Dostoevsky. El adolecente (Spanish. Подросток).
Tercera parte. Capítulo primero

Primera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
Segunda parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9
Tercera parte: 1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes

ÍTULO PRIMERO

I

"de otra cosa, hablemos de otra cosa", y siernpre vuelvo a hablar de mí misrno. Sin embargo he declarado mil veces que no tenia la menor intención de narrarme, y que estaba firmemente decidido a ello al comenzar estas notas: comprendo demasiado bien que no presento ningún interés pare el lector. Describo y quiero describir a los otros, y no a rní, y si es siempre mi individualidad la que vuelve bajo mi pluma, no es más que por efecto de un deplorable error, al que me resulta imposible escapar, a pesar de todos mis deseos. Lo que, sobre todo, me apena es que, al contar con tanto fuego mis propias aventuras, de rechazo doy motivos para creer que sigo siendo lo que era entonces. El lector se acuerda por otra parte de que he exclamado más de una vez: "Ah, si se pudiera cambiar el pasado y volver a empezar todo de nuevo! " Yo no habría podído lanzar esta exclamación si no estuviese ahora radicalmente cambiado, si no me hubiese convertido en un hombre completamente distinto. Es demasiado obvio; si solamente fuera posible hacerse una idea de hasta qué punto rne fastidian todas estas excusas y estos prefacios que me veo obligado a insertar en todo instante, en mitad mismo de mis notas!

és de nueve días de inconsciencia, volví en mi, resucitado, pero no corregido; mi renacimiento era por lo demás estúpido, si se le toma en un sentido amplio, y quizá, si eso sucediera hoy, ocurriría de una manera muy distinta. La idea, es decir, el sentimiento, consistía una vez más únicamente (como millares de veces antes) en abandonarlos de verdad, pero en absoluto, y no como antes, cuando me había propuesto mil veces esa resolución sin llegar nunca a ejecutarla. Yo no quería vengarme de nadie, doy mi palabra de honor, aunque tuviese motivos para quejarme de todos. Me preparaba a marchar sin disgusto, sin maldiciones, pero quería mi fuerza para mí, fuerza verdadera esta vez, independiente de todos ellos y del mundo entero; yo, que había estado a punto de ponerme en paz con el mundo! Anoto mi sueño de entonces no como una idea, sino como mi sensación irresistible del momento. No quería formularla aún, mientras estuviese en cama. Enfermo y sin fuerzas, acostado en la habitación de Versilov, que ellos me habían dejado, sentía dolorosamente hasta qué grado de impotencia había caído; un maniquí de paja que se arrastraba en una cama, y no un hombre, y no era la enfermedad el único motivo, y cómo sufría yo por aquello! Así, de lo más profundo de mi ser, con todas mis fuerzas, empezó a elevarse una protesta, y yo me ahogaba con no sé qué sentimiento de insolencia infinitamente exagerada y de desafío. No me acuerdo de ninguna época de toda mi vida en que haya estado más lleno de sensaciones altivas que en aquellos primeros días de mi convalecencia, es decir, cuando la brizna de paja se arrastraba sobre el lecho.

ía resuelto no reflexionar en nada. Estudiaba los rostros de ellos, para tratar de descubrir todo lo que yo necesitaba. Se veía que tampoco ellos tenían deseos de interrogarme ni de mostrarse curiosos, sino que hablaban conmigo de cosas indiferentes. Aquello me agradaba y al mismo tiempo me daba pena; no explicaré esa contradicción. Veía a Lisa más raramente que a mi madre, aunque viniera cada día a incluso dos veces por día. Por ciertos fragmentos de conversaciones y por el rostro de ellas deduje que Lisa tenía un montón de preocupaciones y que con mucha frecuencia no estaba en casa, a causa de sus asuntos: esta sola idea de que pudiera tener "sus asuntos" privativos de ella encerraba algo de ofensivo para mí; por lo demás no había allí más que sensaciones enfermizas, puramente fisiológicas, que es inútil describir. Tatiana Pavlovna también venía a verme casi todos los días y, sin mostrarse precisamente tierna, no me injuriaba como antiguamente, cosa que me molestó mucho, como se lo declaré con toda ingenuidad:

á diciendo injurias, resulta de lo más aburrido.

é más a verte - dijo en tono cortante, y se marchó.

é de haber espantado por lo menos a una.

