Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Primera parte. Libro II. Una reunión fuera de lugar.
Capitulo III. Las mujeres creyentes

CAPITULO III

LAS MUJERES CREYENTES

Al pie de la galería de madera que se abría en la parte exterior del muro del recinto había unas veinte mujeres del pueblo. Se les había anunciado que el starets ían agrupado para esperarle.

Las Khokhlakov le esperaban también, pero en una habitación de la galería reservada para las visitantes de calidad. Eran dos: madre a hija. La primera, rica propietaria, vestía con gusto. Tenía un aspecto todavía sumamente agradable y unos ojos vivos y casi negros. Sólo contaba treinta y tres áños y era viuda desde hacía cinco. Su hija, una jovencita de catorce años, tenía las piernas paralizadas. La pobre criatura no andaba desde hacía seis meses y había que tránsportarla en un sillón de ruedas. Tenía una carita encantadora, un tanto enflaquecida por la enfermedad, pero alegre. Sus grandes y oscuros ojos sombreados por largas pestañas brillaban con destellos juguetones. Su madre estaba decidida desde la primavera a llevarla al extranjero, pero ciertos trabajos emprendidos en sus dominios las retenían. Hacía ocho días que estaban en el pueblo, más por cuestiones de negocios que por devoción. Sin embargo, habían visitado ya al starets tres días atrás. Ahora habían vuelto, aun sabiendo que el starets ía de su celda, para suplicar se les concediera "la dicha de ver al gran salvador de enfermos". Durante la espera, la madre estaba sentada junto al sillón de su hija. A dos pasos de ellas, de pie, había un viejo monje llegado de un monasterio del norte para recibir la bendición del starets.

Pero éste, al parecer, avanzó hacia el grupo de mujeres del pueblo. Las creyentes acudieron a la escalinata de tres escalones que enlazaba la galería con el suelo. El starets se detuvo en el escalón más alto. De sus hombros pendía la estola. Después de bendecir a las mujeres que le rodeaban, atendió a una posesa que le presentaron. La sujetaban por las dos manos. Cuando vio al fue acometida por un violento hipo y comenzó a gemir, mientras su cuerpo era presa de espasmos y sacudidas, como si sufriera un ataque epiléptico. El starets le cubrió la cabeza con la estola, dijo una breve oración y la enferma se cálmó en el acto.

Ignoro lo que ocurre ahora, pero en mi infancia tuve ocasión de ver y oír a estos posesos en las aldeas y en los monasterios. Cuando las llevaban a misa emitían en la iglesia agudos chillidos, pero tan pronto como tenían cerca el santo sacramento, el ataque "demoníaco" cesaba en el acto y las enfermas se tranquilizaban y permanecían en calma algún tiempo.

ía un niño, esto me sorprendía y me impresionaba profundamente. Respondiendo a mis preguntas, oí decir a algunos hacendados y, sobre todo, a los profesores de la localidad, que aquello era una ficción para no trabajar y que se podía reprimir tratando a los supuestos enfermos con dureza. Y me explicaban diversos casos que lo demostraban. Pero después me enteré, por boca de médicos y especialistas, de que no se trataba de una simulación, sino de una grave enfermedad que demostraba las duras condiciones en que vivía la mujer, sobre todo en Rusia. El mal procedía de trabajos agotadores realizados después de curaciones incompletas y sin intervención de la medicina, y también de la desesperación, los malos tratos, etcétera, etcétera, vida que algunas naturalezas femeninas no pueden sufrir, aunque la soporte la mayoria.

La curación súbita y sorprendente de las convulsas endemoniadas, apenas se les acercaba algún objeto sagrado, lo cual se atribuía a una ficción y, sobre todo, a ardides de los sacerdotes, era seguramente también un fenómeno natural. Las mujeres que conducían a la enferma, y especialmente la enferma misma, estaban completamente convencidas de que el espíritu impuro que se había posesionado de ella no podría resistir la presencia del santo sacramento, ante el cual inclinaban a la desgraciada. Entonces, en la paciente de nervios enfermos, dominada por una afección psíquica, se producía un trastorno profundo y general, ocasionado por la espera del milagro de la curación y por la seguridad completa de que el milagro se realizaría. Y, en efecto, se realizaba, aunque sólo fuera momentáneamente. Esto es lo que ocurrió cuando el starets ó a la enferma con la estola.

