Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Tercera parte. Libro VIII. Mitia.
Capitulo VI. Aquí estoy yo!

CAPITULO VI

AQUÍ ESTOY YO!

Entre tanto, Dmitri Fiodorovitch volaba hacia Mokroie. La distancia era de unas veinte verstas, y la troika de Andrés avanzaba tan velozmente, que no tardaría más de hora y cuarto en llegar al término de su viaje. La rapidez de la carrera tonificó a Mitia.

ía una profunda turbación y una viva ansiedad. Sin embargo, en aquellos momentos sólo pensaba en su ídolo, al que quería ver por última vez. No tuvo un instante de duda. Parecerá mentira que aquel celoso no sintiera celos de aquel personaje recién llegado, de aquel rival surgido repentinamente. Tal vez no le habría ocurrido lo mismo con otro rival cualquiera, tal vez la sangre de éste habría manchado sus manos; pero por aquel primer amante no sentía odio, celos ni animosidad de ninguna especie. Verdad es que aún no lo había visto.

"Los dos tienen derecho a amarse, un derecho que nadie les puede discutir. Es el primer amor de Gruchegnka. Han transcurrido cinco años y ella no lo ha olvidado. Por lo tanto, durante este tiempo, Gruchegnka sólo lo ha amado a él. Por qué habré venido a interponerme entre ellos?... Apártate, Mitia! Deja el camino libre! Por otra parte, todo ha terminado ya, todo habría terminado aunque ese oflcial no hubiera existido."

En estos términos había expresado sus sensaciones si hubiera podido razonar. Pero no estaba en condiciones de discurrir. Su resolución había sido espontánea. La había concebido y adoptado con todas sus consecuencias cuando Fenia había empezado a explicarle lo sucedido. Sin embargo, experimentaba una turbación dolorosa: aquella resolución no le había devuelto la calma. Lo atormentaban demasiados recuerdos. En algunos momentos esto le parecía incomprensible. Él mismo había escrito su sentencia: "Me castigo, expío" ... El papel estaba en un bolsillo de su chaleco; la pistola, cargada. Había decidido terminar al día siguiente, cuando los primeros rayos de "Febo, el de los cabellos de oro", iluminaran la tierra. Pero no podía borrar su abrumador pasado, y esta idea lo desesperaba. Hubo un momento en que tuvo la tentación de detener el coche, bajar, sacar la pistola y acabar de una vez, sin esperar a que llegase el día. Pero fue una idea fugaz. La troika devoraba kilómetros, y cuanto más se acercaba al final del viaje, más enteramente se apoderaba del corazón de Mitia el recuerdo de Gruchegnka, desterrando de su mente todos los pensamientos tristes. Anhelaba verla aunque fuese desde lejos.

"Veré -se decía- cómo se porta ahora con él, con su primer ampr. No necesito más."

Nunca había amado tanto a aquella mujer fatal. Era un sentimiento riuevo, jamás experimentado, que iba desde la imploración, hasta el deseo de desaparecer ante ella.

é! -profirió de pronto, como soñando.

Hacia ya una hora que habían partido. Mitia callaba. Andrés, aunque era hablador, no había dicho palabra. Se limitaba a estimular a sus caballos bayos, flacos, pero animosos.

ó, profundamente inquieto:

-Y si están durmiendo, Andrés?

No había pensado en esta posibilidad.

ía extraño, Dmitri Fiodorovitch.

ó el ceño. Mientras él viajaba con los más nobles sentimientos, los otros dormían tranquilamente... Incluso ella..., y, a lo mejor, con él. La cólera hervía en su corazón.

-Corre, Andrés! Fustiga a los caballos!

-Podría ser que no se hubieran acostado todavía -dijo Andrés tras una pausa-. Hace un momento, Timoteo ha dicho que había allí mucha gente.

-En la posta?

-Mucha gente. Pero qué gente?

La inesperada noticia había afectado profundamente a Mitia. -Según Timoteo, todos son señores. Dos de la ciudad, que no sé quiénes son; dos forasteros, y me parece que otro. Creo que están jugado a las cartas.

én despiertos. No deben de ser más de las once.

és, fustiga! -insistió Mitia, nervioso.

Nuevo silencio. Al fin, dijo Andrés:

-Quisiera hacerle una pregunta, señor. Pero temo que se moleste.

-Hace un momento, Fedosia Marcovna le ha pedido de rodillas que no haga ningún daño a su señorita ni a otra persona; pero veo que no me parece usted muy dispuesto a hacer lo que Fedosia desea. Perdóneme, señor, si mi conciencia me ha llevado a decir una tontería.

ó con violencia por los hombros.

-Tú eres el cochero, no?

í.