á; era ella quien más me irritaba. Me había entrado un apetito feroz y a cada momento estaba refunfuñando, diciendo que se retrasaban siempre con la comida (cosa que no sucedía nunca). Mamá no sabía qué imaginar para agradarme. Una vez, me trajo sopa y, según su costumbre, me la hizo comer ella misma: por mi parte, gruñía sin dejar de tragar. De repente me avergoncé de mis gruñidos: " Ella es quizá la única a la que quiero, y es a ella a la que atormento! " Pero mi maldad no se alejaba y de repente aquella maldad me hizo derretirme en lágrimas. Ella, la pobrecilla, se figuró que yo lloraba de enternecimiento; se inclinó sobre mí y me besó largamente. Me enrigidecí, dejé pasar la tormenta, pero en realidad, en aquel minuto, la detestaba. Sin embargo yo siempre he querido a mamá, también entonces la quería, no era verdad que la detestase, únicamente pasaba lo que siempre ocurre: el más amado es el primer ofendido.

ías, era a un doctor. Ese doctor era un joven de aire orgulloso, que hablaba brutalmente a incluso con indecencia. Se diría siempre que esa gentecilla ha hecho en la ciencia, no más tarde de ayer mismo, un descubrimiento extraordinario y repentino, siendo así que ayer no sucedió nada de particular; pero así son siempre la "mediocridad" y el " arroyo". Aguanté con paciencia mucho tiempo, pero por fin estallé bruscamente y le declaré delante de todos los nuestros que hacía mal en molestarse, que yo me curaría muy bien sin él, que con su aire de realista estaba lleno de prejuicios y no comprendía aún que la medicina no había curado jamás a nadie; que, en fin, según parecía lo más verosímil, él debía de ser groseramente inculto, "como todos nuestros técnicos y especialistas de hoy, que en estos últimos tiempos se dan tantos humos". El doctor se ofendió muchísimo (con lo que demostró lo que era), pero continuó sus visitas. Le declaré en fin a Versilov que, si el doctor no dejaba de venir, le diría cosas diez veces aún más desagradables. Versilov me hizo observar solamente que cosas dos veces más desagradables que las que yo había dicho ya era perfectamente imposible, cuanto más diez veces. Me contentó su observación.

é hombre, sin embargo! Es de Versilov de quien hablo. Era él, él sólo quien tenía la culpa de todo; pues bien, únicamente a él no lo detestaba. No era solamente su manera de obrar conmigo lo que me había seducido. Creo que habíamos sentido entonces los dos que nos debiamos mutuamente muchas explicaciones... y que por esta razón lo mejor era no explicarnos jamás nada. Es infinitamente agradable, en tales circunstancias, tener que tratar con un hombre inteligente. Ya he dicho, en la segunda parte de mi relato, anticipadamente, que él me había hablado de una manera muy breve y muy clara de la carta que el príncipe detenido me había dirigido, de Zerchtchikov, de su explicación a mi favor, etc. Como yo había resuelto callarme, le hice lo más brevemente posible dos o tres preguntas concretas; respondió a ellas de manera clara y concreta, pero sin palabras superfluas y, lo que es mejor aún, sin sentimientos superfluos. Los sentimientos superfluos, eso era lo que yo tenía entonces.

él. En el delirio, yo había hablado varias veces de Lambert; pero, una vez vuelto en mí, al lanzar algunas ojeadas alrededor, me di cuenta en seguida de que toda la historia de Lambert seguía siendo un misterio y que ellos no sabían nada, ni siquiera Versilov. Entonces me alegré y mi miedo pasó. Pero yo me engañaba, como supe más tarde, con gran asombro mío: él había venido durante mi enfermedad, pero Versilov no me había dicho nada y deduje que, para Lambert, yo estaba ya en el otro mundo. Sin embargo yo pensaba frecuentemente en él; es más, pensaba en él no solamente sin repugnancia, no solamente con curiosidad, sino incluso con simpatía, como si yo hubiera presentido allí algo nuevo, algo que respondía a los nuevos sentimientos y a los nuevos planes que estaban a punto de nacer en mí. En una palabra, decidí pensar en Lambert antes que en ninguna otra cosa, cuando me resolviera a empezar a pensar. Una cosa extraña: había olvidado completamente dónde vivía él y en qué calle había pasado todo aquello. La habitación, Alphonsine, el perrito, el pasillo, me acordaba de todo; habría podido dibujarlo inmediatamente; pero dónde había ocurrido todo aquello, en qué calle y en qué casa, lo había olvidado completamente. Y, lo que es más singular aún, me di cuenta de eso solamente al tercero o cuarto día de mi pleno conocimiento, cuando hacía ya mucho tiempo que había empezado a inquietarme por Lambert.