ñaban en torno de él derramaban lágrimas de ternura y entusiasmo, otras se arrojaban sobre él para besarle aunque sólo fuera el borde del hábito; otras, en fin, se lamentaban. Él las bendecía a todas y charlaba con ellas. Conocía a la posesa, que vivía en una aldea situada a legua y media del monasterio. No era la primera vez que se la habían traído.

í una que viene de lejos -dijo el starets, señalando a úna mujer todavía joven, pero exhausta y muy delgada, y de rostro tan curtido que parecía negro.

starets óvil. En sus ojos había un algo de extravío.

-Sí, padre; vengo de lejos. Vivo a cuatrocientas verstas de aquí. De lejos, padre, de muy lejos.

ándose.

En el pueblo hay un dolor silencioso y paciente, que se concentra en sí mismo y enmudece. Pero también hay un dolor ruidoso, que se traduce en lágrimas y lamentos, sobre todo en las mujeres.

Este dolor no es menos profundo que el silencioso. Los lamentos sólo calman desgarrando el corazón. Este dolor no quiere consuelo: se nutre de'la idea de que es inextinguible. Los lamentos no son sino el deseo de abrir aún más la herida.

ó el , mirándola con curiosidad.

-Sí, padre: somos campesinos de nacimiento, pero vivimos en la ciudad. He venido sólo para verte. Hemos oído hablar de ti, padre mío. He enterrado a mi hijo, que era un niño pequeño: Para rogar a Dios, he visitado tres monasterios, y me han dicho: "Ve allí, Nastasiuchka", es decir, a verle a usted, padre mío, a verle a usted. Y vine. Ayer fui a la iglesia y hoy he venido aquí.

-Por qué lloras?

ños. El recuerdo de este hijo me atormenta. Era el menor. Nikituchka y yo hemos tenido cuatro, pero no nos ha quedado ninguno, mi bienamado padre, ninguno. Enterré a los tres primeros y no sentí tanta pena. Pero a este último no puedo olvidarlo. Me parece tenerlo delante. No se va. Tengo el corazón destrozado. Contemplo su ropita, su camisa, sus zapatitos y me echo a llorar. Pongo, una junto a otra, todas las cosas que han quedado de él, las miro y lloro. Dije a Nikituchka, mi marido: "Oye, déjame ir en peregrinación..." Es cochero, padre mío. Tenemos bienes. Los caballos y los coches son nuestros. Pero para qué los queremos ahora? Mi Nikituchka debe de estar bebiendo desde que le dejé. Lo ha hecho otras veces: cuando lo dejo pierde los ánimos. Pero ahora no pienso en él. Ya hace tres meses que he dejado la casa, y lo he olvidado todo, y no quiero acordarme de nada. Para qué me sirve mi marido ahora? He terminado con él y con todos. No quiero volver a ver mi casa ni mis bienes. Ojalá me hubiese muerto.

-Oye -dijo el starets-, un gran santo de la antigüedad vio en el templo a una madre que lloraba como lloras tú, porque el Señor se le había llevado a su hijito. Y el santo le dijo: "Tú no sabes lo atrevidos que son estos niños ante el trono de Dios. En el reino de los cielos no hay nadie que tenga el atrevimiento que tienen esas criaturas. Le dicen a Dios que les ha dado la vida, pero que se la han vuelto a quitar apenas han visto la luz. Y tanto insisten y reclaman, que el Señor los hace ángeles. Por eso debes alegrarte en vez de llorar, ya que tu hijito está ahora con el Señor, en el coro de ángeles." Esto es lo que dijo en la antigüedad un santo a una mujer que lloraba. Era un gran santo y lo que decía era la pura verdad. Así, tu hijo está ante el trono del Señor, y se divierte y ruega a Dios por ti. Llora si quieres, pero alégrate.

