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  • Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
    Segunda parte. Libro V. Pro y contra.
    Capitulo VII. Da gusto conversar con un hombre inteligente

    CAPITULO VII

    DA GUSTO CONVERSAR CON UN HOMBRE INTELIGENTE

    Incluso iba hablando a solas. Al ver a Fiodor Pavlovitch en el salón, le gritó: " No entro: me voy a mi habitación! Adiós!" Y pasó de largo, sin mirar a su padre. Sin duda, se habla dejado llevar de la aversión que el viejo le inspiraba, y esta animosidad expresada con tanta insolencia sorprendió a Fiodor Pavlovitch. Éste tenía que decir algo urgente a su hijo, y con esta intención había ido a su encuentro. Ante la inesperada acogida de Iván, se detuvo y le siguió con una mirada irónica hasta que hubo desaparecido.

    é le pasa? -preguntó a Smerdiakov, que llegó en ese momento.

    á enojado, Dios sabe por qué -repuso Smerdiakov, evasivo.

    ñamiento! Ve a prepararle el samovar y vuelve. Alguna novedad?

    Entonces vinieron las preguntas referentes a la visitante esperada, de que Smerdiakov acababa de quejarse a Iván Fiodorovitch. No hace falta que las repitamos.

    és, las puertas estaban cerradas, y el trastornado viejo iba de un lado a otro, con el corazón palpitante, esperando la señal convenida. A veces miraba por las oscuras ventanas, pero sólo veía las sombras de la noche.

    án Fiodorovitch aún no se habla dormido. Meditaba y no se acostó hasta las dos. No expondremos aquí sus pensamientos: no ha llegado el momento de penetrar en el alma de este hombre. Ya llegará la ocasión. La empresa no será fácil, pues no eran ideas lo que le inquietaban, sino una especie de vaga agitación. Él era el primero en darse cuenta de que no pisaba terreno firme. Extraños deseos le atormentaban. A medianoche experimentó el de bajar, abrir la puerta, ir al pabellón y dar una paliza a Smerdiakov, y si le hubieran preguntado por qué, no habría podido señalar ningún motivo razonable: solamente el de que odiaba a aquel bellaco como si hubiera recibido de él la más grave ofensa del mundo.

    ó varias veces, dejándolo exhausto. La cabeza le daba vueltas, le hostigaba una sensación de odio, un deseo de vengarse de alguien. Detestaba incluso a Aliocha, al acordarse de su reciente conversación con él, y en algunos momentos se odiaba a sí mismo. Se había olvidado de Catalina Ivanovna y se asombraba de ello al recordar que el día anterior, cuando se jactaba ante ella de partir al día siguiente para Moscú, se decía a sí mismo: "Qué disparate! No te marcharás: no romperás tan fácilmente con ella, fanfarrón."

    Mucho tiempo después, Iván Fiodorovitch recordó con repugnancia que aquella noche iba sin hacer ruido, como si temiera que lo oyesen, hacia la puerta, la abría, salía al rellano de la escalera y escuchaba cómo su padre iba y venía en la planta baja. Estaba un buen rato escuchando con una extraña curiosidad, conteniendo la respiración y el corazón latiéndole con violencia. Él era el primero en no saber por qué obraba así. Durante toda su vida calificó este proceder de indigno, considerándolo en el fondo de su alma como el acto más vil de que se podía acusar. En aquella ocasión no sentía ningún odio por Fiodor Pavlovitch, sino solamente una viva curiosidad. Qué haría allá abajo? Lo veía mirando por las ventanas oscuras, deteniéndose de pronto en medio de la habitación con el oído atento, por si alguien llamaba.