í, pues, he aquí cuáles fueron mis primeras sensaciones después de mi resurrección. No noté más que lo más superficial y es probable que no supiese notar lo esencial. En efecto, lo esencial fue quizá justamente en aquel momento cuando se resolvió y se formuló en mi corazón; a pesar de todo, no perdía el tiempo enteramente enfadándome y enfureciéndome porque no se me traía mi caldo. Oh, me acuerdo de lo triste que estaba, de cómo me aburría a veces, sobre todo cuando me quedaba mucho tiempo solo! En cuanto a ellos, como si lo hicieran a própósito, habían comprendido muy pronto que me sentía violento con ellos y que su compasión me irritaba, y me dejaban solo cada vez con mayor frecuencia: exceso de delicadeza!

II

ía de mi pleno conocimiento, estaba en la cama, a eso de las dos de la tarde, y no había nadie conmigo. El tiempo era claro y yo sabía que después de las tres, cuando declinase el sol, un rayo rojo oblicuo daría en el ángulo de mi pared y alumbraría aquel sitio con una mancha brillante. Lo sabía por los días precedentes, sabía también que aquello ocurriría obligatoriamente dentro de una hora, y ese hecho de saberlo con anticipación como dos y dos son cuatro me irritó hasta la exasperación. Me volví convulsivamente con todo mi cuerpo, y de pronto; en el silencio profundo, oí claramente estas palabras: "Señor Jesucristo, Dios nuestro, ten piedad de nosotros," (ll4). Habían sido pronunciadas en un semimurmullo, luego llegó un profundo suspiró de todo el pecho, luego nuevamente volvió a caer todo en silencio. Levanté rápidamente la cabeza.

íspera, a incluso la antevíspera, yo había notado algo de particular en nuestras tres habitaciones de la planta baja. En el cuartito donde se alojaban antiguamente mamá y Lisa, al otro lado de la sala grande, debía de haber ahora otra persona. Yo había oído ya varias veces algunos ruidos, y de día y de noche, pero siempre durante muy cortos intervalos, en seguida se restablecía el silencio, absoluto, durante varias horas, de manera que yo no había prestado mucha atención. La víspera se me había ocurrido la idea de que fuera Versilov, tanto más cuanto que un momento después había venido a verme; sin embargo yo sabía de manera segura, por sus conversaciones, que Versilov se había trasladado durante mi enfermedad a otro apartamiento donde pasaba la noche. En cuanto a mamá y a Lisa, yo sabía desde hacía mucho tiempo que se habían mudado las dos (para mi tranquilidad, pensaba yo) al piso superior, a mi antiguo "ataúd", a incluso cierto día me dije: "Cómo pueden ellas caber allí las dos?", y de pronto resultaba ahora que su antigua habitación estaba habitada por algún otro y ese otro no era en modo alguno Versilov. Con una ligereza que yo no me había supuesto (ya que hasta entonces me figuraba que estaba absolutamente sin fuerzas), saqué las piernas del lecho, me calcé unas babuchas, eché sobre mis hombros una bata gris de piel de cordero que estaba por allí cerca (ofrecida por Versilov), y me puse en marcha, a través de nuestro salón, hacia la antigua habitación de mi madre. Lo que vi allí me trastornó; no me suponía nada parecido y me detuve, como clavado en el sitio, en el umbral.

í un viejo completamente cano, con una gran barba terriblemente blanca, y era evidente que estaba allí desde hacía ya mucho tiempo. Estaba sentado no sobre la cama, sino en el escabel de mamá, sólo la espalda apoyada en el lecho. Por cierto que se mantenía tan derecho, que parecía no tener necesidad de sostén alguno, aunque estuviese claramente enfermo. Llevaba, encima de su camisa, un chaquetón forrado de cordero, sus rodillas estaban cubiertas con la manta de viaje de mamá, y los pies estaban calzados con babuchas. Debía de ser alto, con los hombros anchos y el rostro saludable, a pesar de la enfermedad, a pesar de cierta palidez y de un poco de delgadez, el rostro ovalado, con cabellos muy espesos, pero no muy largos, y parecía tener más de setenta años. Junto a él, sobre una mesita al alcance de su mano, se encontraban tres o cuatro libros y unas gafas con montura de plata. Yo, que estaba seguro de no tener la menor idea de haberlo visto antes, adiviné instantáneamente quién era, sólo que no llegué a comprender de qué forma había pasado él tanto tiempo, casi pegado a mí, tan silenciosamente que yo no había sospechado nada hasta ahora.

