Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Tercera parte. Libro IX. La instrucción preparatoria.
Capítulo IX. Se llevan a Mitia

CAPÍTULO IX

SE LLEVAN A MITIA

Una vez firmada el acts, Nicolás Parthenovitch leyó solemnemente al acusado una "disposición" en la que se decía que el juez de instrucción había interrogado al detenido, y se citaban las principales acusaciones. Luego se explicaba que, aunque el acusado se declaraba inocente del crimen que se le imputaba, no había hecho nada por justificarse; que los testigos y las circunstancias le presentaban como culpable, y que, en vista de ello y ateniéndose a los artículos del código penal, ordenaba el encarcelamiento del presunto culpable, a fin de que no pudiera eludir el proceso ni el juicio. Se hablaba también de dar copia de la disposición al sustituto, etcétera. En una palabra: se declaró que Mitia debía permanecer detenido desde aquel momento y que se le iba a conducir a la ciudad, donde se le designaría un lugar de residencia nada agradable. Mitia se encogió de hombros.

á bien, señores. Acato sus órdenes sin rencor alguno, Comprendo que ustedes no han podido obrar de otro modo.

ás Parthenovitch le explicó que lo conduciría Mavriki Mavrikievitch, que ya esperaba a la puerta.

ó al juez y dijo a los presentes:

-Señores, todos nosotros somos crueles, verdaderos monstruos. Hacemos llorar a las madres y a los niños. Pero yo soy el peor de los hombres. Todos los días me golpeaba el pecho y me juraba enmendarme, y todos los días cometía las mismas vilezas. Ahora comprendo que a los hombres como yo les hace falta el azote del destino y un lazo, una fuerza exterior que los sujete. Jamás habría podido volver a levantarme sin esta ayuda. El rayo ha caído. Acepto las torturas de la acusación y de la vergüenza pública. Quiero sufrir y redimirme con el sufrimiento. Tal vez lo consiga, no les parece, señores? Oigan esto por última vez: yo no he derramado la sangre de mi padre. Acepto el castigo no por haberlo matado, sino por haberme propuesto matarlo y porque tal vez lo habría hecho. Sin embargo, estoy decidido a luchar contra ustedes: no lo oculto. Lucharé hasta el final, y luego será lo que Dios quiera. Adiós, señores. Perdónenme que me haya acalorado durante el interrogatorio. Entonces aún no estaba en mi juicio. Dentro de unos instantes seré un preso. Por última vez, Dmitri Karamazov les tiende su mano como hombre libre. Al decirles adiós, me despido del mundo.

ía tendido su mano. Pero Nicolás Parthenovitch, que era el más próximo a él, ocultó la suya con un movimiento convulsivo. Mitia lo advirtió y se estremeció. Dejó caer el brazo.

ón no ha terminado -dijo el juez, un poco confuso-, sino que va a continuar en la ciudad. Por mi parte, le deseo que consiga justificarse. Yo, personalmente, Dmitri Fiodorovitch, lo he considerado siempre más infortunado que culpable. Todos los que estamos aquí..., pues me atrevo a hablar en nambre de todos..., vemos en usted un joven noble en el fondo, pero que se deja arrastrar por las pasiones excesivamente.

últimas palabras fueron pronunciadas por el pequeño juez con gran empaque. A Mitia le pareció que aquel chiquillo iba a cogerle del brazo para llevarlo a un rincón y continuar su última charla sobre jovencitas. Es chocante las cosas absurdas que se piensan a veces, incluso los criminales que van camino del suplicio.

-Señores, ustedes son buenos, humanos. Me permiten que le diga adiós por última vez?

-De acuerdo.

Se trajo a Gruchegnka, pero el adiós fue lacónico y defraudó a Nicolás Parthenovitch. Gruchegnka, profundamente emocionada, dijo a Mitia:

é a todas partes. Sin ser culpable, lo has perdido. Adiós.

-Perdóname, Grucha, por amarte, por haberte perdido con mi amor.

ás, pero se contuvo y salió de la estancia. Inmediatamente se vio rodeado de hombres que no lo perdían de vista. Al pie del pórtico, en el mismo sitio al que Mitia había llegado con tanto alboroto la noche anterior en la troika és, esperaban dos carretas. El rechoncho y atlético Mavriki Mavrikievitch, de rostro curtido, lanzaba gritos de desesperación a causa de un contratiempo inesperado. Con agrio acento, invitó a Dmitri Fiodorovitch a subir a la carreta. Mitia se dijo: "Antes, cuando te invitaba a beber en la taberna, este hombre me hablaba de un modo muy distinto."

ón Borisytch bajó las gradas del pórtico. Ante la puerta de la casa se apiñaban mujeres andrajosas, arrieros y campesinos que miraban a Mitia.

-Adiós, amigos míos! -les gritó Dmitri desde la carreta.

-Adiós -respondieron dos o tres voces.

ós, Trifón Borisytch.

Éste estaba demasiado ocupado para volverse. Iba de un lado a otro profiriendo gritos.

El hombre designado para conducir la segunda carreta, donde tenía que viajar la escolta, decía a voces, mientras se ponía el caftán, que no era él quien debía partir, sino Akim. Y Akim no había llegado. Salieron en su busca a toda prisa. El campesino insistía, suplicaba que esperasen a Akim.

ón Borisytch exclamó:

é gente tan desvergonzada, Mavriki Mavrikievitch! Hace tres días, Akim te dio veinticinco copecs y te los bebiste. Ahora gritas. Me asombra tu gentileza con esos alegres mozos.

-Qué necesidad tenemos de que nos acompañe otra troika? -dijo Mitia-. Podemos viajar con esta sola, Mavriki Mavrikievitch. Te aseguro que no intentaré huir. Para qué quieres escolta?

í no me hable así -gruñó Mavriki Mavrikievitch, satisfecho de poder desahogar su mal humor-. No le admito que me tutee ni que me dé consejos.

Mitia enmudeció y enrojeció. Poco después sintió frío. La lluvia había cesado, pero el cielo seguía cubierto de nubes y el viento le azotaba el rostro. "Tengo escalofríos", pensó Mitia, ovillándose. Al fin, subió al vehículo Mavriki Mavrikievitch, atropellando a Mitia y fingiendo no advertirlo. La verdad es que no le gustaba lo mas mínimo la misión que le habían confiado.

ós, Trifón Borisytch! -gritó de nuevo Dmitri, dándose cuenta de que esta vez, y a pesar suyo, el grito no era amistoso, sino de cólera.

ó a Mitia una severa mirada y no le contestó. Pero de pronto se oyó una voz.

-Adiós, Dmitri Fiodorovitch!

ía hacia la carreta con la cabeza descubierta. Tendió la mano a Mitia. Dmitri aún tuvo tiempo de estrecharla.

ós, amigo mío! -exclamó calurosamente-. Nunca olvidaré esta prueba de generosidad!

Pero la carreta partió y las manos de los dos amigos hubieron de desprenderse. Resonaban los cascabeles de los caballos. Se llevaban a Mitia.

Kalganov volvió corriendo al vestíbulo, se sentó en un rincón, inclinó la cabeza, ocultó el rostro entre las manos y lloró amargamente, como un nido. Estaba casi seguro de la culpabilidad de Mitia.

ó amargamente.

ía el deseo de vivir.

-Acaso vale la pena? -exclamó, desesperado.