Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Cuarta parte. Libro X. Los muchachos.
Capítulo II. Los rapaces

CAPÍTULO II

LOS RAPACES

Aquella mañana glacial y brumosa de noviembre se quedó en casa Kolia Krasotkine. Era domingo y no tenía clase. No obstante, acababan de dar las once y necesitaba salir "para un asunto importantísimo". Pero había el inconveniente de que estaba solo en la casa y no la podía abandonar. Las personas mayores habían tenido que marcharse al producirse un acontecimiento imprevisto. La viuda de Krasotkine tenía alquilado un departamento de dos piezas -el único que había en la casa- a la esposa de un médico que era madre de dos hijos pequeños. Esta señora era gran amiga de Ana Fiodorovna y tenía la misma edad que ella. El médico se había marchado a Orenburgo, y de allí a Tachkent. Hacía seis meses que la esposa no recibía noticias del marido, de modo que la infortunada se habría pasado el tiempo llorando si no hubiera tenido el consuelo de la amistad de Ana Fiodorovna. Para colmo de desdichas, Catalina, la única sirvienta de la doctora, había comunicado repentinamente a la doctora, ya de noche, que notaba que iba a dar a luz a la mañana siguiente. Aunque parezca mentira, nadie se había dado cuenta del estado de la joven. En medio de su estupor, la doctora decidió, puesto que aún había tiempo, trasladar a Catalina a casa de una comadrona que admitía futuras madres a pensión. Come tenía gran cariño a esta sirvienta, puso inmediatamente en práctica este proyecto a incluso se quedó al lado de la internada. A la mañana siguiente hubo que recurrir a la ayuda de la señora de Krasotkine para que hiciera cierta diligencia y adoptara su protección. Por lo tanto, las dos damas estaban ausentes, así come Ágata, la sirvienta de la viuda de Krasotkine, que se había ido al mercado, y Kolia se había quedado como guardián de los pequeñuelos, el niño y la piña de la doctora.

La vigilancia de la casa no inquietaba a Kolia, y menos teniendo a su lado a ón. Éste había recibido la orden de echarse debajo de un banco del vestíbulo y estar allí sin moverse. Cada vez que veía pasar a su dueño, el perro levantaba la cabeza y golpeaba el suelo con la cola, mientras dirigía a Kolia una mirada suplicante. Pero, ay!, sus ruegos eran inútiles. En respuesta a ellos, Kolia miraba severamente al infortunado animal, que volvía a su inmovilidad de estatua.

A Kolia sólo le preocupaban los pequeñuelos. La aventura de Catalina le inspiraba un profundo desprecio. Le encantaban aquellos niños y ya les había dado un divertido libro infantil para que se distrajeran. Nastia, la mayor, tenía ocho años y sabía leer; Kostia tenía siete y escuchaba con gusto a su hermanita. Kolia habría podido entretenerlos jugando con ellos a los soldados o al escondite per toda la casa, y no le importaba hacerlo cuando se presentaba la ocasión, a pesar de que en el colegio se rumoreaba que Krasotkine jugaba en su casa a las troikas con los niños de la inquilina, y que hacía el caballo y galopaba con la cabeza baja. Kolia rechazaba indignado esta acusación, diciendo que se habría avergonzado, "en nuestra época", de jugar a los caballos con chicos de su edad, pero que él lo hacía per los niños, porque los quería, y que nadie tenía derecho a pedirle cuentas de sus sentimientos.

ón, los dos pequeñuelos lo adoraban. Pero aquella mañana Kolia no estaba para juegos. Tenía un compromiso importante a incluso un tanto misterioso. Pero el tiempo pasaba, y Ágata, a la que se podían confiar los niños, no volvía de la compra. Kolia había cruzado el vestíbulo varias veces, abierto la puerta del departamento de la inquilina y echado una mirada cariñosa a los niños, que estaban leyendo, como él les había indicado. Cada vez que Kolia aparecía, los niños le obsequiaban con una larga sonrisa, que era una clara invitación a que pasara para hacer algo que los divirtiera. Pero Kolia estaba preocupado y no entraba.