ó al verme, sino que me miró fijamente y en silencio, y yo lo miré lo mismo, con la diferencia de que yo mostraba un inmenso asombro y él ni el más mínimo. Al contrario, después de haberme examinado por completo, hasta el último rasgo, durante esos cinco o diez segundos de silencio, sonrió de pronto y tuvo incluso una pequeña risita apenas perceptible que pasó rápidamente, pero cuya estela luminosa y alegre quedó sobre su rostro y sobre todo en sus ojos, muy azules, radiantes, grandes, pero de párpados hinchados y caídos por la vejez y rodeados de una infinidad de pequeñas arrugas. Fue sobre todo su risa lo que me impresionó.

íe, la mayoría de las veces es una cosa que repugna contemplar. La risa manifiesta de ordinario en las personas un no sé qué de vulgar y de envilecedor, aunque el que ríe casi nunca sepa nada de la impresión que está produciendo. Lo ignora, lo mismo que se ignora por lo general la cara que se tiene durmiendo. Hay durmientes cuyo rostro sigue pareciendo inteligente, y otros, inteligentes por demás, que, al dormirse, adquieren un rostro estúpido y hasta ridículo. Ignoro a qué se debe eso: quiero decir solamente que el reidor, como el durmiente, lo más ordinario es que no sepa nada de su rostro. Hay una multitud extraordinaria de hombres que no saben reír en absoluto. En realidad, no se trata de saber: es un don que no se adquiere. O bien, para adquirirlo, es preciso rehacer la propia educación, hacerse mejor y triunfar de sus malos instintos: entonces la risa de un hombre así podría muy probablemente mejorarse.

ñas. Incluso una risa índiscutiblemente inteligente es a veces repulsiva. La risa exige ante todo franqueza, pero dónde encontrar franqueza entre los hombres? La risa exige bondad, y la gente ríe la mayoría de las veces malignamente. La risa franca y sin maldad, es la alegría: dónde encontrar la alegría en nuestra época y dónde encontrar a la gente que sepa estar alegre? (Por lo que se refiere a la alegría de nuestra época, ésta es una observación que le escuché a Versilov y que he conservado.) La alegría del hombre es su rasgo más revelador, juntamente con los pies y las manos. Hay caracteres que uno no llega a penetrar, pero un día ese hombre estalla en una risa bien franca, y he aquí de golpe todo su carácter desplegado delante de uno. Tan sólo las personas que gozan del desarrollo más elevado y más feliz pueden tener una alegría comunicativa, es decir, irresistible y buena. No quiero hablar del desarrollo intelectual, sino del carácter, del conjunto del hombre. Por eso si quieren ustedes estudiar a un hombre y conocer su alma, no presten atención a la forma que tenga de callarse, de hablar, de llorar, o a la forma en que se conmueva por las más nobles ideas. Miradlo más bien cuando ríe. Si ríe bien, es que es bueno. Y observad con atención todos los matices: hace falta por ejemplo que su risa no os parezca idiota en ningún caso, por alegre a ingenua que sea. En cuanto notéis el menor rasgo de estupidez en su risa, seguramente es que ese hombre es de espíritu limitado, aunque esté hormigueando de ideas. Si su risa no es idiota, pero el hombre, al reír, os ha parecido de pronto ridículo, aunque no sea más que un poquitín, sabed que ese hombre no posee el verdadero respeto de sí mismo o por lo menos no lo posee perfectamente. En fin, si esa risa, por comunicativa que sea, os parece sin embargo vulgar, sabed que ese hombre tiene una naturaleza vulgar, que todo lo que hayáis observado en él de noble y de elevado era o contrahecho y ficticio o tomado a préstamo inconscientemente, y de manera fatal tomará un mal camino más tarde, se ocupará de cosas aprovechosas" y rechazará sin piedad sus ideas generosas como errores y tonterías de la juventud.

ón aquí esta larga parrafada sobre la risa, sacrificándole la coherencia del relato; la considero como una de las más serias conclusiones que yo haya extraído de la vida. Y se la recomiendo muy especialmente a las novias jóvenes que están en vísperas de casarse con el hombre elegido pero que lo miran todavía con desconfianza y perplejidad y no se han decidido aún definitivamente. No hay que burlarse de un pobre adolescente que se pone a dar lecciones en asuntos matrimoniales de los que no comprende una palabra. No comprendo más que una cosa: que la risa es la prueba más segura de un alma. Mirad a un niño; ciertos niños saben reír a la perfección, y por eso son irresistibles. Un niño que llora me resulta odioso, pero el que ríe y se alegra es un rayo del paraíso, una revelación del porvenir en el que el hombre llegará a ser, por fin, tan puro a ingenuo como un niño. Pues bien, no sé qué cosa infantil a increíblemente seductora pasó por la risa efímera de aquel anciano. Inmediatamente me acerqué a él.

