Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Tercera parte. Libro VIII. Mitia.
Capitulo IV. Tinieblas

CAPITULO IV

TINIEBLAS

Hacia dónde corria? No es dificil suponerlo.

ónde puede haber ido sino a casa del viejo? Es evidente que desde el domicilio de Samsonov se ha trasladado al de mi padre. Toda esta intriga salta a la vista.

ó por el patio de María Kondratievna.

ómplice, lo mismo que Smerdiakov. Todos están comprados!

Había tomado una resolución y no se volvería atrás. Dio un gran rodeo, pasó por el puentecillo y desembocó en una callejuela de la parte posterior. La calleja, deshabitada y desierta, estaba limitada por un lado por la cerca de un campo de cereales, y por el otro, por la empalizada que rodeaba el jardín de Fiodor Pavlovitch.

ó el mismo sitio que había utilizado muchos años atrás, según se contaba, Elisabeth Smerdiachtchaia.

í -se dijo Mitia-, por qué no he de poder yo?

ó aferrarse a lo alto de la empalizada. Trepó y pronto se vio sentado a horcajadas sobre las maderas.

Cerca estaban las estufas, pero Mitia sólo observaba las ventanas iluminadas de la casa.

á alli.

Y saltó al jardín. Sabía que Grigori y Smerdiakov estaban enfermos, que nadie podía oírlo. Sin embargo, con instintivo impulso permaneció inmóvil y aguzó el oído. Un silencio de muerte le rodeaba. La calma era absoluta; no se movía ni una hoja... "Sólo se oye el silencio..." Este verso acudió a su memoria. Luego se dijo:

-Con tal que no me haya oído nadie... Creo que, en efecto, nadie me ha oído.

ó por el césped con paso felino, aguzando el oído, sorteando los árboles y la maleza. Se acordó de que había debajo de las ventanas densos macizos de saúcos y viburnos. La puerta que daba acceso al jardín por el lado izquierdo estaba cerrada: lo comprobó al pasar. Al fin, llegó a los macizos y allí se escondió. Contenía la respiración. "Hay que esperar. Si me han oído, estarán escuchando. Quiera Dios que no me entren ganas de toser o estornudar. "

ó un par de minutos. El corazón le latía con violencia. Respiraba con dificultad.

-Estas palpitaciones no cesarán. No puedo seguir esperando.

ía en la sombra, tras un macizo iluminado a medias.

-Qué rojas son las bayas de los viburnos! -murmuró maquinalmente.

ándose como un lobo, se acercó a la ventana y se levantó sobre las puntas de los pies. Entonces pudo ver el dormitorio de Fiodor Pavlovitch. Era una habitación pequeña y dividida en dos por biombos rojos, "chinos", como les llamaba su propietario.

"Gruchegnka está detrás de los biombos", pensó Mitia.

Y se dedicó a observar a su padre. Éste llevaba una bata que Dmitri no había visto nunca. Era de seda, listada, y de su cintura pendían cordones rematados por borlas. El cuello, doblado y abierto, dejaba ver una elegante camisa de fina holanda y botones de oro. En la cabeza llevaba el pañuelo rojo con el que le había visto Aliocha. Mitia pensó: "Se ha puesto guapo." Fiodor Pavlovitch estaba cerca de la ventana, pensativo. De pronto, se acercó a la mesa, se sirvió medio vaso de coñac y se lo bebió. Después lanzó un hondo suspiro y otra vez estuvo inmóvil unos instantes. Después se acercó, distraído, al espejo, y levantó el pañuelo para examinar los cardenales y las costras que tenía en la cabeza.

"Seguramente está solo."

ó del espejo y se acercó de nuevo a la ventana. Mitia retrocedió para refugiarse en la oscuridad.

"Estará Gruchegnka durmiendo detrás de los biombos?"

Fiodor Pavlovitch se retiró de la ventana.

"La espera a ella -se dijo Mitia-. No hay razón para que aceche en la oscuridad. O sea, que ella no está aquí. La impaciencia devora al viejo."

ó a mirar por la ventana. Fiodor Pavlovitch estaba sentado ante la mesa. Su tristeza era evidente. Apoyó el codo en la mesa y la cara en la mano. Mitia lo observaba ávidamente.

"Está solo, completamente solo. Si Gruchegnka estuviera aquí, no estaría tan triste."

ó que Gruchegnka no estuviera allí.

"No es su ausencia lo que me inquieta -se explicó a sí mismo-, sino no saber qué hacer."

ó que discurría con perfecta lucidez en aquellos momentos y que se daba cuenta de todo.

ía apoderado de él y que iba en continuo aumento.

" Está aquí o no está?"

ó una resolución. Extendió el brazo y dio unos golpes en la ventana: primero dos golpes espaciados, después tres golpes que se sucedieron rápidamente: era la señal convenida con Smerdiakov para que éste anunciara al viejo la llegada de Gruchegnka. Fiodor Pavlovitch se estremeció, levantó la cabeza y corrió a la ventana. Mitia volvió a ocultarse en las sombras. Fiodor Pavlovitch abrió la ventana y se asomó.

ú? -preguntó con voz alterada-. Dónde estás, querida, ángel mío? Dónde estás?

Jadeaba de emoción. "Está solo", se dijo Mitia.

-Dónde estás? -repitió el viejo, con todo el busto fuera de la ventana para poder mirar en todas direcciones-. Ven. Tengo un regalo para ti. Ven y lo verás.

"El sobre con los tres mil rublos", pensó Dmitri.

ónde estás? Acaso en la puerta? Voy a abrir.