-Entonces debes saber que es necesario dejar el camino libre. Porque sea uno cochero y quiera pasar, no tiene ningún derecho a atropellar a la gente. No, cochero, no hay que atropellar a nadie, no hay que destrozar las vidas ajenas. Si tú lo has hecho, si tú has roto la vida de alguien, castígate a ti mismo, vete de este mundo!

Mitia hablaba con exaltación inaudita. A pesar de su asombro, Andrés siguió conversando.

ón, Dmitri Fiodorovitch. No hay que hacer daño a nadie. Y tampoco a los animales, ya que también son criaturas de Dios. Pongamos los caballos como ejemplo. Hay cocheros que los maltratan brutalmente. No hay freno para su crueldad. Llevan una marcha infernal.

ó Mitia lanzando una repentina carcajada, y, cogiendo de nuevo al cochero por los hombros, añadió-: Dime, Andrés, alma sencilla: crees que Dmitri Fiodorovitch Karamazov irá al infierno?

-No lo sé. Eso depende de usted... Oiga, señor: cuando murió el Hijo de Dios en la cruz, se fue derecho al infierno y libertó a todos los condenados. Y el demonio gimió ante la idea de que ya no iría al infierno ningún pecador. Entonces Nuestro Señor le dijo: "No te lamentes; albergarás grandes señores, políticos de altura, jueces, personas opulentas. Como siempre. Y así será hasta que Yo vuelva." Éstas fueron sus palabras.

-Bonita leyenda popular. Fustiga al caballo de la izquierda!

-Ya sabe, señor, quiénes están destinados al infierno. A usted le miramos como a un niño pequeño. Es usted un hombre violento, pero Dios le perdonará por su simplicidad.

ás también tú, Andrés?

-Yo? Usted no me ha hecho nada.

-No me entiendes. Digo que si me perdonas tú solo en nombre de todos..., ahora, en el camino... Contesta, alma sencilla.

-Oh señor; qué cosas tan raras dice! Me da usted miedo.

ó. Exaltado, siguió diciendo:

ñor, recíbeme con toda mi iniquidad; no me juzgues. Permíteme pasar sin juicio, pues ya me he condenado yo mismo; no me juzgues, Dios mío, porque te amo. Soy vil, pero te amo. Incluso desde el infierno, si me envías allí, proclamaré este amor eternamente. Pero déjame terminar de querer aquí abajo..., sólo durante cinco horas más, hasta la salida de tu sol... Adoro a la reina de mi alma; es un amor que no puedo acallar. Tú me ves enteramente, tal como soy. Caeré de rodillas ante ella y le diré: "Tienes razón en querer seguir tu camino. Adiós; olvida a tu víctima; no te inquietes lo más mínimo por mí."

ó Andrés señalando el pueblo con el látigo.

En medio de la oscuridad de la noche se percibía la masa negra de las casas, que ocupaban una extensión considerable. Makroie tenía dos mil habitantes, pero a aquella hora el pueblo dormía. Sólo algunas luces dispersas taladraban las sombras.

és; estamos llegando! -exclamó Mitia, defirante.

Andrés señaló el parador de los Plastunov, situado a la entrada del pueblo y cuyas seis ventanas, que daban a la calle, estaban iluminadas.

í hay gente despierta -dijo.

-Sí, gente despierta! -afirmó Mitia, cada vez más excitado-. Haz mucho ruido, Andrés! A galope! Que se oigan los cascabeles! Que todo el mundo sepa que llego yo! Yo, yo en persona!

és, la troika empezó a galopar y llegó con gran ruido al pie del pórtico del parador, donde el cochero detuvo a los rendidos caballos.

Mitia se apeó de un salto. En este preciso momento, el dueño del parador, que iba a acostarse, se asomó para ver quién llegaba con tanta prisa.

Aunque había amasado ya una fortuna, Trifón Borisytch se aprovechaba de la alegre generosidad de los diáipadores. Recordaba que el mes anterior había ganado en un solo día trescientos rublos gracias a una de las francachelas de Dmitri Fiodorovitch con Gruchegnka. De aquí que ahora lo recibiera con alegría y servil amabilidad: presentía un nuevo negocio al ver la resolución con que Mitia se había dirigido a la entrada del parador.

ígame, Dmitri Fiodorovitch, a qué se debe el honor de tenerlo de nuevo entre nosotros?

ón Borisytch. Ante todo quiero saber dónde está ella.

Trifón le dirigió una mirada penetrante. Comprendió la pregunta.

-Se refiere a Agrafena Alejandrovna, verdad? Está aquí.

-Con quién?

Éste debe de haber sido el que la ha hecho venir. Hay otro que, al parecer, es su compañero de viaje. Son todos muy correctos.