III

éntate, siéntate un momento, tus piernas no están todavía lo bastante fuertes - me dijo amablemente, indicándome un sitio a su lado y continuando mirándome a la cara, con la misma mirada radiante.

é junto a él y dije:

í, querido mío. Me alegro de que estés ya levantado. Tú eres joven y eso es lo que te conviene. Al viejo la tumba, al joven la vida.

á usted enfermo?

í, amigo mío, las piernas sobre todo; las pobres me han podido traer todavía hasta aquí, pero, en cuanto me he sentado, se han hinchado. Esto ha comenzado el jueves pasado, cuando el termómetro se paró. (ó en Moscú, hace tres años, y me hacía mucho bien esa pomada; muchísimo bien. Y luego, desde ayer, también la espalda; se diría que hay perros que me están comiendo... Ya no duermo por las noches.

ómo es que yo no le oigo a usted lo más mínimo? - lo interrumpí.

ó y pareció reflexionar:

ñadió, como ante un brusco recuerdo -. Se ha estado agitando toda la noche, en la habitación de al lado, pero sin ruidos; se habría dicho que era una mosca; ahora descansa, lo sé. Oh!, es triste ser un pobre viejo - suspiró -. Uno se pregunta a qué está aferrada el alma, y sin embargo se agarra muy bien, se alegra de ver el día; incluso si fuera necesario volver a empezar toda la vida, creo que mi alma no tendría miedo de eso; pero quizá es un pecado pensar así.

é un pecado?

ño, y un viejo debe marcharse suavemente. Sí, acoger la muerte con murmullos o descontento, es un gran pecado. Al fin y al cabo, si es por alegría espiritual por lo que se ama a la vida, creo que Dios lo perdonará, incluso a un viejo. Al hombre le resulta difícil saber lo que es pecado y lo que no lo es; es un misterio que sobrepasa al entendimiento humano. Un viejo debe estar siempre contento, debe morir en la plena luz de su espíritu, dichosamente y con belleza, saturado de días, suspirando por su última hora y alegre de irse como una espiga a la parva, cumplido su misterio.

"misterio"; qué quiere decir "cumplir su misterio"? - pregunté, lanzando una ojeada hacia la puerta.

ésemos solos y de que nos rodease un silencio imperturbable. El sol brillaba vivamente en la ventana antes de su ocaso. Él hablaba con un poco de énfasis y sin precisión, pero muy sinceramente y con una fuerte excitación, como si estuviera verdaderamente contento con mi presencia. Pero observé en él un estado febril indudable a incluso bastante acusado. Yo también estaba enfermo, también yo tenía fiebre, desde el instante en que había entrado allí.

é es un misterio? Todo es misterio, amigo mío, el misterio de Dios está en todas partes. En cada árbol, en cada brizna de hierba, está encerrado ese misterio. Que un pajarito cante, que las estrellas como un gran espectáculo brillen por la noche, todo eso es misterio, el mismo misterio. Pero el mayor de todos los misterios es lo que espera al alma del hombre en el otro mundo. Helo ahí, amigo mío!

é en qué sentido usted... Desde luego, no es por irritarlo, y esté seguro de que creo en Dios; pero todos esos misterios han sido descubiertos desde hace mucho tiempo por la razón, y lo que no ha sido descubierto aún, lo será, eso es absolutamente cierto, y quizá dentro de un plazo brevísimo. La botánica sabe perfectamente cómo nace el árbol, el fisiólogo y el anatomista saben incluso por qué canta el pájaro, o lo sabrán bien pronto, y en cuanto a las estrellas, no solamente han sido contadas, sino que cada uno de sus movimientos ha sido calculado con una exactitud de minutos, tanto que se puede predecir, con mil años de anticipación, el minuto exacto en que aparecerá no importa qué cometa... Y ahora estamos conociendo incluso la composición de las constelaciones más alejadas. Coja usted un microscopio, es un cristal de aumento que agranda los objetos un millón de veces, y mire dentro de una gota de agua; verá allí todo un mundo nuevo, toda una vida de criaturas vivas, y sin embargo eso era también un misterio; pues bien, nosotros lo hemos descubierto.

ído hablar de eso, hijo mío, y muchas veces, a muchas gentes. No lo niego: es una cosa grande y prodigiosa; todo le ha sido entregado al hombre por la voluntad de Dios; no en balde Dios le dio el soplo de vida: "vive y conoce".

é si usted comprende...