ía mi Nikituchka para consolarme: "No hay motivo para que llores. Seguro que nuestro hijo está cantando ahora en el coro de ángeles ante el Señor." Y mientras me decía esto, lloraba. Yo le decía: " Sí, ya lo sé: está con el Señor, porque no puede estar en otra parte. Pero no está aquí, cerca de nosotros, como estaba antes..." Oh, si yo pudiera volver a verlo una vez, aunque sólo fuera una vez, sin acercarme a él, sin decirle nada, escondida en un rincón! Si pudiera verle un instante, oírle jugar y verle llegar de pronto, gritando con su vocecita: "Dónde estás, mamá?", como hacía tantas veces! Si yo pudiera oírle corretear por la habitación, venir a mí corriendo, riendo y gritando, como recuerdo que solía hacer! Si pudiese aunque sólo fuera oírle! Pero no está en la casa, padre mío, y no podré oírle nunca más! Mira su cinturón. Pero él no está, no volverá a estar nunca.

ó de su pecho un diminuto cinturón. Apenas lo vio, empezó L sollozar, cubriéndose el rostro con las manos, entre cuyos dedos luían las lágrimas a torrentes.

-Mirad! -exclamó el -. Es la antigua Raquel que lloa a sus hijos, sin ue haya para ella consuelo, porque ya no están en el mundo. Esta es la suerte que se reserva aquí abajo a las madres. No te consueles, no hace falta que tengas consuelo. Llora. Pero cada vez que llores, acuérdate que tu hijo es un ángel de Dios, que desde allá arriba lo mira y lo ve, y que tus lágrimas le complacen y las muestra al Señor. Derramarás lágrimas todavía mucho tiempo, pero, al fin, sentirás una serena alegría, y las lágrimas que ahora son amargas serán entonces purificadoras lágrimas de ternura que borran los pecados. Rogaré por el descanso del alma de tu hijo. Cómo se llamaba?

ío.

-Es un bonito nombre. Su patrón era el varón de Dios Alexei, verdad?

í, padre: Alexei, varón de Dios.

-Qué gran santo! Rogaré por tu hijito: no olvidaré tu aflicción en mis oraciones. Y también rogaré por la salud de tu marido. Pero ten en cuenta que es un pecado abandonarle. Vuelve a su lado y cuida de él. Desde allá arriba tu hijo ve que has abandonado a su padre, y esto le aflige. Por qué turbas su paz? Tu hijito vive, pues el alma tiene vida eterna; no está en la casa, pero lo tienes cerca de ti, aunque no lo veas. Sin embargo, no esperes que vaya a tu casa si te oye decir que la detestas. Para qué ha de ir, si en la casa no hay nadie, si en ella no puede encontrar a su madre y a su padre juntos? Ahora llegaría, te vería atormentada y te enviaría apacibles sueños. Vuelve hoy mismo al lado de tu esposo.

-Te obedeceré, padre mío, iré. Has leído en mi corazón. Espérame, Nikituchka; espérame, querido!

ó lamentándose, pero el se había vuelto ya hacia una viejecita que no vestía de peregrina, sino que llevaba un vestido de calle corriente. Se leía en sus ojos que tenía algo que decir. Era viuda de un suboficial y habitaba en nuestro pueblo. Su hijo Vasili, empleado en una comisaría, se había trasladado a Irkutsk (Siberia). Le había escrito dos veces. Luego, desde hacía un año, no había dado señales de vida. Había intentado informarse, pero no sabía adónde dirigirse.

-El otro día, Estefanía Ilinichna Bedriaguine, rica tendera, me dijo: "Lo que debes hacer, Prokhorovna, es escribir en un papel el nombre de tu hijo. Entonces vas a la iglesia y encargas oraciones por el descanso de su alma. Así, él se sentirá inquieto y te escribirá. Es un procedimiento seguro que se ha empleado muchas veces." Yo no me he atrevido a hacerlo sin consultarte. Tú que en todo nos iluminas, dime: está eso bien?

