Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Tercera parte. Libro IX. La instrucción preparatoria.
Capítulo IV. Segunda tribulación

CAPÍTULO IV

SEGUNDA TRIBULACIÓN

-No puede usted imaginarse, Dmitri Fiodorovitch -dijo Nicolás Parthenovitch, cuyos ojos, de un gris claro, ojos de miope, brillaban de satisfacción-, hasta qué punto nos complace su buena voluntad. Acepto su opinión de que una confianza mutua es indispensable en asuntos tan importantes como éste, cuando el inculpado desea, espera y puede justificarse. Por nuestra pane, haremos todo cuanto nos sea posible. Ya ha visto usted cómo llevamos este asunto. Está usted de acuerdo, Hipólito Kirillovitch?

ó el procurador, aunque en un tono un tanto seco.

ás Parthenovitch, desde su reciente entrada en funciones, miraba al procurador con simpatía y respeto. Era casi el único que creía ciegamente en el talento psicológico y oratorio de Hipólito Kirillovitch, del que había oído hablar en Petersburgo. En compensación, el joven Nicolás Parthenovitch era el único hombre en el mundo que contaba con el afecto sincero de nuestro infortunado procurador. Por el camino se habían puesto de acuerdo acerca del asunto en que iban a intervenir, y, durante el interrogatorio, la aguda percepción del juez cazaba al vuelo cualquier señal o gesto, por insignificantes que fuesen, de su colega.

-Señores -dijo Mitia-, permítanme referir las cosas sin interrumpirme con trivialidades. Les aseguro que seré breve.

-De acuerdo. Pero antes de escuchar su relato, le ruego que explique un detalle sumamente interesante para nosotros. Ayer por la tarde, a las cinco, usted tomó en préstamo diez rublos de su amigo Piotr Ilitch Perkhotine, dejando en prenda dos pistolas.

ñores; empeñé mis pistolas por diez rublos al regresar de mi viaje. Qué más?

-Al regresar de su viaje? De modo que había salido usted de la ciudad?

í. Fue un viaje de cuarenta verstas, señores. No lo sabían?

El procurador y el juez cambiaron una mirada.

ía que nos relatara usted metódicamente todo cuanto hizo ayer desde que empezó la jornada. Por ejemplo, quiere usted decirnos por qué se marchó, y a qué hora, y cuánto tiempo estuvo ausente?

Mitia se echó a reír.

-Ya veo que eso es para ustedes un asunto urgente. Si quieren, empezaré mi relato a partir de anteayer. Entonces comprenderán el porqué de mis idas y venidas. Aquel día, por la mañana, fui a visitar al traficante Samsonov para pedirle prestados tres mil rublos, ofreciéndole sólidas garantías. Necesitaba urgentemente esta suma.

ésmente el procurador-. Para qué necesitaba usted con tanta urgencia esa sums?

ás detalles! Cómo, cuándo, por qué..., y por qué precisamente esa cantidad y no otra... Todo eso no es más que palabrería. Si seguimos ese procedimiento, no tendríamos suficiente ni con tres volúmenes, y aún habríamos de añadir un epílogo.

Mitia hablaba con el acento familiar del hombre animado de las mejores intenciones y deseoso de decir toda la verdad.

-Señores -continuó-, les ruego que perdonen mi brusquedad. Pueden tener la seguridad de que me inspiran un profundo respeto. No estoy ya borracho. Comprendo que entre ustedes y yo media cierta distancia. Para ustedes soy un criminal al que deben vigilar. Ya sé que no me pueden perdonar lo que he hecho a Grigori: no se golpea impunemente a un pobre viejo. Esto me costará de seis meses a un año de prisión, pero sin perjuicio para mis derechos civiles. No es así señor procurador? Comprendo todo esto; pero comprendan también ustedes que desconcertarían al mismo Dios con sus preguntas. Adónde has ido, cómo, cuándo, por qué? Así sólo lograrán confundirme. Tomarán nota y, qué resultará? Que no han averiguado nada. Además, si yo hubiera empezado mintiendo, seguiría diciendo mentiras hasta el final, y ustedes me lo perdonarían dadas su cultura y la nobleza de sus sentimientos. Les ruego que renuncien a esos procedimientos oficiales que consisten en hacer preguntas insignificantes. "Cómo te has levantado? Qué has comido? Dónde has escupido?" Y cuando el acusado está aturdido, acabarlo de trastornar preguntándole: "A quién has matado? A quién has robado?" Ja, ja! Éste es el sistema clásico de ustedes. En él se funda toda la astucia de los jueces. Empleen ese procedimiento con los vagabundos, pero no conmigo. Yo he vivido mucho y tengo experiencia de la vida. No se enfaden conmigo, señores, y perdónenme mi insolencia.