ío, desde mi juventud he respetado las ciencias y, sin dármelas de entendido, no murmuro contra ellas; lo que no me ha sido dado a mí le ha sido dado a otros. Y quizá está mejor así: a cada uno su don. Lo que pasa, mi querido amigo, es que la ciencia no sirve para todos. Las gentes son intemperantes, cada cual quiere asombrar al universo, y yo también tal vez, y más aún que los demás, si me comprendiese a mí mismo. Mientras que, ignorante como soy ahora, cómo puedo glorificarme, cuando no sé nada? Tú, tú eres joven y fino, es tu destino, estudia pues. Trata de conocerlo todo a fin de que cuando lo encuentres con un impío o con un libertino, tengas con qué responderle y que no pueda inundarte con vanas palabras y turbar tu cerebro sin madurez. En cuanto a ese cristal de aumento, no hace mucho tiempo que lo vi.

ó aliento y suspiró. Decididamente, mi llegada le procuraba un placer extremado. Tenía una sed enfermiza de desahogarse. Además, no me engañaré desde luego al afirmar que me consideraba, por instantes, con un afecto extraordinario: apoyaba tiernamente su mano en la mía, acariciaba mi hombro... pero también, por instantes, preciso es confesarlo, parecía haberme olvidado por completo. Se habría dicho que estaba solo y, si continuaba hablando con ardor, era, al parecer, en el vacío.

ío - continuó -, en la ermita de San Gennade, un hombre de gran sentido. Es de raza noble y teniente coronel, y posee una gran fortuna. Cuando estaba en el siglo, no quiso dejarse atrapar por el matrimonio; hace ya diez años que se ha separado del mundo, por amor al silencio y a la soledad, y ha apartado sus sentidos de las vanidades mundanas. Observa toda la regla monástica, pero no quiere profesar. Y, amigo mío, hay tantos libros en su casa que yo no he visto jamás una cosa igual en ninguna otra parte; por lo menos tiene por valor de ocho mil rublos, es él quien me lo ha dicho. Se llama Pedro Valerianitch. En diferentes épocas me ha enseñado muchas cosas, y a mí siempre me ha gustado mucho escucharlo. Una vez le dije: "Cómo es posible que, con un espíritu tan cultivado como el suyo y llevando desde hace diez años una existencia de monje que ha hecho renuncia por completo de su voluntad, cómo es posible que no desee recibir el hábito para ser todavía más perfecto?" Y él me contestó: "Cómo te atreves, anciano, a hablar de mi espíritu? Tal vez justamente soy prisionero de mi espíritu, en lugar de dominarlo. Y, en cuanto a mi obediencia, quizás es que desde hace mucho tiempo he perdido ya la justa estimación de mi persona. Y hablas también del abandono de mi voluntad? Pues bien, abandonaría inmediatamente mi dinero, entregaría mis grados, soltaría encima de este mesa todas las condecoraciones, pero mi pipa... he aquí que han pasado ya diez años y me temo que no podré renunciar jamás a ella. Qué monje sería yo después de eso, de qué abandono de mi voluntad puedes tú alabarme? " Y yo me asombré entonces de aquella humildad. Pues bien, el verano pasado, allá por el día de San Pedro, volví a aquella ermita, fue Dios quien lo quiso, y qué es lo que veo en su celda? Precisamente, ese objeto: un microscopio que él había hecho venir con grandes gastos del extranjero. "Espera un poco, me dice, voy a enseñarte una cosa sorprendente y que nunca has podido ver hasta ahora. Tú ves esta gota de agua, limpia como una lágrima; pues bien, mira lo que hay dentro, y encontrarás que la mecánica descubrirá en seguida todos los secretos del buen Dios... no nos dejarán ni uno siquiera." He aquí lo que me dijo y que yo he conservado en mi memoria. Por mi parte, yo había ya mirado en aquel microscopio treinta y cinco años antes, en casa de Alejandro VIadimirovitch Malgassov, nuestro dueño, el tío de Andrés Petrovitch por parte de su madre y cuyos bienes pasaron en seguida, después de su muerte, a Andrés Petrovitch. Era un señor importante, un gran general, tenía una jauría numerosa, y yo he vivido muchos años junto a él como montero. Él también había instalado aquel microscopio, que se había traído consigo, a hizo que viniera toda su gente, unos detrás de otros, hombres y mujeres, para mirar, y se mostraba allí una pulga y un piojo, una punta de aguja, un cabello y una gota de agua. Cómo se divirtieron! Tenían miedo de acercarse, pero también se le tenía miedo al amo; no era una cosa cómoda. Unos no sabían mirar, cerraban los ojos y no veían nada; otros gritaban de espanto, y el alcalde Savine Makarov se tapó los ojos con las dos manos gritando: " Haced conmigo lo que queráis, no me acercaré!" Menudas carcajadas que hubo! Sin embargo, no le confesé a Pedro Valerianovitch que, hacía ya muchísimo tiempo, más de treinta y cinco años, yo había visto aquella misma maravilla; él disfrutaba muchísimo enseñándola. Al contrario, hice como si me asombrara mucho y me espantara. Me deja un momento y luego me pregunta: "Pues bien, anciano, qué me dices de eso?" Yo me incorporo y le digo: "El Señor ha dicho: "Que se haga la luz", y la luz se hizo." Y él me interrumpe bruscamente: "No serían las tinieblas las que se hicieron?" Dijo aquello de una manera extraña, sin reírse. En aquel momento me quedé sorprendido y el casi se enfadó y no dijo nada más.

