Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Cuarta parte. Libro XI. Iván Fiodorovitch.
Capitulo III. Un diablillo

CAPITULO III

UN DIABLILLO

Encontró a Lise recostada en el sillón en que la transportaban cuando no podía andar. Lise no se levantó al verlo aparecer, pero lo taladró con una mirada penetrante y ardiente. Aliocha se asombró del cambio que se había operado en ella desde que la había visto por última vez tres días atrás. Había adelgazado. Lise no le tendió la mano. Aliocha rozó con la suya los frágiles dedos, inmóviles sobre el vestido, y se sentó frente a ella sin decir palabra.

-Ya sé que tiene usted prisa -dijo de súbito Lise-. Ha de ir a la cárcel y mi madre lo ha retenido durante dos horas. Le ha hablado de Julia y de mí.

ómo lo sabe?

-Lo he escuchado. Por qué me mira usted así? Cuando quiero, escucho, pues no hay ningún mal en ello. No voy a pedir perdón por tan poca cosa.

-Está molesta por algo?

-Nada de eso: me siento perfectamente bien. Hace un momento estaba pensando por enésima vez lo acertada que estuve al retirar la palabra de matrimonio que le di. Usted no me conviene como marido. Si me casara con usted y le pidiera que llevara una misiva a un pretendiente mío, usted lo haría, e incluso me traería la respuesta. Y, cuando tuviera cuarenta años, seguiría sirviéndome de cartero para cartas de esta índole.

Y se echó a reír.

-Precisamente porque soy ingenua no siento vergüenza ante usted. No sólo no siento vergüenza, sino que no quiero sentirla. Oiga, Aliocha: por qué no lo respetaré a usted? Lo aprecio mucho, pero no lo respeto. Si lo respetara, no le podría hablar sin avergonzarme, no le parece?

-Sí.

-Entonces, cree usted que su persona no me inspira vergüenza?

-No, no lo creo.

ó a echar a reír nerviosamente. Hablaba muy de prisa.

-He enviado unos bombones a su hermano Dmitri, a la cárcel. Oh, Aliocha! Qué amable es usted! Siempre le querré por haberme permitido con tanta facilidad dejar de quererlo.

-Para qué me ha hecho venir?

-Para hablarle de un deseo que se ha adueñado de mí. Ansío que alguien me haga sufrir; que se case conmigo, me torture, me engañe y, al fin, me abandone. No quiero ser feliz.

-Está enamorada del desorden?

í, me gusta el desorden. Quisiera prender fuego a la casa. Me parece estar viendo la escena. Le prendo fuego disimuladamente, sin que nadie lo advierta. Se lucha por apagar el incendio. La casa arde. Yo sé por qué arde, pero me callo. Ah, qué estupidez! Y qué horror!

Hizo un gesto de repugnancia.

-Usted vive como una persona rica -dijo Aliocha en voz baja.

-Acaso es mejor vivir como pobre?

-Si.

-Eso se lo dijo su difunto , verdad? Aunque sólo yo fuera rica y todos los demás pobres, comería golosinas, bebería licores y no invitaría a nadie. No, no hable; no diga nada! -exclamó levantando la mano, aunque Aliocha no había abierto la boca-. Eso ya me lo ha dicho muchas veces; lo sé de memoria... Qué fastidio! Si yo fuera pobre, mataría a alguien..., y acaso mate siendo rica... No se mortifique!... Quiero segar, segar campos de trigo... Seré su esposa y usted se convertirá en un campesino, en un verdadero campesino... Y tendremos un caballo, no le parece? Conoce usted a Kalganov?

-Sí.

-Sueña despierto. Dice: "Para qué vivir? Es preferible soñar." Se pueden soñar las cosas más alegres; la vida, en cambio, es un fastidio... Pronto se casará. A mí también se me ha declarado. Usted sabe hacer bailar una peonza?

-Sí.

él es como una peonza. Hay que ponerlo en movimiento, lanzarlo y no dejarlo parar. Si me caso con él, lo estaré haciendo bailar toda la vida. Le da vergüenza estar conmigo?

-No.

-Usted está disgustado conmigo porque no hablo de cosas santas. Yo no quiero ser santa. Cómo se castiga en el otro mundo el pecado más grave? Usted ha de estar bien enterado.

-Dios condena -dijo Aliocha, mirándola fijamente.

-Eso es lo que quiero. Llegaré, me condenarán y me echaré a reír en la cara de todos. Quiero, deseo vivamente prender fuego a la casa, Aliocha, a mi casa! No me cree usted?

-Por qué no he de creerla? Hay niños que a los doce años sienten la necesidad de prender fuego a algo y lo prenden. Es una especie de enfermedad.