Los miró a todos con una extraña amabilidad y añadió:

ás indulgencia que un sabio.

El juez se echó a reír. El procurador estaba muy serio y no apartaba los ojos de Dmitri: observaba atentamente sus menores gestos, los más insignificantes movimientos de su fisonomía.

-Sin embargo -dijo Nicolás Parthenovitch sin cesar de reír-, nosotros no le hemos molestado con preguntas sobre su manera de levantarse ni para saber lo que comió. Hemos ido derechos al final.

íproca de los hombres de mundo ligados por la lealtad y el honor. Sea como fuere, permítanme que les mire como se mira a los buenos amigos en estas penosas circunstancias. Les ofenden mis palabras, señores?

ón.

ó Mitia, acalorado-, prescindamos de los procedimientos quisquillosos. De lo contrario, no iremos a ninguna parte.

-Tiene usted toda la razón -dijo el procurador-, pero mantengo mi pregunta. Necesitamos saber para qué necesitaba usted los tres mil rublos.

-Qué importa que los necesitara para una cosa o para otra?... Los necesitaba para pagar una deuda.

én?

-Me niego rotundamente a decirlo, señores. No lo hago por terror ni por cortedad, pues se trata de un detalle insignificante, sino por principio. Es una cuestión que atañe a mi vida privada y no permitiré a nadie intervenir en ella. Su pregunta no afecta a nuestro asunto, pues pertenece, como le he dicho, a mi vida privada. Les diré que mi deseo era pagar una deuda de honor, pero no mencionaré el nombre de la persona con la que tenía contraída la deuda.

ítame anotar eso -dijo el procurador.

-Sí, escriba usted que me opongo a mencionar el nombre del acreedor, por estimar que sería indigno hacerlo. Bien se ve, señor procurador, que no le falta tiempo para escribir.

ítame recordarle, señor, o decirle, si usted lo ignora -replicó severamente el procurador-, que time usted perfecto derecho a no responder a nuestras preguntas, y que, por otra parte, nosotros no podemos en modo alguno exigirle que nos responda en los casos que usted juzgue conveniente no hacerlo. Pero debemos llamarle la atención sobre los perjuicios que puede causarse a sí mismo negándose a hablar. Ahora, puede seguir hablando.

-Señores -farfulló Mitia un poco confuso ante esta observación-, no crean ustedes que estoy enojado... Yo... Verán. Me dirigía a casa de Samsonov y...

Como es lógico, no reproduciremos detalladamente su relato, en el que se exponen los hechos que ya conocen nuestros lectores. En su impaciencia, Dmitri quería contarlo todo con detalle y rápidamente. A veces, era preciso detenerlo. Dmitri Fiodorovitch se resignó a ello, renegando. "Señores, esto es para desesperar al mismo Dios!" "Caballeros, me están ustedes mortificando sin motivo!" Pero, a pesar de estas exclamaciones, conservaba su locuacidad. Explicó que Samsonov lo había engañado (ahora se daba cuenta). La venta del reloj por seis rublos, a fin de tener el dinero que necesitaba para el viaje, interesó vivamente a los magistrados, que ignoraban todavía esta operación. Ante la indignación de Mitia, se consideró necesario consignar detalladamente este hecho, que evidenciaba que el dfa anterior Dmitri estaba ya sin un céntimo. Poco a poco, Mitia se iba enfurruñando. Habló de su visita de la noche anterior a Liagavi en su isba, donde había estado a punto de asfixiarse; de su vuelta a la ciudad y de los celos que entonces empezaron a atormentarle a causa de Gruchegnka. Los magistrados le escuchaban atentamente y en silencio, y tomaron nota sobre todo del hecho de que, desde hacía macho tiempo, Mitia tenía un puesto de observación en el jardín de María Kondratievna, para ver si Gruchegnka iba a casa de Fiodor Pavlovitch, y que Smerdiakov lo informaba sobre este asunto. Esto fue mencionado en el momento oportuno. Habló largamente de sus celos, a pesar de la vergüenza que le producía exponer sus sentimientos más íntimos "al deshonor público", por decirlo así. Para ser verídico, se sobreponía a este bochorno.

él durante su relato acabó por producirle una profunda turbación. Pensó tristemente: "Este jovenzuelo con el que yo hablaba de mujeres hace unos días y este procurador enfermizo no merecen que les cuente todo esto. Qué vergüenza!" Y concluyó para tomar ánimos: "Soporta, resígnate, cállate".

ó a relatar su visita a la señora de Khokhlakov, recobró la alegría. Incluso trató de referir una anécdota reciente acerca de ella. Pero la anécdota no venía a cuento, y el juez lo interrumpió, invitándole a ceñirse al asunto. Acto seguido, habló de la desesperación que le dominaba en el momento de salir de casa de dicha señora. Tan desesperado estaba -así lo dijo-, que incluso pensó en estrangular a alguien para procurarse los ties mil rublos. Inmediatamente lo detuvieron para registrar la declaración. Finalmente explicó cómo se había enterado de la mentira de Gruchegnka, que había salido enseguida de casa de Samsonov, después de haber dicho que estaría al lado del viejo hasta medianoche.

-Si no maté entonces a Fenia, señores -dijo sin poder contenerse-, fue porque no tenía tiempo.

También este detalle se anotó. Mitia esperó con gesto sombrío, y ya iba a explicar cómo había entrado en el jardín de su padre, cuando el juez lo interrumpió y, abriendo una gran camera que tenía cerca de él, en el diván, sacó de eila una mano de mortero de cobre.

-Conoce usted este objeto?

í! Cómo no? Démelo: quiero verlo... Pero no. Para qué?

-Por qué no ha hablado usted de él?

-Ha sido un olvido. Cree que quería ocultárselo?

-Haga el favor de explicar cómo se procuró esta arma.

ñores.

ó cómo se había apoderado de la mano de mortero, para salir corriendo con ella.

é intención cogió usted este instrumento?

-Con ninguna. Lo cogí y eché a correr.

é salió corriendo si no tenía usted ningún propósito?

Mitia estaba cada vez más indignado. Miraba al "chiquillo" con una sonrisita sarcástica y se arrepentía de la franqueza con que había hablado a aquellos hombres de sus celos por Gruchegnka.

-Sin embargo...

í para defenderme de los perros. Era ya de noche.

-Siempre temió usted tanto a la oscuridad? Siempre lleva un arma cuando sale de noche?

-Por favor, señores! No hay modo de hablar con ustedes!

ólera le cegaba. Añadió, dirigiéndose al escribano:

"Se apoderó de la mano de mortero para matar a su padre, para abrirle la cabeza." Están ustedes satisfechos? -terminó en un tono de desafío.

-No podemos tener en cuenta esas palabras dictadas por la cólera -dijo secamente el procurador-. Nuestras preguntas le parecen fútiles y lo irritan. Sin embargo, son sumamente interesantes.

-Por favor, señores...! Yo cogí la mano de mortero... Por qué se ha de coger nada en un caso como éste? Lo ignoro. El hecho es que la cogí y salí corriendo. Y nada más... Esto es bochornoso, señores. Passonsé ni una palabra más.

Apoyó los codos en la mesa y la cabeza en la mano. Estaba sentado de lado a sus interrogadores, y tenía la mirada fija en la pared, esforzándose en sobreponerse a los malos sentimientos que lo asaltaban. Experimentaba un ávido deseo de levantarse y manifestar que no diría ni una palabra, aunque lo sometieran a tortura.

-Óiganme, señores. Ahora, escuchándoles a ustedes, me parece estar bajo los efectos de una alucinación, semejante a las que he tenido otras veces... Con frecuencia tengo la impresión de que alguien me persigue, alguien que me inspira verdadero terror y que me acecha en las tinieblas. Entonces me escondo vergonzosamente detrás de una puerta o de un armario. Mi desconocido perseguidor sabe perfectamente dónde estoy escondido, pero finge ignorarlo, con objeto de prolongar mi tortura, de gozar de mi espanto... Es lo que ustedes están haciendo ahora!

ó el procurador.

í, las tengo... Va usted a tomar nota?

ñas.

ón, señores, sino una realidad, un hecho de la vida. Yo soy el lobo y ustedes los cazadores.

-La comparación es injusta -dijo el juez amablemente.

ñores! -replicó Mitia, iracundo aunque su explosión de cólera le había aliviado-. Ustedes pueden resistirse a creer a un criminal o a un acusado al que torturan con sus preguntas, pero no a un hombre animado de nobles sentimientos. Perdonen mi osadía, pero ustedes no tienen derecho a obrar así. Sin embargo,

"Silencio, corazón mío.
ígnate, cállate...

"Hay que continuar todavía? -preguntó rudamente. -Sí; se lo ruego -repuso el juez.