á en el monasterio para comer él no cree en Dios, y usted apareció por allí en uno de esos momentos, eso es todo - le dije-. Por lo demás, es un hombre bastante raro: seguramente había mirado por el telescopio su buena decena de veces; pr qué ha caído en la cuenta a la undécima? Es una impresionabilidad un poco nerviosa... Efecto del monasterio, sin duda.

íritu elevado - declaró el viejo con tono convencido -, no es un impío. Tiene espíritu para dar y vender, pero su corazón está inquieto. Gentes de esta clase nos llegan ahora a manadas de casa de los señores sabios. Y he aquí además lo que voy a decirte: el hombre se castiga a sí mismo. Elúdelos, no los atormentes, y antes de dormirte nómbralos en tus oraciones, porque esos hombres buscan a Dios. Rezas tus oraciones antes de dormirte?

útil. Pero debo confesarle que su Pedro Valerianovitch me agrada; él por lo menos no es un fantoche, sino un hombre, y por cierto se parece un poco a otro que está muy cerca de nosotros y que los dos conocemos.

ó atención más que a la primera frase de mi respuesta:

ío, al no rezar tus oraciones. Es una cosa buena, que alegra el corazón, tanto al acostarse como al levantarse, y cuando se despierta uno por la noche. Soy yo quien te lo dice. Un verano, en el mes de julio, nos apresurábamos a llegar al monasterio de la Virgen para una fiesta. Cuanto más nos acercábamos, más gentes se nos iban reuniendo, y nos encontramos por fin cerca de dos centenares, ansiosos todos por besar las santas y venerables reliquias de los dos grandes taumaturgos Anice y Gregorio. Pasamos la noche en un campo, y abrí los ojos muy de mañana, cuando todo el mundo dormía aún y ni siquiera el sol había salido todavía del bosque. Pues bien, hijo mío, levanté la cabeza, abracé con una mirada el horizonte y suspiré: por todas partes una belleza inefable! Todo está tranquilo; el aire, ligero; la hierba brota, brota, hierbecita del buen Dios!; el pajarito canta, canta, pues, pajarito del buen Dios!; el niñito lloriquea sobre los brazos de su madre, Dios te guarde, hombrecito, crece y sé dichoso! (ll6). Y, quizá por primers vez en toda mi vida, encerré todo aquello en mí mismo... Me volví a acostar de nuevo, y me dormí con un sueño tan ligero! Se está bien aqui abajo, querido mío! Yo, si estuviese mejor, me pondria en camino desde que empieza la primavera. Tanto mejor que haya misterios. Es terrible para el corazón y es maravilloso, pero este miedo alegra el corazón: " Todo está en Ti, Señor, yo mismo estoy en Ti, recíbeme! " No murmures, joven: lo más bello es ser misterio - agregó con enternecimiento.

"Lo más bello es ser misterio..." Me acordaré de esas palabras. Es terrible ver lo inexactamente que usted se expresa, pero yo comprendo... Lo que rne choca es que usted sabe y comprende muchas más cosas que las que puede expresar; únicamente que se diría que habla usted delirando...

ó al ver sus ojos febriles y su rostro empalidecido. Pero él, creo, no me oyó.

í querido pequeño - dijo, como prosiguiendo su discurso interrumpido -, sabes que hay un límite para la memoria del hombre sobre esta tierra? Este límite a la memoria del hombre ha sido fijado en cien años solamente. Cien años después de su muerte, su recuerdo puede subsistir aún en sus hijos o en sus nietos que han llegado a ver su rostro; más tarde, si su recuerdo dura aún, no es más que un recuerdo oral, mental, porque todos los que han visto su figura viva habrán pasado. Y su tumba en el cementerio estará tapada por la hierba, su lápida se romperá, todos los hombres lo olvidarán e incluso su posterioridad, en cuanto se olvide también su nombre, porque son muy pocos los que permanecen en la memoria de los hombres; pues bien, sea! Que se me olvide, amigos míos, pero yo os quiero desde el fondo de la tumba! Oigo, niñitos, vuestras voces alegres, oigo vuestros pasos sobre las tumbas de vuestros padres el día de los Difuntos. Mientras tanto, vivid al sol, alegraos, y yo rezaré a Dios por vosotros, descenderé hasta vosotros en vuestros sueños... El amor subsiste después de la muerte!