Cuando dieron las once, Krasotkine se dijo resueltamente que si, transcurridos diez minutes, la "maldita" Ágata no había vuelto, se marcharía sin esperar más, claro que no sin antes advertir a los niños y hacerles prometer que no tendrían miedo durante su ausencia, que no llorarían ni harían diabluras.

Se puso, pues, su gabancito acolchado, se echó un talego al hombre, y aunque su madre le había dicho más de una vez que no saliera a la calle sin ponerse los chanclos cuando hiciese tanto frío come aquella mañana, Kolia se limitó a dirigirles una mirada de desdén al pasar per el vestíbulo. Carillón, al verlo vestido para salir, empezó a mover todo su cuerpo mientras golpeaba el suelo con la cola, a incluso llegó a soltar un aullido quejumbroso. Kolia juzgó que esta entusiasta demostración de áfecto era contraria a la disciplina, y tuvo al perro todavía un minuto debajo del banco; no le silbó hasta que abrió la puerta del vestíbulo. Entonces ón se lanzó hacia él como una flecha y empezó a saltar alegremente.

El muchacho fue a echar una mirada a los niños. Habían dejado el libro y discutían acaloradamente, cosa que hacían con frecuencia. Nastia, por ser mayor que su hermano, solía triunfar en la polémica, pero, a veces, Kostia no se sometía y llamaba a Kolia Krasotkine para que fallara, fallo que admitían las dos partes sin rechistar.

Esta vez, la discusión de los dos niños interesó a Kolia, que se quedó en el umbral escuchando. Los pequeñuelos, al verle, redoblaron el ardor de su disputa.

-Nunca he creído -decía, convencida, Nastia- que las comadronas encuentren a los niños en las coles. Estamos en invierno y no hay coles. De modo que la comadrona no puede haber encontrado en esas plantas una nena para Catalina.

ó Kolia.

-De alguna parte traen a los niños -dijo Nastia-, pero sólo a las que están casadas.

ía escuchado gravemente a su hermana, la miró fijamente, pensativo.

-Eres una tonta, Nastia -dijo al fin, con toda calma-. Catalina no está casada. Cómo se puede tener un hijo?

Nastia se indignó.

á casada y tiene al marido en la cárcel.

-Así, tiene un marido en la cárcel? -preguntó el práctico Kostia.

Nastia abandonó su hipótesis y exclamó con su ímpetu habitual:

-También puede ser que no esté casada, como tú dices. Así que tienes razón. Pero quiere casarse, y a fuerza de pensar y pensar en tener un marido, ha terminado por tener un niño.

-Puede ser -admitió Kostia-. Pero yo no podía saber eso, porque tú no me lo habías dicho.

ó hacia ellos.

-Por lo que veo, renacuajos, sois temibles.

-Si está contigo Carillón! -exclamó alegremente Kostia, que empezó a chascar los dedos y a llamarlo.

ó a decir Kolia solemnemente-. Queréis ayudarme? Ágata debe de haberse roto una pierna, puesto que no ha regresado. No cabe duda de que se la ha roto. Tengo que marcharme. Me permitís que me vaya?

Los niños se miraron. Sus rostros sonrientes tenían una expresión de inquietud. No acababan de comprender lo que Kolia les pedía.

-Me prometéis no hacer ninguna diablura durante mi ausencia? No subiros al armario para exponeros a romperos una pierna? No llorar de miedo al veros solos?

En las dos caritas se reflejó la angustia.

-Si os portáis bien os enseñaré una cosa: un cañoncito de acero que se carga con pólvora de verdad.

-Enséñanos el cañón -dijo Kostia, radiante.

Krasotkine sacó de su talego un cañoncito que depositó en la mesa.