ños así, pero el motivo es otro.

-Usted confunde el mal con el bien. Es un estado anormal pasajero, que procede sin duda de su reciente enfermedad.

-Usted me menosprecia. Yo no quiero hacer ningún bien, sencillamente; quiero obrar mal. No hay ninguna enfermedad en esto.

-Qué adelantará usted obrando mal?

-Destruirlo todo. Cómo me gustaría destruirlo todo! Huya, Aliocha. A veces me acomete el deseo de hacer grandes males, las cosas más viles, durante largo tiempo, a escondidas... De pronto, todos se enterarán, me rodearán y me señalarán con el dedo. Y yo los miraré a la cara. Será muy agradable. Por qué me será tan agradable, Aliocha?

í, eso suele suceder.

-No me contentaré con decirlo: lo haré.

-Lo creo.

-Ah, cuánto le agradezco esas palabras! uLo creo"... Y estoy segura de que lo cree, porque usted no miente nunca. Pero acaso suponga que digo todo esto con el único fin de mortificarlo.

-No, no he pensado en ello..., aunque reconozco que es usted capaz de sentir esa necesidad.

ñadió con un vivo resplandor en la mirada-: A usted no le miento nunca.

Lo que más impresionaba a Aliocha era la seriedad con que hablaba Lise. No había la menor sombra de malicia ni de burla en su rostro, siendo así que otras veces, incluso en los momentos más graves, conservaba la alegría.

-Hay momentos en que el hombre se siente atraído hacia el crimen -dijo Aliocha, pensativo.

-Cierto; yo pienso como usted. Todo el mundo se siente inclinado al crimen, pero no sólo en algunos momentos, sino siempre. A mí me parece que debió de celebrarse alguna vez una asamblea general para tratar de este asunto, y se llegó al acuerdo de mentir. Desde entonces todos mienten: dicen que odian el mal, y lo quieren en sí mismos.

-Usted sigue leyendo malos libros.

-No se da usted cuenta de que se está destruyendo a si misma?

-Quiero destruirme. En nuestra ciudad hay un chico que se echó entre los raíles y esperó a que le pasara un tren por encima. Lo envidio. Escuche: se va a juzgar a su hermano por haber matado a su padre. Pues bien, todo el mundo está contento de que lo haya matado.

-Contento de que haya matado a su padre?

-Sí, todos están contentos. Dicen que es espantoso, pero en el fondo están contentísimos. Y yo la primera.

-Oh, qué ideas tan magníficas tiene usted! -exclamó Lise, entusiasmada-. Y el que habla así es un monje! No sabe usted cuánto lo respeto, Aliocha! Usted no miente jamás! Oiga, quiero contarle algo ridículo: a veces, en sueños, veo a los demonios. Es de noche. Estoy sola en mi habitación, donde arde una vela. De pronto, salen los diablos de todos los rincones y de debajo de la mesa. Abren la puerta. Allí hay muchos más, que desean entrar para apresarme. Ya avanzan, ya se arrojan sobre mí. Pero me santiguo, y todos retroceden aterrados. No se van, se quedan en los rincones y en la puerta. De pronto, siento un irresistible deseo de blasfemar; empiezo a hacerlo y ellos avanzan en masa, alegremente. De nuevo ponen sus manos sobre mi; pero yo vuelvo a santiguarme y todos vuelven a retroceder. Es tan divertido, tan emocionante, que pierdo la respiración.

-Yo también he tenido ese sueño -dijo Aliocha.

-Es posible? -exclamó Lise, asombrada-. Oiga, Aliocha; no bromee; esto es muy importante. Puede ser que dos personas tengan un mismo sueño?

-Sí, puede ser.

ño lo que importa, sino el hecho de que usted haya tenido el mismo sueño que yo. Usted que no miente nunca, no miente ahora. Habla en serio? No bromea?

-Hablo completamente en serio.

Lise estaba atónita. Guardó silencio un instante.

-Aliocha -dijo en tono suplicante-, venga a verme con más frecuencia.

-Vendré siempre, toda la vida -respondió firmemente Aliocha.

ás que en usted; usted es la única persona del mundo en quien puedo confiar. Le hablo con más sinceridad que a mí misma. No siento ninguna vergüenza ante usted, Aliocha, ninguna. Por qué será? Aliocha, es verdad que los judíos roban y estrangulan niños en las Pascuas?

-No lo sé.