ído de la misma fiebre que él; en lugar de irme o de exhortarlo a que se calmara, o quizá tenderlo en su cama, porque parecía hallarse en pleno delirio, lo agarré de pronto por la mano e, inclinándome sobre él y apretándole la mano, dije en un susurro conmovido y con lágrimas en el corazón:

á desde hace largo tiempo. Entre ellos, no quiero a nadie: no tienen belleza... No los seguiré, no sé adónde ir, iré con usted...

ó en aquel momento; de lo contrario, no sé cómo habría podido acabar aquello. Entró con el aire de una persona que acaba de despertarse y que se alarma. Tenía en la mano un frasco y una cuchara sopera; al vernos, exclamó:

ía yo! No le he dado la quinina a tiempo, y ahora está todo febril! He dormidó demasiado, Makar Ivanovitch, querido mío!

é y salí. Ella le dio de todas formas su poción y lo acostó. También yo me acurruqué en mi cama, pero con una turbación extrema. Había vuelto con una gran curiosidad, y reflexionaba con todas mis fuerzas sobre aquel encuentro. Ignoro qué era lo que yo esperaba entonces de aquello. Sin duda, yo razonaba sin cesar y to que se sucedía en mi espíritu no eran ideas, sino muñones de ideas. Yo estaba acostado con la cara vuelta hacia la pared: de repente vi en el rincón la mancha brillante y luminosa del sol poniente, aquella misma mancha que yo aguardaba hacía poco con tantas maldiciones, y me acuerdo de que toda mi alma se exaltó, como si una luz nueva penetrase en mi corazón. Me acuerdo de aquel minuto delicioso, no quiero olvidarlo. No fue más que un instante de esperanza nueva y de nueva fuerza... Yo estaba ya convaleciente, y por lo tanto aquellos accesos podían ser la consecuencia inevitable del estado de mis nervios, pero por lo que se refiere a esa esperanza luminosa, todavía hoy día creo en ella: eso es lo que he querido hoy anotar y conservar aquí. Evidentemente, yo sabía ya muy bien que no me iría de peregrino con Makar Ivanovitch y sabía también que ignoraba por mi parte en qué consistía la aspiración nueva que se había apoderado de mí, pero yo había ya pronunciado aquella frase, aunque lo hubiese hecho en el delirio: " Ellos no tienen belleza! " "Se acabó - pensaba yo en mi deslumbramiento -, a partir de este instante yo busco la belleza, ellos no la tienen, y por eso es por lo que los abandono." Hubo a mi espalda como un ligero roce; me volví; era mamá que se inclinaba sobre mí y me rniraba a los ojos con una curiosidad tímida. La agarré de pronto por la mano:

é, mamá, no se me ha dicho nunca nada de nuestro querido huésped? - le pregunté bruscamente, sin esperar a lo que ella me fuera a decir.

ó inmediatamente, y la alegría alumbró su rostro, pero no me respondió, excepto estas pocas palabras:

ápidamente, ruborizándose, a hizo un ademán como para marcharse en seguida, porque también ella tenía horror a desplegar sus sentimientos; en ese aspecto se me parecía, es decir, que era reservada y casta; además, naturalmente, ella no habría querido discutir conmigo aquel tema: Makar Ivanovitch; lo que habíamos podido decirnos con aquel cambio de miradas bastaba. Pero fui yo, que detesto todo despliegue de sentimientos, quien la retuvo a la fuerza por la mano: la miré dulcemente a los ojos, reí dulce y tiernamente, y con la otra mano acaricié su rostro querido, sus mejillas hundidas. Ella se inclinó y apoyó su frente contra la mía:

éndose y toda radiante -, cúrate. Te quedaré muy agradecida por ello. Él está enfermo, muy enfermo... Nuestra vida está en manos de Dios... Ah!, qué he dicho? Pero es imposible!

ía honrado siempre, durante toda su vida, en el temor y el temblor y en el respeto, a su legítimo esposo, al peregrino Makar Ivanovitch, que la había perdonado magnánimamente y de una vez para siempre.

1 2 3 4 5 6 7 8 9 10
1 2 3 4 5 6 7 8 9
1 2 3 4 5 6 7 8 9 10 11 12 13
Notas
Indice de los personajes