-Te guardarás mucho de hacerlo. Sólo que lo hayas preguntado es vergonzoso. Nadie puede orar por el descanso de un alma viviente, y menos aún una madre. Eso es tan gran pecado como la hechicería. Sólo por tu ignorancia se te puede perdonar. Ruega por su salud a la Reina de los Cielos, rápida mediadora y auxiliadora de los pecadores, y pídele que perdone tu error. Y entonces, Prokhorovna, verás como tu hijo, o regresa o te escribe. Ve tranquila: tu hijo vive, te lo digo yo.

ón de nuestros pecados.

El starets miraba ya unos ojos ardientes que se fijaban en él. Eran los ojos de una campesina todavía joven, pero extenuada y con aspecto de enferma del pecho. Permanecía muda y, mientras dirigía al starets ón, parecía temer aproximarse a él.

é deseas, querida?

-Que alivies mi alma -murmuró con voz ahogada. Se arrodilló lentamente a sus pies y añadió-: He pecado, padre mío, y esto me llena de temor.

El starets ó en el escalón más bajo. La mujer se acercó a él, avanzando de rodillas.

ños -empezó a decir la mujer a media voz-. La vida no era para mí agradable al lado de mi marido, que estaba viejo y me azotaba duramente. Una vez que estaba en cama, enfermo, yo pensé, mirándole: "Si se cura y se levanta de nuevo, qué será de mi?" Y esta idea ya no se apartó de mi pensamiento.

starets.

ó el oído a los labios de la mujer y ella continuó con voz apenas perceptible. Pronto terminó.

El starets preguntó:

ños?

í, tres años. Al principio no pensaba en ello, pero desde que me puse enferma, vivo en una angustia continua.

-Vienes de muy lejos?

-He hecho quinientas verstas de camino.

-Te has confesado?

-Han accedido a recibir la comunión?

-Sí... Tengo miedo, miedo a la muerte.

-No temas nada; no tengas miedo ni te aflijas. Con tal que el arrepentimiento subsista, Dios lo perdona todo. No hay pecado en la tierra que Dios no perdone al que se arrepiente de corazón. No existe pecado humano capaz de agotar el amor infinito de Dios. Porque qué pecado puede superar en magnitud el amor de Dios? Piensa siempre en tu arrepentimiento y destierra todo temor. Tú no puedes imaginarte cómo te ama Dios, aunque tenga que amarte como pecadora. En el cielo habrá más alegría por un pecador que se arrepiente que por diez justos. No te aflijas por lo que puedan decir los demás y no te irrites por sus injurias. Perdona de todo corazón al difunto las ofensas que te infirió y reconcíliate con él de verdad. Si te arrepientes, es que amas. Y si amas, estás en Dios. El amor todo lo redime, todo lo salva. Si yo, pecador como tú, me he conmovido al oirte, con más razón tendrá el Señor piedad de ti. El amor es un tesoro tan inestimable, que, a cambio de él, puedes adquirir el mundo entero y redimir, no sólo tus pecados, sino los pecados de los demás. Vete y no temas nada.

ñal de la cruz sobre la enferma, se quitó una medalla que pendía de su cuello y la colgó en el de la pecadóra, que se inclinó en silencio hasta tocar la tierra. El se levantó y miró alegremente a una mujer bien parecida que llevaba en brazos un niño de pecho.

-Vengo de Vichegoria, padre mío.

é quieres?

-He venido a verte. Pero no es la primera vez que vengo, lo has olvidado? Poca memoria tienes si no te acuerdas de mí. Oí decir que estabas enfermo y entonces decidí venir a verte. Y ahora veo que no tienes nada. Vivirás todavía veinte años: estoy segura. Tú no puedes ponerte enfermo, habiendo tanta gente que ruega por ti.

ón, querida.

-Ahora voy a pedirte un favor. Toma estos sesenta copecs y dalos a otro que sea más pobre que yo. Por el camino venía pensando: "Lo mejor será entregarlos a él, pues él sabrá a quién debe darlos."

é lo que deseas. Me gusta tu modo de ser. Es una niña lo que llevas en brazos?

-Sí, una niña, padre mío. Se llama Elisabeth.

-Que el Señor os bendiga a las dos, a ti y a tu Elisabeth. Has alegrado mi corazón... Adiós, queridas hijas mías.