    án Fiodorovitch salió dos veces al rellano para acechar. A eso de las dos, cuando todo estaba en calma, se acostó con un ávido deseo de dormirse, pues estaba extenuado. Se durmió profundamente, sin ensueños, y cuando despertó ya era de día. Al abrir los ojos se sorprendió de sentir una energía extraordinaria, se levantó, se vistió rápidamente y empezó a hacer la maleta. Precisamente la lavandera le había traído la ropa lavada. Sonrió al pensar que nada se oponía a su repentina marcha. Bien podía calificarse de repentina. Aunque Iván Fiodorovitch hubiera dicho el día anterior a Catalina Ivanovna, Aliocha y Smerdiakov que saldría al día siguiente para Moscú, recordaba que, al acostarse, no tenía el propósito de partir; por lo menos, no sospechaba que al levantarse empezaría inmediatamente a hacer la maleta. Al fin, tanto ésta como su maletín estuvieron listos. Eran ya las nueve cuando apareció Marta Ignatievna para preguntarle como de costumbre:

    -Toma usted el té aquí o abajo?

    Bajó casi alegremente, aunque sus palabras y sus ademanes denunciaban cierta agitación. Saludó afablemente a su padre, incluso le preguntó por su salud, pero, sin esperar su respuesta, le manifestó que partiría al cabo de una hora para Moscú, y le rogó que hiciera preparar los caballos. El viejo le oyó sin la menor muestra de asombro, sin ni siquiera adoptar, por cumplido, un aire de pesar. En cambio, recordó, no sin placer, cierto importante asunto que podía encargarle.

    é raro eres! Ayer no me dijiste nada. Pero no importa, todavía hay tiempo. Hazme un gran favor: pasa por Tchermachnia. No tienes más que doblar a la izquierda en la estación de Volovia. Recorres una docena de verstas a lo sumo, y ya estás allí.

    í a la estación hay ochenta verstas; el tren de Moscú sale a las siete; tengo el tiempo justo.

    -Tiempo tendrás de ir a Moscú. Hoy ve a Tchermachnia. Qué te cuesta tranquilizar a tu padre? Si yo no estuviera ocupado, habría ido ya, pues el asunto es urgente. Pero... no puedo ausentarme ahora... Óyeme, tengo dos porciones de bosque, una en Begutchev y otra en Diatchkino, en las landas. Los traficantes Maslov, padre a hijo, sólo ofrecen ocho mil rublos por la tala. El año pasado se presentó un comprador que daba doce mil. Pero no era de aquí: observa este detalle. Aquí no hay compradores de bosques. Los Maslov tienen centenares de miles de rublos y son los que hacen la ley. Hay que aceptar sus condiciones: nadie se atreve a pujar sus ofertas. Pues bien, el padre Ilinski me anunció el jueves pasado la llegada de Gorstkine, otro traficante. Lo conozco. Tiene la ventaja de no ser de aquí, sino de Pogrebov, por lo que no teme a los Maslov. Ofrece once mil rublos, comprendes? Estará allí una semana a lo sumo, según me dice el pope en su carta. Tú arreglarás el asunto con él.

    éndole que se encargue de ello.

    -No lo haría bien: no entiende de estas cosas. Vale su peso en oro, yo le confiaría veinte mil rublos sin recibo; pero no tiene olfato; se diría que es un niño. Sin embargo, es nada menos que un erudito. El tal Gorstkine tiene el aspecto de un mendigo, lleva una mísera blusa azul; pero es un pícaro redomado. Miente, y a veces hasta tal punto, que no se comprende la razón de tales mentiras. Una vez dijo que su mujer había muerto y que él se había vuelto a casar. Y no había ni una palabra de verdad en esto: su mujer vive todavía y él la zurra regularmente. Ahora la cuestión es averiguar si está verdaderamente dispuesto a dar por la tala once mil rublos.

    ú saldrás adelante. Escucha: te voy a describir a ese Gorstkine. Tengo relaciones comerciales con él desde hace tiempo. Óyeme: has de observar su barba, que es roja y vil. Cuando Gorstkine se exalta hablando y su barba se agita, la cosa va bien: entonces ese hombre dice la verdad y quiere llegar a un acuerdo. Pero si se acaricia la barba con la mano izquierda y a la vez sonríe, es que quiere enredarte. Inútil mirar sus ojos: son como agua turbia. Has de mirar su barba. Su verdadero nombre no es Gorstkine, sino Liagavi. Pero no le llames así, porque se molestaría. Si ves que el negocio puede cerrarse, escríbeme dos letras. Mantén el precio de once mil rublos. En último término, puedes bajar mil, pero no más. Observa que entre ocho mil y once mil hay tres mil de diferencia. Esto representaría para mí un dinero que no esperaba recibir y del que tengo gran necesidad. Si me dices que los tratos van en serio, yo encontraré el tiempo preciso para ir a cerrarlos. Para qué ir ahora, no sabiendo si el pope se ha equivocado? Bueno, vas a ir o no?