Fiodor Pavlovitch estuvo a punto de caer al exterior al mirar hacia la puerta que daba al jardín. Escrutaba las tinieblas. Se dispuso a ir a abrir sin esperar la respuesta de Gruchegnka. Mitia no vaciló. La luz interior permitía ver claramente el perfil detestado del viejo, con su prominente nuez, su nariz curvada, sus labios que sonreían en una espera voluptuosa. Una cólera infernal hirvió de pronto en el corazón de Mitia. "He aquí mi rival, mi verdugo." Sintió un impulso irresistible: el arrebato de que le había hablado a Aliocha cuando conversaron en el pabellón.

ías capaz de matar a tu padre? -había preguntado Aliocha.

-No lo sé -había contestado Mitia-. Tal vez lo mate, tal vez no. Temo no poder soportar la visión de su cara en algún momento. Detesto su nuez, su nariz, sus ojos, su sonrisa impúdica. Me repugnan. Esto es lo que me inquieta. No podré contenerme.

ó a lo intolerable. Mitia, fuera de si, sacó del bolsillo la mano de cobre del mortero.

"Dios me salvó en aquel momento", dijo más tarde Mitia. Y así fue, pues en aquel preciso instante el dolor despertó a Grigori. Antes de acostarse se había aplicado el remedio de que Smerdiakov hablara a Iván Fiodorovitch. Después de haberse frotado, ayudado por su mujer, con una mezcla de aguardiente y una infusión secreta fortísima, se bebió el resto del brebaje mientras Marta Ignatievna murmuraba una oración. Ella también tomó algunos sorbos, y, como no tenía costumbre de beber, se durmió profundamente al lado de su marido. De pronto, éste se despertó, estuvo pensativo un momento y, aunque sentía un dolor agudo en los riñones, se levantó y se vistió a toda prisa. Tal vez le parecía vergonzoso estar durmiendo cuando la casa no tenía guardián en "momentos de peligro". Smerdiakov permanecía inmóvil, agotado. "No tiene ninguna resistencia", pensó Grigori mientras le dirigía una mirada. Y, gimiendo, salió al soportal. Sólo quería echar una mirada desde allí, pues no tenía fuerzas para ir más lejos, a causa del tremendo dolor que sentía en los riñones y en la pierna derecha. De pronto, se acordó de que no había cerrado con llave la puertecilla del jardín. Era un hombre minucioso, esclavo del orden establecido y de los hábitos inveterados. Cojeando y entre contorsiones de dolor, bajó las gradas del porche y se dirigió al jardín. La puerta estaba abierta de par en par. Entró maquinalmente. Había creído oír o ver a alguien. Pero miró a la izquierda y sólo vio la ventana abierta: en ella no había nadie. "Por qué la habrá dejado abierta? No estamos en verano", pensó Grigori.

él, a unos cuarenta pasos, una sombra que corría velozmente. Alguien huía en la oscuridad. Grigori lanzó una exclamación y, olvidándose de su lumbago, emprendió la persecución del fugitivo. Como conocía el jardín mejor que el intruso, pudo ganar tiempo atajando. Mitia se dirigió a las estufas, las contorneó y llegó a la empalizada. Grigori, que no lo había perdido de vista, lo alcanzó en el momento en que empezaba a trepar por la cerca. Fuera de sí, Grigori profirió un grito y se aferró a una pierna de Dmitri. Su presentimiento se había cumplido. Reconoció al intruso en el acto: era él, el "miserable parricida".

-Parricida! -gritó el viejo.

ás: un certero golpe, y Grigori se desplomó como fulminado. Mitia saltó de nuevo al jardín y se inclinó sobre el cuerpo inerte. Maquinalmente, se deshizo de la mano del mortero, que arrojó cayera donde cayese, y que quedó a dos pasos de él, en el sendero, expuesto a la vista de todos.

Grigori tenía la cabeza llena de sangre. Mitia le palpó el cráneo, preguntándose con ansiedad si se lo habría roto, o si el viejo sufriría una simple conmoción. La sangre tibia fluía, impregnando los dedos temblorosos del agresor. Mitia sacó del bolsillo el inmaculado pañuelo que había cogido para ir a visitar a la señora de Khokhlakov y lo aplicó a la herida con la insensata esperanza de contener la sangre. El pañuelo se empapó en seguida. "Bueno, y qué? Cualquiera sabe lo que tiene! Pero eso poco importa ahora... Desde luego, lleva lo suyo. Si lo he matado, peor para él."

ó por la empalizada y saltó a la callejuela. Echó a correr, al mismo tiempo que se guardaba en el bolsillo de la levita el pañuelo ensangrentado que llevaba en su mano derecha. Algunos transeúntes recordaron más tarde que aquella noche se habían cruzado con un hombre que corría como alma que lleva el diablo.

ó de nuevo a casa de la señora de Morozov. Cuando se había marchado después de su primera visita, Fenia se había apresurado a hablar con el portero, Nazario Ivanovitch, para suplicarle que no dejara entrar a Dmitri ni aquel día ni el siguiente. Una vez enterado de todo, el portero prometió hacer lo que se le decía, pero hubo de subir a casa del propietario, que en aquel momento le llamó. Dejó al cuidado de la portería a un sobrino suyo, muchacho de veinte años, recién llegado del campo, pero se le olvidó advertirle que no debía permitir la entrada al capitán. El muchacho, que guardaba buen recuerdo de las propinas de Mitia, lo reconoció y le abrió la puerta. Con amable sonrisa, se apresuró a informarle de que Agrafena Alejandrovna no estaba en casa. Mitia se quedó clavado en el suelo.

ónde está?

-Pronto hará unas dos horas que ha partido para Mokroie con Timoteo.

ó Mitia-. Y a qué ha ido a Mokroie?

é exactamente, pero creo que a reunirse con un oficial que le ha enviado un coche.

ó en la casa como un loco.