-Es gente rica? Están de francachela?

-No, Dmitri Fiodorovitch.

-Quiénes son los demás?

ñores de la ciudad, que se han detenido aquí al regresar de Tchernaia. El más joven es pariente del señor Miusov. No me acuerdo de su nombre. Al otro debe de conocerlo usted. Es el señor Maximov, ese propietario que fue en peregrinación al monasterio de la localidad en que usted vive.

-Eso es todo.

-No necesito más, Trifón Borisytch. Ahora dígame: qué hace ella?

á con ellos.

á contenta? Se ríe?

ás que contenta, parece aburrida... Hace un momento acariciaba el pelo del más joven.

-Del polaco? Del oficial?

él, sino al sobrino de Miusov. No recuerdo cómo se llama.

-Kalganov?

-Eso es: Kalganov.

án jugando a las cartas?

és han tomado té. El funcionario ha pedido licores.

-Con eso basta, Trifón Borisytch; con eso basta, querido. Ya veré lo que decido. Hay cíngaros?

-No se ven por ninguna parte, Dmitri Fiodorovitch. Las autoridades los han expulsado. Pero hay judíos que tocan la cítara y el violin. Aunque es tarde, los puedo llamar.

-Eso: hazlos venir. Y que se levanten las chicas. Sobre todo, María, pero también Irene y Stepanide. Hay doscientos rublos para el coro.

ía yo capaz de traerle al pueblo entero, aunque todo el mundo está durmiendo a estas horas. Pero no vale la pena malgastar el dinero por semejantes brutos. Usted repartió cigarros entre nuestros mozos, y ahora apestan, los muy bribones. En cuanto a las muchachas, están llenas de piojos. Prefiero hacer levantar gratis a las mías, que acaban de acostarse. Las despertaré a puntapiés, y ellas le contarán todo lo que usted quiera. A quien se le diga que dio champán a los mendigos...!

Trifón Borisytch no tenía queja de Mitia. La vez anterior le había escamoteado media docena de botellas de champán y se guardó un billete de cien rublos que vio abandonado sobre la mesa.

-Recuerda, Trifón Borisytch, que la otra vez me gasté más de mil rublos?

-Cómo no me he de acordar? Contando todas las visitas, usted se ha dejado aquí lo menos tres mil rublos.

ón Borisytch su fajo de billetes de banco.

-Y oye lo que voy a decirte: dentro de una hora llegarán toda clase de provisiones, vinos y golosinas. Tendrás que llevar todo esto arriba. En el coche traigo una caja. La abriremos en seguida, para que todo el mundo beba champán. Y, sobre todo, que no falten las chicas. María es la primera que debe venir.

Sacó de debajo del asiento del coche la caja de las pistolas.

í tienes tu dinero, Andrés: quince rublos por el viaje y cincuenta de propina por tu buen servicio. Así te acordarás siempre del infantil Karamazov.

-Me da miedo, señor. Cinco rublos de propina son más que suficientes. No tomaré ni un céntimo más. Trifón Borisytch será testigo. Perdóneme estas necias palabras, pero...

é tienes miedo? -le dijo Mitia mirándolo de pies a cabeza-. Bien, ya que así lo quieres, toma y vete al diablo!

Le arrojó cinco rublos.

ón Borisytch, llévame a un sitio desde donde pueda ver sin que me vean. Dónde están? En la habitación azul?

Trifón Borisytch miró a Mitia con inquietud, pero al fin decidió obedecerle. Lo condujo al vestlbulo, luego entró solo en una habitación inmediata a la que ocupaban sus clientes y retiró la bujía. Hecho esto, introdujo a Mitia y lo colocó en un rincón, desde donde podía observar al grupo sin ser visto. Pero a Mitia no le fue posible estar observando mucho tiempo. Apenas vio a Gruchegnka, su corazón se desbocó y se nubló su vista. La joven estaba sentada en un sillón cerca de la mesa. A su lado, en el canapé, el joven y encantador Kalganov. Gruchegnka tenía en la suya la mano de Kalganov y reía, mientras él hablaba, sin mirarla, con Maxilnov, que ocupaba otro asiento frente a la joven. En el canapé estaba él, y a su lado, en una silla, había otro hombre. El del canapé fumaba en pipa. Era de escasa estatura, pero fornido, de cara ancha y semblante adusto. Su compañero pareció a Dmitri un hombre de altura considerable... Pero Mitia no pudo seguir mirando. Le faltaba la respiración. No estuvo en su rincón más de un minuto. Dejó la caja de las pistolas sobre la cómoda y, con el corazón destrozado, pasó a la habitación azul.

Gruchegnka profirió un grito ahogado. Fue la primera que lo vio.