    -Perdona, pero no tengo tiempo.

    -Haz este favor a tu padre y toda la vida te lo estaré agradeciendo. Sois todos unos desalmados. Qué significan para ti un día o dos? Adónde vas tú ahora, a Venecia? No temas que desaparezca del mapa. Habría enviado a Aliocha; pero qué sabe él de esto? En cambio, tú eres astuto: se ve a la legua. Tú no eres traficante en bosques, pero sabes ver las cosas. Lo importante ahora es averiguar si ese hombre habla en serio. Te lo repito: tú mira su barba, y si ves que se agita, habla en serio.

    ú mismo me obligas a ir a esa maldita Tchermachnia -dijo Iván con una sonrisa sarcástica.

    ó o no quiso observar el sarcasmo y se fijó sólo en la sonrisa.

    -De modo que irás? He de darte un billete.

    é si iré. Lo decidiré por el camino.

    é por el camino? Decídelo ahora. Una vez arreglado el asunto, ponme dos líneas. Entrégaselas al pope: él se encargará de remitirme tu carta. Después podrás partir libremente para Venecia. El pope te llevará en coche a la estación de Volovia.

    El viejo estaba radiante de alegría. Escribió el billete y envió en busca de un coche. Se sirvió un ligero almuerzo y coñac. El júbilo solía hacer expansivo a Fiodor Pavlovitch, pero esta vez el viejo se contenía. Ni una palabra acerca de Dmitri. La separación no le afectaba lo más mínimo y no sabía qué decir. Iván Fiodorovitch se sintió herido. "Le molestaba", pensó. Fiodor Pavlovitch acompañó a su hijo hasta el pórtico. Hubo un momento en que pareció que iba a besarle, pero Iván Fiodorovitch se apresuró a tenderle la mano, con el evidente propósito de evitar el beso. El viejo lo comprendió y se detuvo. Estaban en la escalinata.

    ás aunque sólo sea una vez. Verte será siempre un placer para mí. Que el Señor te acompañe.

    Iván Fiodorovitch subió en el

    ós, Iván! No me guardes rencor! -le gritó su padre finalmente.

    Smerdiakov, Marta y Grigori habían acudido para decirle adiós. Iván les dio diez rublos a cada uno. Smerdiakov se acercó al coche para arreglar la alfombra.

    án, a pesar suyo y con una risita nerviosa. Y se acordó mucho tiempo de esto.

    án una mirada penetrante.

    El tarantass partió al galope. El viajero estaba preocupado, pero miraba ávidamente los campos, los ribazos, una bandada de patos salvajes que volaba a gran altura bajo el claro cielo... De pronto experimentó una sensación de bienestar. Intentó charlar con el cochero y se interesó vivamente por una de sus respuestas, pero en seguida se dio cuenta de que su atención estaba en otra parte. Se calló y respiró con placer el aire fresco y puro. El recuerdo de Aliocha y de Catalina Ivanovna cruzó su mente. Sonrió dulcemente y de un soplo desvaneció los queridos fantasmas.

    "Más adelante", se dijo.

    "Por qué habrá dicho que da gusto conversar con un hombre inteligente? -se preguntó de súbito-. Qué estaría pensando al decir esto? Y por qué le habré dicho yo que iba a Tchermachnia?"

    Cuando llegaron a Volovia, Iván bajó del coche y varios cocheros le rodearon. Concertó el precio para la visita a Tchermachnia: doce verstas por un camino vecinal. Ordenó que engancharan, entró en el local, miró a la encargada y volvió a salir al pórtico.

    ón, muchachos?

    -A sus órdenes. Hay que enganchar?

    ñana a la ciudad alguno de vosotros?

    í, Dmitri ha de ir.