-Mirad, tiene ruedas -dijo, haciéndolo rodar-. Se puede cargar con perdigones y disparar.

Kolia explicó cómo había que poner la pólvora y los perdigones, señaló la ranura por la que se prendía fuego a la carga y dijo que el cañón tenía retroceso. Los niños lo escuchaban con ávida curiosidad. Lo del retroceso es lo que más les impresionó.

Nastia preguntó:

-Tienes pólvora?

-Sí.

ó la niña, sonriendo.

Krasotkine extrajo del talego un frasquito que contenía un poco de auténtica pólvora y unos cuantos perdigones envueltos en un papel. Destapó el frasquito y echó un poco de pólvora en la palma de su mano.

ía una explosión y moriríamos todos.

Los niños examinaron la pólvora con un terror que avivaba su entusiasmo. A Kostia le encantaron especialmente los granos de plomo.

-Se inflaman los perdigones? -preguntó.

-No.

í los tienes. Pero no se los enseñes a tu madre antes de que yo vuelva. Creerá que estallan como la pólvora, se asustará y os pegará.

-Mamá no nos pega nunca -dijo Nastia.

-Ya lo sé: lo he dicho para hacer una frase. No mintáis nunca a vuestra madre, salvo en esta ocasión y sólo hasta que yo vuelva. Bueno, amiguitos, me puedo marchar? No lloraréis de miedo mientras no estoy aquí?

-Sí que lloraremos -dijo lentamente Kostia mientras se disponía a hacerlo.

ó Nastia, atemorizada.

-Qué niños éstos! Estáis en la peor edad! Ya veo que no puedo hacer nada. Tendré que quedarme con vosotros hasta Dios sabe cuándo. Con lo que vale el tiempo!

-Dile a Carillón ó Kostia.

ón. Aquí, ón!

Kolia ordenó al can que exhibiera sus habilidades. Era un perro de pelo largo, de color gris violáceo, del tamaño de un mastín corriente, tuerto del ojo derecho y que tenía partida la oreja izquierda. Se pavoneaba, andaba sobre las patas traseras, se echaba boca arriba y permanecía inmóvil, como muerto...

último ejercicio se abrió la puerta y apareció Ágata, la sirvienta, mujer obesa, picada de viruelas, de unos cuarenta años, que, con la red de la compra en la mano, se detuvo en el umbral para presenciar el espectáculo. Kolia, a pesar de la prisa que tenía, no interrumpió la representación. Al fin, emitió un silbido, y el animal se levantó y empezó a saltar con gran alegría de haber cumplido con su deber.

-Eso es un perro! -exclamó Ágata.

é has tardado tanto? -preguntó severamente Kolia.

-A mí no me hables así, mocoso!

-Mocoso?

í, mocoso. No te metas en lo que no te importa. He tardado porque ha sido preciso.

Ágata dijo esto mientras empezaba a trajinar en la cocina. No hablaba con irritación, sino que parecía sentirse feliz de poder enfrentarse otra vez con aquel señorito tan gracioso.

-Óyeme, vieja loca: me vas a jurar por lo más sagrado que vigilarás a estos pequeñuelos durante mi ausencia. Tengo que marcharme.

-Nada de juramentos -repuso Ágata, echándose a reír-. Los vigilaré y basta.

-No basta; quiero que me lo jures por tu eterna salvación. Si no me lo juras, no me marcho.

á tú. A mí me da lo mismo. Está helando. Lo mejor que puedes hacer es quedarte en casita.

-Oíd, rapazuelos. Esta mujer os hará compañía hasta que yo vuelva o hasta que venga vuestra madre, que ya no puede tardar. Si tarda, Ágata os dará el almuerzo. No es así, Ágata?

-Nada tan fácil.

-Hasta la vuelta, hijitos. Me voy con toda tranquilidad.

Carillón!

Esta vez Ágata se indignó de verdad.

ías que te azotasen por decir esas cosas!

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