suerte de ganar, y lo mando todo al diablo! ", me decía una y otra vez a mí mismo, al despertarme por la mañana después del juego de la noche. La ganancia por ejemplo: el. dinero no me gustaba lo más mínimo. No voy a repetir la frase trivial, corriente en semejantes casos, de que jugaba por jugar, por las sensaciones, por el placer del riesgo, del azar y todo lo demás, y de ninguna manera por la ganancia. Tenía una necesidad terrible de dinero, y sin duda no era aquél mi camino, ni era mi idea, pero, de una forma u otra, no estaba menos decidido entonces a probar también, a título de experiencia, aquel camino. Había una idea poderosa que me turbaba siempre: "Has llegado a la conclusión de que puedes llegar a ser millonario con toda seguridad, a condición de tener un carácter suficientemente fuerte; ya has hecho la prueba de tu carácter; pues bien, muestra, aquí también, lo que vales: iría a exigir la ruleta más carácter que tu idea?" He aquí lo que yo me repetía. Y como todavía hoy estoy convencido de que, en los juegos de azar, con una calma perfecta, que permita conservar toda la finura de la razón, es imposible no superar la grosería del azar ciego y no ganar, yo debía fatalmente, en esta época, irritarme más y más al ver que a veces perdía mi sangre fría y me embalaba como un muchachillo. "Yo, que he podido resistir el hambre!, no podré dominarme a mí mismo en una tontería semejante?" Eso era lo que me ponía de mal humor. Además, la convicción que yo poseía, por ridículo y humillado que pareciera, de tener un tesoro de fuerza que los obligaría a todos a cambiar de opinión un día sobre mí, esa convicción, desde mis años de infancia humillada, era entonces la única fuente de mi vida, mi luz y mi patrimonio, mi arma y mi consolación, de lo contrario tal vez me habría matado siendo todavía niño. Así, pues, cómo no iba a enfadarme contra mí mismo, viendo la criatura lamentable en que me convertía ante una mesa de juego? He aquí por qué no podía ya abandonar el juego: hoy lo veo claramente. Además de esta razón principal, el mezquino amor propio sufría también: la pérdida en el juego me rebajaba a los ojos del príncipe, a los ojos de Versilov, aunque éste no se dignase decir nada; a los ojos de todos, a incluso de Tatiana; por lo menos eso era lo que me parecía, lo que sentía. En fin, haré además una confesión: estaba ya corrompido; me era ya difícil renunciar a mi comida de siete platos en el restaurante, a Matvei, al almacén inglés, a la opinión de mi perfumista, a todo eso en fin. Ya entonces tenía conciencia de todo aquello, pero cerraba los ojos; es hoy, al escribirlo, cuando me ruborizo.

III

ándome en medio de una muchedumbre desconocida, me instalé primeramente en un rincón de la mesa y empecé jugando cantidades pequeñas. Permanecí así dos horas sin moverme. Fueron dos horas de un terrible marasmo: ni buena ni mala suerte. Dejaba pasar oportunidades asombrosas, tratando de no enfadarme, de dominarlo todo con mi sangre fría y mi seguridad. Al final resultó que, en aquellas dos horas, no había ni ganado ni perdido: de trescientos rublos, había perdido de diez a quince. Aquel resultado miserable me enfureció. Además, sucedió un incidente de lo más desagradable. Yo sé que a veces se encuentra alrededor de esta ruleta a ladrones, no venidos de la calle, sino que son jugadores conocidos. Por ejemplo, estoy persuadido de que el famoso jugador Aferdov es un ladrón; se pavonea hoy por la ciudad; lo he encontrado hace muy poco con sus dos jacas, pero no por eso deja de ser un ladrón, y me ha robado. Pero esta historia es para más tarde; aquella noche fue solamente el preludio: yo había estado sentado aquellas dos horas en el rincón de la mesa y a mi izquierda se encontraba un petimetre muy elegante, un pequeño judío, creo; formaba parte de no sé qué, a incluso escribía y se costeaba sus obras. En el último minuto, gané de golpe veinte rublos. Dos billetes rojos estaban allí delante de mí, cuando bruscamente vi que el pequeño judío tendía la mano y recogía con la mayor tranquilidad del mundo uno de mis billetes. Iba a detenerlo, pero con el aire más insolente y sin elevar la voz, no tiene la frescura de decir que es su ganancia, que acaba de hacer la puesta y que ha ganado? No quiso ni siquiera proseguir la conversación y me volvió la espalda. Como hecho adrede, yo estaba en aquel segundo en un estado de ánimo muy estúpido: se me había ocurrido una gran idea. Escupí, me levanté rápidamente y me fui, sin querer discutir, regalándole el billete rojo. Por lo demás, habría sido una torpeza querer solventar el asunto con semejante pillastre, porque había pasado el tiempo; el juego había continuado. Pues bien, aquello fue por mi parte una falta inmensa, que debía tener sus consecuencias: tres o cuatro jugadores en torno a nosotros habían observado nuestra discusión, y, al verme retroceder tan fácilmente, habían debido de pensar de mí:es uno de ésos! Era exactamente medianoche; me fui a la sala vecina, reflexioné, elaboré un nuevo plan, volví y cambié en la banca mis billetes por monedas de oro. Me vi así en posesión de más de cuarenta monedas. Hice diez partes y resolví apostar diez veces seguidas al éro, cuatro semiimperiales (99) cada vez, una tras otra: "Si gano, será mi oportunidad; si pierdo, tanto mejor: no jugaré más," Haré notar que en aquellas dos horas el éro ía salido ni una sola vez, tanto que, al final, nadie apostaba al zéro.

ó en alta voz el zéro, que no había salido en toda la noche. Me pagaron ciento cuarenta seiimperiales de oro. Me quedaban rodavía siete puestas. Continué, pero ya todo alrededor de mí se agitaba y bailaba.

-Pásese usted aquí! - le grité a un jugador que estaba al otro lado de la mesa y cerca del cual yo había estado sentado un momento antes, un hombre bigotudo. muy cano, con el rostro escarlata y en traje de etiqueta, que, desde hacía ya varias horas, arriesgaba con indecible paciencia sumas muy pequeñas y perdía todas las veces-. Pásese usted aquí!Aquí es donde está la suerte!

í? - gritó el bigotudo del extremo de la mesa, con un asombro amenazador.

í, a usted!En ese sitio va a perderlo todo!

-Eso no es asunto suyo. Le ruego que me deje en paz.

ía contenerme. Frente a mí, al otro lado de la mesa, estaba sentado un militar de cierta edad. Al verme hacer la apuesta, le farfulló a su vecino:

zéro. No, no me decidiré nunca por el éro.

évase usted, coronel! - grité, apostando de nuevo.

-Le ruego que me deje en paz a mí también. No necesito para nada sus consejos - me dijo violentamente -. Hace usted mucho ruido aquí.

zéro ás?: diez monedas de oro, quiere usted?

é diez semiimperiales.

-Diez monedas? Una apuesta? Acepto - pronunció, seco y severo -. Apuesto contra usted a que no saldrá el zéro.

-Qué es eso de diez luises de oro?

ía la menor esperanza de ganar mi apuesta: había treinta y seis probabilidades contra una de que el zéro ía; pero yo había apostado primeramente para "epatar" y además porque quería atraerme a mi favor a todo el mundo. Me daba demasiada cuenta de que nadie me tenía simpatía allí y eso se me hacía notar con una malignidad especial. La ruleta se puso a girar, y, cuál no sería la estupefacción general cuando el éro ó una vez más? Hubo incluso una exclamación unánime. Entonces la gloria del triunfo me nubló el cerebro. Inmediatamente me contaron ciento cuarenta semiimperiales. Zerchtchikov me preguntó si no quería recibir una parte en billetes, pero le respondí con un gruñido, porque literalmente era incapaz de explicarme con calma y con claridad. La cabeza me daba vueltas, me flaqueaban las piernas. Comprendí de repente que ahora iba a correr un riesgo terrible; además, tenía ganas de emprender algo, de proponer todavía alguna apuesta, de entregarle a no importa quién algunos millares de rublos. Recogí maquinalmente mi montón de billetes y de monedas de oro y no pude decidirme a contarlos. En aquel momento noté inmediatamente detrás de mí al príncipe y a Darzan; llegaban entonces de su bacará, donde, como me enteré en seguida, lo habían perdido todo.

é -,aquí es donde está la suerte!Apueste al zéro!

-Lo he perdido todo, no me queda dinero - respondió secamente.

íncipe, por su parte, tenía el aspecto de no observar nada y de no reconocerme.

-Dinero?Helo aquí! - grité, mostrándole mi montón de oro -. Cuánto quiere usted?

-Demonios! - exclamó Darzan, muy colorado -. Me parece que no le he pedido a usted nada.

ándome de la manga.

ía llamado ya varias veces y casi con injurias, después de haber perdido su apuesta de diez semiimperiales.

ó, todo rojo de cólera -. No estoy obligado a aguardarle. Después se iría usted diciendo que no ha recibido nada. Cuente!

Y le recogí de la mano su montón de oro.

ñor mío, le ruego que dirija sus entusiasmos a otra persona, no a mí - gritó violentamente el coronel -. No hemos comido nunca en el mismo plato!

éstas! Quién es? Un mozalbete? - se decía por todas partes a media voz.

zéroé todo un paquete de billetes arco iris sobre los dieciocho primeros.

-Vámonos, Darzan! . - dijo el principe detrás de mí.

---A casa? - me volví hacia ellos -. Espérenme, nos iremos juntos. He acabado.

úmero ganó; era una ganancia enorme.

é, y, con manos temblorosas, recogí el oro y me lo fui echando en los bolsillos sin contarlo; arrugando torpemente entre mis dedos los fajos de billetes, que quería meter todos a la vez en un bolsillo lateral.

De repente, una mano regordeta y con un anillo, la de Aferdov, que estaba ahora a mi derecha y había apostado también grandes sumas, se plantó sobre tres de mis billetes arco iris y los cubrió con su palma.

ítame, éstos no son de usted! - dijo severamente y recalcando las sílabas, por lo demás con una voz bastante dulce.

Aquél era el preludio de lo que, pocos días después, debía tener tales consecuencias. Hoy lo juro por mi honor, aquellos tres billetes de cien rublos eran desde luego míos, pero, para mi desgracia, en vano estaba entonces persuadido; me quedaba todavía una milésima de duda y, para un hombre honrado, todo estriba en eso; ahora bien, yo soy un hombre honrado. Sobre todo no sabía entonces con seguridad que Aferdov era un ladrón; ignoraba entonces hasta su nombre, de forma que pude creer verdaderamente que me había engañado y que aquellos tres billetes no eran de los que se me acababan de alargar. Durante toda la velada no había contado jamás mi montón de dinero y me contentaba con recogerlo con las manos, mientras que Aferdov tenía delante de él su dinero, al lado del mío, pero en buen orden, y bien contado. En fin, Aferdov era conocido en la casa, se le consideraba como a un ricachón, lo trataban con respeto: todo aquello me imponía, y una vez más no protesté. Terrible error! Lo peor de todo, era que me encontraba en pleno arrebato de entusiasmo.

ástima que no me acuerde exactamente; pero me parece que esos billetes son míos - dije con los labios temblándome de indignación.

-Para decir una cosa así, hace falta estar seguro, y usted mismo acaba de proclamar que no se acuerda exactamente - dijo Aferdov con tono de insoportable superioridad.

-Pero, qué es eso? Cómo pueden permitirse tales cosas? - fueron algunas de las exclamaciones que se oyeron.

í una voz encanallada.

á bien, basta! - exclamé -. No protesto. Lléveselos! Príncipe... Pero, dónde están el príncipe y Darzan? Se han marchado? Señores, no han vista ustedes por qué parte se han ido el príncipe y Darzan?

Recogí por fin todo mi dinero y, sin tomarme tiempo para guardarme en un bolsillo algunos imperiales que llevaba todavía en la mano, me lancé en seguimiento del príncipe y de Darzan. El lector ve que no silencio nada y que me acuerdo con todo detalle de cómo estaba yo en aquellos minutos, hasta la idiotez más insignificante, para que se comprenda del todo lo que pasó a continuación.

íncipe y Darzan estaban ya en los bajos de la escalera; no habían prestado la menor atención a mi llamada y a mis gritos. Los alcancé, pero me detuve un segundo delante del portero y le metí en la mano tres semümperiales, el diablo sabe por qué; me miró intrigado sin ni siquiera darme las gracias. Pero aquello me importaba poco, y, si Matvei se hubiese encontrado por allí, le habría soltado desde luego un buen puñado de monedas de oro, por lo menos ésa era la intención que llevaba al poner el pie en la escalinata, pero entonces me acordé de pronto de que ya lo había despachado. En aquel momento, se hizo avanzar al trineo del príncipe y éste se montó.

íncipe, voy a su casa! - exclamé, agarrando la cortina del trineo y levantándola para sentarme; pero bruscamente, pasando delante de mí, Darzan se montó de un salto, y el cochero, arrancándome la cortina, cubrió con ella a sus amos.

-Diablos! - grité, fuera de mí.

ía sucedido como si yo hubiese levantado la cortina para que entrara Darzan, como podría haber hecho un criado.

-A casa! - gritó el príncipe.

éngase! - aullé, agarrándome al trineo.

ó y rodé por la nieve. Creo incluso que oí como se reían. Me levanté, salté instantáneamente al primer coche de punto que se presentó y volé a casa del príncipe, hostigando en todo momento al pobre jamelgo.

IV

Como par casualidad, el jamelgo avanzaba con una lentitud que no parecía natural; sin embargo yo había prometido un rublo. El cochero no cesaba de dar latigazos al pobre caballo y, como es natural, lo azotaba por un rublo. El corazón se me salía par la boca: me puse a hablarle al cochero, pero no me salían las palabras, balbucí no sé qué estupidez. En ese estado acudí a casa del príncipe. A Darzan lo había dejado en la suya, y estaba solo. Pálido y de mal humor, paseaba par su despacho. Lo repito una vez más: él había perdido mucho. Me miró con una perplejidad distraída.

ía usted! - exclamó, frunciendo las cejas.

ándome -. Cómo se ha atrevido a tratarme de esa manera? -Me lanzó una mirada interrogadora -. Si se llevaba usted a Darzan, no tenía más que decírmelo, en lugar de hacer que arrancara el caballo y que yo...

-Ah!, sí, se ha caído en la nieve, creo.

Y se me echó a reír en la cara.

ío, y por eso primeramente vamos a arreglar nuestras cuentas...

é mí dinero; fui colocándolo sobre el diván, sobre el velador de mármol a incluso sobre un libro abierto, por paquetes, a puñados, por montones. Varias monedas rodaron por la alfombra.

-Ah!, sí, ha ganado usted, creo... Se le nota en el tono.

ía hablado tan insólentemente. Yo estaba muy pálido.

-Hay aquí... no sé cuánto. Habría que contar... Le debo a usted unos tres mil... o bien, cuánto...? Más o menos?

é. Sé que en este fajo de arco iris (100) hay mil rublos. Tenga! - Me puse a contar con manos temblorosas, pero desistí al poco rato -. Es igual, sé que hay mil rublos. Pues bien, cojo estos mil rublos para mí, y todo el resto, todos esos montones, tómelos en pago de mi deuda, de una parte de mi deuda: creo que debe de haber dos mil rublos o quizá más.

-Y esos mil se los queda usted? - dijo el príncipe, sonriendo.

-Los necesita? En ese caso... se los... pensé que usted no querría... pero, si le hacen falta... ahí están.

ó de mí con desprecio y se puso a pasear por la habitación -. Y por qué diablos se le ocurre esta idea de pagar sus deudas? - me preguntó, volviéndose de repente hacia mí con aire provocador.

-Le devuelvo ese dinero para poderle exigir cuentas -grité por mi parte.

áyase al diablo con sus grándes palabras y sus gestos sempiternos! - pataleó, como fuera de sí -. Hace mucho tiempo que quería ponerles en la calle a los dos, a usted y a su Versilov.

á usted loco! - exclamé.

-Me han puesto ustedes dos en el suplicio con sus frases grandilocuentes. Siempre frases, frases, frases!Por ejemplo, sobre el honor!Puaf! Hace mucho tiempo que quería romper... Estoy contento, muy contento de que haya llegado el momento. Me creía atado y me avergonzaba de verme obligado a recibirles... A los dos! Pues bien, ahora no me considero atado por nada, por nada,sépalo bien! Y ese Versilov suyo que me incitaba a atacar a Akhmakova y a deshonrarla... Después de eso, no se arriesgue usted a hablar de honor en mí casa. Son ustedes mala gente... los dos, los dos. Y a usted, es que no le daba vergüenza de coger mi dinero?

ía turbio.

é a decir muy dulcemente -. Fue usted quien me lo propuso y yo creí que me lo decía de corazón...

é.

-Usted no podía tomar nada a cuenta del dinero de Versilov sin que él lo autorizase, y yo no podía darle a usted nada sin permiso de él... Yo le daba a usted ese dinero por mi cuenta, y usted lo sabía; lo sabía y lo aceptaba; y yo he aguantado en mi casa esta comedia odiosa.

-Qué es to que yo sabía? Qué comedia es ésa? Y por qué me to daba usted entonces?

- - se me rió en plena cara.

-Váyase al diablo! - grité -. Tómelo todo!Tenga, ahí tiene también esos mil! Ahora estamos en paz, y mañana...

é el fajo de billetes con que me había quedado, le dio en el chaleco y cayó al suelo. Dio tres pasos rápidos, inmensos, y me declaró a quemarropa:

á usted a decir - hablaba. ferozmente y sílaba a sílaba - que, al aceptar mi dinero durante todo este mes, no sabía que su hermana está embarazada y que soy yo el culpable?

é?Cómo! - exclamé.

é caer sin fuerzas sobre el diván.

Él mismo me dijo después que yo me había quedado literalmente blanco como un pañuelo. Se me turbó la conciencia. Me acuerdo que nos miramos en silencio a los ojos. Una especie de espanto recorría su rostro; se inclinó bruscamente, me cogió por los hombros y me sostuvo. Me acuerdo muy bien de su sonrisa fija; se leía en ella la desconfianza y el asombro. Sí! Él no esperaba un efecto semejante de sus palabras, porque estaba convencido de mi culpabilidad.

ó con un temblor nervioso, pero que no duró más de un minuto; recuperé mis fuerzas, me puse en pie, lo miré y comprendí. La verdad se descubrió de repente a mi espíritu, tanto tiempo dormido! Si me lo hubiesen dicho antes y me hubiesen preguntado: " Qué haría usted de él en ese momento?", habría respondido, desde luego, que lo haría pedazos. Pero lo que sucedió fue completamente distinto, y no por cierto porque yo me lo propusiera: de repente escondí la cara entre las manos y me puse a derramar amargas lágrimas. Eso es lo que sucedió! El niñito volvía a encontrarse en el joven. El niñito estaba todavía vivo en mi alma, en una gran mitad. Caí sobre el diván y sollocé:

íncipe entonces me creyó completamente.

-Dios mío, qué gran culpable soy con usted! - exclamó con una pena profunda -. Oh!, yo que pensaba cosas tan sucias de usted, con mis sospechas... Perdóneme, Arcadio Makarovitch!

é delante de él, pero, sin decir nada, salí huyendo de la habitación y del piso. Volví a mi casa a pie y apenas me acuerdo de cómo lo hice. Me lancé sobre mi cama, el rostro en la almohada, en la oscuridad, y pensé, pensé. En esos minutos, los pensamientos no se siguen nunca armoniosamente. El espíritu y la imaginación estaban como suspendidos de un hilo, y me acuerdo que me puse a soñar con cosas absolutamente extrañas y hasta Dios sabe con qué. Pero mi dolor y mi desgracia se me hicieron notar súbitamente con espanto y sufrimiento, y volví a retorcerme las manos, exclamando:Lisa!Lisa! Después de lo cual me eché de nuevo a llorar. No sé cómo me quedé dormido. Pero me dormí con un sueño intenso y delicioso.

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