    -Quieres hacerme un favor, Dmitri? Se trata de ir a casa de mi padre, Fiodor Pavlovitch Karamazov, y decirle que no he ido a Tchermachnia,

    -Lo haré. Conocemos a Fiodor Pavlovitch desde hace mucho tiempo.

    él te la dé- dijo alegremente Iván Fiodorovitch.

    -Desde luego -exclamó Dmitri, echándose a reír-. Gracias, señor. Cumpliré su encargo.

    án subió al tren de Moscú. "Olvidemos todo el pasado! Olvidémoslo para siempre. No quiero volver a oír hablar de él. Voy hacia un nuevo mundo, hacia nuevas tierras, sin volver la vista atrás."

    úbito, una nube envolvió su alma y una tristeza tan profunda como nunca había sentido le oprimió el corazón. Estuvo toda la noche pensativo. Hasta la mañana siguiente, a su llegada a Moscú, no se recobró.

    "Soy un miserable", se dijo.

    Después de marcharse su hijo, Fiodor Pavlovitch respiró. Durante dos horas, con ayuda del coñac, se sintió poco menos que feliz. Pero entonces se produjo un incidente enojoso que lo consternó. Smerdiakov, al bajar al sótano, resbaló en el primer escalón de la escalera. Marta Ignatievna, que estaba en el patio, no vio la caída, pero oyó el grito extraño del epiléptico presa de un ataque: conocía bien este grito. Si el ataque le había acometido en el momento de poner el pie en la escalera y había sido la causa de que cayera rodando hasta abajo, o si había sido la caída y la conmoción consiguiente lo que había provocado el ataque, no era posible saberlo. Lo cierto es que lo encontraron en el sótano presa de horribles convulsiones y echando espuma por la boca. Al principio se creyó que estaba herido, que se había roto algún miembro; pero "el Señor lo había protegido", según dijo Marta Ignatievna. Estaba indemne.

    ácil llevarlo arriba. Se consiguió con la ayuda de algunos vecinos. Fiodor Pavlovitch, que presenciaba la operación, echó una mano. Estaba trastornado.

    ía perdido el conocimiento. Habían cesado las sacudidas, pero pronto empezaron de nuevo. Se llegó a la conclusión de que el ataque era como el del año anterior, cuando se cayó del granero. Entonces se le puso hielo en la cabeza. Esta vez Marta Ignatievna volvió a aplicar el remedio, pues encontró un poco de hielo en la bodega.

    ó en busca del doctor Herzenstube, que acudió sin pérdida de tiempo. Después de haber examinado al enfermo atentamente (era el médico más minucioso de la comarca, un viejecito respetable), dijo que el ataque no era de los corrientes, "que podía tener complicaciones", que no veía la cosa clara y que al día siguiente, si la medicación prescrita no había producido efecto, probaría otro tratamiento.

    ó al enfermo en el pabellón, en un cuartito inmediato al de Grigori. A continuación, Fiodor Pavlovitch empezó a sufrir una serie de contrariedades. El cocido hecho por Marta Ignatievna resultó una especie de agua sucia comparado con el de costumbre. La gallina, reseca, no se podía comer. A los amargos y justificados reproches de su amo, Marta Ignatievna contestó que la gallina era vieja y que ella no era una cocinera profesional.

    ó un nuevo disgusto: Grigori, que se sentía mal desde hacía dos días, se había tenido que meter en la cama, a causa de su lumbago. Se apresuró a tomar el té y se encerró en sus habitaciones, agitadísimo. Estaba casi seguro de que precisamente aquella noche se presentaría Gruchegnka. Por lo menos, Smerdiakov le había anunciado aquella mañana que la joven lo había prometido.

    El incorregible viejo notaba el violento palpitar de su corazón mientras iba y venía por las vacías habitaciones aguzando el oído. Había que vigilar; a lo mejor, Dmitri estaba espiando por los alrededores; por lo tanto, apenas oyese llamar a la ventana (Smerdiakov le había dicho que Gruchegnka conocía las señales), debía abrir, para evitar que la visitante sintiera miedo al verse sola en el vestíbulo y se diera a la fuga.

    ón, pero, al mismo tiempo, jamás una esperanza tan dulce había mecido su alma: estaba seguro de que esta vez acudiría Gruchegnka.

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