-Yo tengo un libro donde se explica un proceso contra un judío que, después de cortar los dedos a un niño de cuatro años, lo clavó, lo crucificó en una pared. El culpable declaró ante el tribunal que el niño murió rápidamente, al cabo de cuatro horas. En verdad, es una muerte rápida. El niño no cesaba de gemir, mientras el asesino permanecía ante él, contemplándolo. Esto está bien!

-Bien?

-Sí. A veces me imagino que soy yo quien lo ha crucificado. El niño gime. Yo me siento ante él y me pongo a comer compota de piña. Es un dulce que me gusta mucho. A usted no?

álido, de Lise se transfiguró y sus ojos llamearon.

-Después de haber leido esa historia, me pasé llorando toda la noche. Creía oír los gritos y los lamentos del niño. Cómo no había de gritar si sólo tenía cuatro años? Y la idea de la compota no se apartaba de mi pensamiento. A la mañana siguiente envié una carta a cierta persona, rogándole que viniera a verme sin falta. Vino y le conté todo lo referente al niño y a la compota, absolutamente todo. Luego le dije: " Esto está bien." Él se echó a reír. Le pareció que, en efecto, estaba bien. Luego, al cabo de cinco minutos, se marchó. Obró así porque me despreciaba? Diga, Aliocha: cree usted que me despreciaba?

Se irguió en su sillón. Sus ojos centelleaban. Perdiendo la calma, Aliocha preguntó:

-De modo que usted llamó a esa "cierta persona"?

-Sí.

ó la carta?

-Sí.

-Lo hizo venir para contarle lo del niño?

-No precisamente para eso pero cuando lo vi entrar se lo conté. Él se echó a reír y luego se fue.

-Obró sinceramente -dijo Aliocha con calma.

ó? Ya le he dicho que se echó a reír.

-No la despreció. A lo mejor, también él admite lo de la compota de piña. Está muy enfermo, Lise.

-Sí, admite lo de la compota -afirmó Lise con ojos fulgurantes.

-No desprecia a nadie -dijo Aliocha-. Pero tampoco confía en nadie. Y yo me digo que si no confía, desprecia.

-También a mí?

én a usted.

-En eso hay un bien -exclamó Lise, furiosa-. Cuando se marchó riéndose, advertí que en el desprecio había algo bueno. Tener los dedos cortados como ese niño es un bien; ser despreciado es igualmente un bien.

Miró a Aliocha con una sonrisita aviesa.

ía... Oh, sálveme!

Se irguió, se inclinó hacia él, lo estrechó en sus brazos.

álveme! -gimió-. A nadie le he dicho lo que acabo de decirle a usted! He dicho la verdad, la pura verdad! Todo me es ingrato. Me mataré, no quiero vivir! Todo me inspira aversión, todo! Oh Aliocha! Por qué no me quiere usted? Por qué no me quiere ni siquiera un poco?

-Pero si yo la quiero! -dijo Aliocha con vehemencia.

á usted?

-Sí.

-Pero no sólo porque no he querido casarme con usted, sino por todo?

í.

ágrimas. Y que todos, absolutamente todos los demás, me torturen y me pisoteen. No quiero a nadie. Lo oye? A nadie! Por el contrario, los odio a todos... Y ahora váyase a ver a su hermano. Ya es hora de que se vaya.

Se retiró; ya no lo aprisionaba con sus brazos.

-No puedo dejarla en ese estado -dijo Aliocha, inquieto.

-Vaya a ver a su hermano. Se le hace tarde; no lo van a dejar entrar. Aquí tiene su sombrero. Váyase, váyase! Dé un beso a Mitia de mi parte.

ó a Aliocha hacia la puerta. Él la miraba, apenado y perplejo. En esto notó que Lise ponía en su mano un papel doblado. Vio que era un sobre cerrado y leyó este nombre en él: "Iván Fiodorovitch Karamazov." Luego dirigió una rápida mirada a Lise. Y vio que en su semblante había una sombra de amenaza.

-No deje de entregárselo! -exclamó con una exaltación que la hacía temblar-. Lo ha de recibir hoy mismo, en seguida! Si no lo recibe, me envenenaré! Por eso lo he hecho venir.

Y le echó la puerta a la cara. Aliocha se guardó la carta en el bolsillo y se dirigió a la salida, sin despedirse de la señora de Khokhlákov, de la que ni siquiera se acordaba.

Cuando Aliocha hubo desaparecido, Lise entreabrió la puerta, puso un dedo en la abertura y volvió a cerrar con todas sus fuerzas. Luego retiró la mano, y, lentamente, fue a sentarse en su sillón. Se miró el dedo ennegrecido y manchado de la sangre que salía de debajo de la uña. Los labios le temblaban. Se dijo a sí misma una y otra vez: