Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Cuarta parte. Libro XII. Un error judicial.
Capitulo IX. La troika desenfrenada

CAPITULO IX

LA TROIKA DESENFRENADA

Hipólito Kirillovitch había escogido, evidentemente, el método de exposición rigurosamente histórica preferido por todos los oradores nerviosos, los cuales procuran desenvolverse en ámbitos limitados a fin de poner freno a su fogosidad. Al llegar a este punto de su discurso, habló extensamente del primer amante, "cuyo derecho es indiscutible", y expuso una serie de ideas interesantes. Karamazov, celoso de todos hasta la ferocidad, se retira y desaparece ante el primer amante, "el indiscutible".

ño, sobre todo si tenemos en cuenta que antes no había prestado atención al peligro que para él suponía este poderoso rival. Ello se debe a que el acusado vela este peligro como algo remoto, y a él sólo le preocupan las cosas presentes. Sin duda, lo consideraba como una cosa irreal. Pero, de pronto, comprende que el reciente engaño de su amada procede del hecho de que el nuevo rival no es un mero capricho para ella, sino toda su esperanza y toda su vida, y entonces, al comprender esto, se resigna. Señores del jurado: no puedo dejar de mencionar esta actitud inesperada de Dmitri Fiodorovitch Karamazov, que experimenta de pronto una sed de verdad, la necesidad imperiosa de respetar a la mujer amada y reconocer los derechos de su corazón, precisamente en el momento en que por ella acababa de mancharse las manos con la sangre de su padre. Verdad es que esta sangre clamaba ya venganza, que el asesino, viendo perdida su alma y aniquilada su vida terrenal, debía de preguntarse en aquel momento: "Qué puedo ser ya para ella, para esa criatura a la que quiero más que a nada en el mundo, comparado con ese primer a "indiscutible" amante; con ese hombre que vuelve arrepentido al lado de la mujer seducida por él antaño; que vuelve con un nuevo amor, con propósitos nobles, con la promesa de una vida nueva y feliz?"

"Karamazov comprendió que su crimen le cerraba el paso, que era un asesino, que no se libraría del castigo y no merecía vivir. Esta idea lo abruma, lo aniquila. De pronto, se aferra a un plan insensato que, dado su carácter, le parece la única salida posible a su insoportable situación: el suicidio. Inmediatamente, se dirige a casa del señor Perkhotine para desempeñar sus pistolas y, por el camino, saca del bolsillo el dinero por cuya posesión se ha manchado las manos con la sangre de su padre. Nunca ha necesitado tanto el dinero como ahora. Va a morir, se va a matar y lo hará de modo que todo el mundo se acuerde de él. No en vano es un poeta, no en vano ha quemado su vida como una vela encendida por los dos extremos. Irá a reunirse con Gruchegnka y organizará una fiesta por todo lo alto, una fiesta nunca vista, que se recuerde siempre y de la que se hable durante mucho tiempo. Entre gritos salvajes, locas canciones y danzas de cíngaros, levantará su copa por la nueva felicidad de su amada, y ante ella, a sus pies, se matará de un tiro en la cabeza para expiar sus faltas. Así, Gruchegnka se acordará siempre de Mitia Karamazov, comprenderá lo mucho que la ama y se compadecerá de él. Está en plena exaltación novelesca; volvemos a hallarnos ante la sensualidad y el ímpetu salvaje de los Karamazov. Pero hay algo más, señores del jurado, algo que es como un mortal veneno: la conciencia, el remordimiento, el juicio que se avecina. Pero la pistola lo resuelve todo, es la única salida. En cuanto al más allá, ignoro si Dmitri Karamazov piensa en él, si es capaz de pensar como Hamlet. Pero no lo creo, señores del jurado: Hamlet es un ser de un pals lejano; aquí no tenemos todavía más que hombres como Karamazov.

ólito Kirillovitch presentó un cuadro detallado de las hazañas de Mitia. Describió sus escenas en casa de Perkhotine, en la tienda, con los cocheros; refirió una serie de conversaciones confirmadas por testigos, y convenció al auditorio. El conjunto de los hechos era impresionante. La culpa de aquel ser desorientado, al que no preocupaba su seguridad personal, saltaba a la vista.

-Qué le importaba ser prudente? -confirmó el fiscal-. Dos o tres veces estuvo a punto de confesarlo todo, a incluso empezó a hacerlo con alusiones, según han declarado varios testigos. Llegó al extremo de decirle al cochero por el camino: "Sabes que llevas en tu coche a un asesino?" Pero no podía decirlo todo: tenía que llegar a Mokroie y poner fin a su poema. No sabemos lo que esperaba encontrar en Mokroie. Lo cierto es que, al llegar a esta población, se da cuenta de que su rival no es un hombre irresistible. En fin, ya sabemos lo que ocurrió entonces, señores del jurado. El triunfo de Dmitri Fiodorovitch sobre su adversario es completo. Y entonces empezó para él una situación espantosa, la más horrible que ha conocido en su vida. No cabe duda, señores del jurado, de que las heridas morales constituyen un castigo más duro que todos los que pueda aplicar la justicia humana. Por otra parte, las penas que ésta impone alivian el sufrimiento que ocasionan las otras, y, a veces, incluso son necesarias para salvar de la desesperación al criminal. Pues no puedo imaginarme el horror y la desesperación de Karamazov al enterarse de que ella lo quería, de que rechazaba por él a su antiguo amante, de que lo invitaba a una vida honrada y feliz, cuando todo había terminado para él, cuando ya nada era posible.

"He aquí un detalle que explica el estado de ánimo del acusado en aquel momento: la mujer que era objeto de su amor se mantuvo inaccesible para él, aun dándose cuenta de la vehemencia con que la amaba su pretendiente, hasta el final, es decir, hasta el momento eri que Karamazov fue detenido. Por qué no se había suicidado Dmitri Fiodorovitch cuando se veía despreciado por su amada? Por qué había renunciado a este propósito a incluso se había olvidado de su pistola? Su ávida sed de amor y la esperanza de saciarla en seguida lo frenaron. En la embriaguez de la gesta, se aferra a su amada, que se divierte con él, más seductora que nunca. No la deja ni un momento y la admira tanto, que se deja eclipsar por ella. Esta pasión pudo incluso ahogar por un instante su remordimiento y el temor de ser detenido. Pero sólo por un instante! En mi imaginación veo el estado de ánimo del criminal bajo el dominio de tres elementos de los que no puede liberarse. Uno es la embriaguez, las nubes de alcohol mezcladas con el bullicio de la danza y los cantos; otro ella, con la tez encendida por las libaciones, sonriéndole, cantando y bailando, ebria también; y, en fin, la idea consoladora de que el fatal desenlace está todavía lejos, que no lo prenderán hasta la mañana siguiente. Varias horas de tregua es mucho. En este tiempo pueden ocurrir infinidad de cosas. Sin duda, experimenta la sensación del condenado al que conducen al patíbulo. Hay que recorrer lentamente una larga calle ante millares de espectadores. De esta calle se ha de pasar a otra, al final de la cual está la plaza fatidica. Al principio del trayecto, el reo, en la ignominiosa carreta, se figura que aún le queda mucho tiempo de vida. Las casas se suceden, la carreta avanza; pero qué importa? El patíbulo está todavía lejos, en la última esquina de la segunda calle. Mira con arrogancia a derecha a izquierda, a los miles de espectadores que lo observan con indiferencia, y le parece que es una persona como cualquiera de las que lo están mirando. La carreta entra en la segunda calle, pero el condenado no se inquieta: todavía falta un buen trecho para llegar. Ve desfilar las casas, pero se repite que el final está todavía lejos. Y ésta es su actitud hasta que llega a la plaza donde está preparada su ejecución. Esto es, sin duda, lo que experimenta Karamazov. Se dice: "Todavía no han descubierto el crimen. Aún tengo tiempo para urdir un plan de defensa. Ahora, viva la vida! Es tan deliciosa!..."

"Está trastornado a inquieto. Sin embargo, puede apartar la mirada de los tres mil rublos que ha robado de debajo de la almohada de su padre. Ya en Mokroie, adonde ha ido a divertirse, entra en una vieja casa de madera, de la que conoce todos los rincones. A mi juicio, poco antes de que lo detuvieran debió de ocultar esa parte de su dinero en alguna grieta, bajo una tabla del entarimado, en algún rincón, en cualquier lugar de la casa. Se me preguntará qué motivos tenía para obrar así. He aquí mi respuesta. Se avecina una catástrofe; no hemos pensado en afrontarla, por falta de tiempo; las sienes nos laten con violencia; ella nos atrae como un imán... Pero el dinero siempre es necesario; uno es siempre alguien si tiene dinero. Esta previsión en tales momentos tal vez les parezca a ustedes extraña; pero piensen que el propio acusado ha dicho que un mes atrás, en circunstancias igualmente criticas, apartó y guardó en una bolsita la mitad de tres mil rublos. Aunque esto sea una invención, como en seguida demostraré, es lo cierto que Karamazov lo ha pensado y se ha familiarizado con este pensamiento. Es más, al manifestar al juez de instrucción que había escondido mil quinientos rublos en una bolsita (que nunca ha existido), tal vez improvisó esta mentira precisamente porque hacía dos horas había ocultado la mitad de lo que poseía en algún lugar de la fonda de Mokroie, obedeciendo a una inspiración súbita, para no llevarlos encima, y pensando recogerlos a la mañana siguiente. Recuerden, señores del jurado, que Karamazov puede contemplar dos abismos a la vez.

"Hemos registrado inútilmente la fonda de Mokroie. Es posible que el dinero esté allí todavía; acaso desapareció al día siguiente y el acusado lo tenga ya en su poder. Lo cierto es que, cuando se le detuvo, estaba de rodillas al lado de su amante, que se había echado en un sofá. Dmitri Karamazov se había olvidado de todo hasta el punto de que no oyó a los que llegaban para detenerlo. Lo cogieron desprevenido y no tuvo tiempo de inventar ninguna respuesta.

"Y ahora vedlo ante sus jueces, ante los que van a decidir su futuro. Señores del jurado: en el ejercicio de nuestras funciones hay momentos en que incluso a nosotros nos da miedo la humanidad. Esto nos ocurre cuando advertimos el temor animal del culpable, que se ve perdido, pero que no cesa de luchar; esto nos sucede cuando se despierta en el criminal el instinto de conservación, y el desgraciado fija en nosotros una mirada penetrante, llena de ansiedad y angustia, tratando de leer en nuestro semblante, en nuestro pensamiento, y preguntándose desde qué punto partirá el ataque. En medio de su confusión, urde en un instante mil respuestas, pero no se atreve a dar ninguna: teme delatarse. Estos momentos de cruel humillación para el alma humana, este calvario, esta avidez irracional de salvación es algo verdaderamente espantoso, algo que hace temblar a veces a los miembros de un tribunal de justicia y despierta su compasión.

"Primero, aturdido y aterrado, deja escapar unas palabras comprometedoras. "Sangre! Merezco este castigo!" Pero en seguida se contiene. No sabe todavía qué decir y sólo puede responder con una vana negativa: "No soy culpable de la muerte de mi padre!" Es el primer parapeto. Tras esta defensa, abre nuevas trincheras el acusado. Sin esperar a que se lo preguntemos, trata de explicar sus primeras exclamaciones comprometedoras, diciendo que sólo se considera culpable de la muerte del viejo criado Grigori. "He agredido a Grigori, pero quién ha matado a mi padre?, quién ha cometido este crimen que no he cometido yo?" Observen el detalle. Nos dirige esta pregunta a nosotros, que estamos aquí precisamente para hacérsela a él. Comprenden el motivo de que se anticipe a decir que no es el autor del crimen? Es una trapacería, una ingenuidad, un acto de impaciencia digno de un Karamazov. Con ello pretende alejar de nosotros la creencia de que el culpable es él. Luego se apresura a manifestar: "Deseaba matarlo, señores, pero no lo he hecho: soy inocente." Confiesa que deseaba cometer el crimen. Pero con qué fin hace esta confesión? Con el de convencernos de que es sincero, ya que, si nos convence, habremos de creer en su inocencia. En estos casos, el criminal suele demostrar un aturdimiento y una candidez inauditos. Cuando se instruyó el sumario, se le hizo, con aparente indiferencia, esta pregunta: "No será Smerdiakov el asesino?" Y sucedió lo que esperábamos: el acusado se enojó al ver que nos habíamos adelantado a sus planes, cogiéndolo desprevenido y no dándole tiempo a elegir el momento más favorable para acusar a Smerdiakov. Su temperamento le lieva en el acto a adoptar una actitud extrema y afirma enérgicamente que Smerdiakov es incapaz de cometer un asesinato. Sin embargo, no hay que creerlo: es sólo una astucia. El acusado no renuncia a acusar a Smerdiakov, puesto que no hay otro al que poder achacar el crimen; pero lo hará más adelante, ya que por el momento su plan ha fracasado. Al día siguiente, o varios días después, dirá: "Ya saben ustedes que yo fui el primero en negar que el asesino fuera Smerdiakov. Ahora no tengo más remedio que aceptar que no puede haber sido nadie más que él."

"Por el momento se limita a negar con vehemencia, y la cólera y la excitación nerviosa le sugieren las explicaciones más absurdas. Dice que observó a su padre a través de la ventana y que luego se alejó prudentemente. Ignoraba la importante declaración que iba a hacer Grigori. Cuando inspeccionamos sus ropas, esta operación lo exaspera, pero se tranquiliza al ver que sólo se encuentran mil quinientos de los tres mil rublos. Entonces, en estos momentos de indignación reprimida, acude a su mente por primera vez la idea de la bolsita. Sin duda, se da cuenta de la inverosimilitud de su revelación y trata de hacerla más aceptable inventando una novela que tenga más visos de realidad. En estos casos los magistrados no deben dar al culpable tiempo para reponerse; deben lanzar inmediatamente sobre él una serie de rápidos ataques: sólo así conseguirán que revele sus pensamientos más íntimos. El mejor procedimiento para hacer hablar a un criminal es revelarle de pronto, y como sin intención alguna, un hecho de extrema importancia que para él resulte una novedad por no haberlo advertido. Nosotros teníamos preparado un hecho de esta índole: la declaración del criado Grigori respecto a la puerta abierta por donde acababa de salir el acusado. Él se había olvidado de esta puerta por completo y no creía que Grigori se hubiera fijado en elia. El efecto de la alusión a la puerta fue extraordinario. Karamazov se levantó en el acto y exclamó: "Es Smerdiakov el asesino! Estoy seguro de que es Smerdiakov!" Así expresa un íntimo pensamiento nacido del deseo de salvarse, idea absurda, pues no cae en la cuenta de que Smerdiakov, para cometer el crimen, tenía que haber esperado a que él abatiera a Grigori y huyese. Esto explica que Karamazov quedara paralizado de espanto cuando supo que Grigori había visto la puerta abierta antes de que él lo agrediera, y que el criado, al levantarse de la cama, había oído a Smerdiakov gemir al otro lado del tabique. Mi colega, el honorable a inteligente Nicolás Parthenovitch, me ha contado que en aquel momento su emoción fue tan profunda, que le faltó poco para echarse a llorar.

"Entonces, para salir del apuro, el acusado nos cuenta la historia de la famosa bolsita. Señores del jurado: ya he explicado a ustedes por qué esta historia me parece completamente absurda, la más extravagante que se pueda concebir en el caso que nos ocupa. Ni siquiera en una competición para premiar al joven que tuviera la idea más disparatada, habría surgido una idea como ésta. En estos momentos se puede confundir al triunfal narrador con los detalles, esos detalles que la realidad nos ofrece a montones y que el involuntario y desdichado farsante desdeña siempre, porque los cree inútiles a insignificantes. No cabe duda de que piensa así. Él tiene planes grandiosos y se le refutan con bagatelas. Pues bien; éste es el punto débil de la coraza. Se pregunta al acusado:

"-De dónde sacó usted el material para la bolsita y quién se la cosió?

"-Me la cosí yo mismo.

"-Pero de dónde sacó la tela?

"Esto molesta al acusado hasta el punto de que le es dificil disimularlo. Sí, se siente realmente ofendido. En estos casos todos son iguales.

" -Corté un trozo de una de mis camisas.

"-Perfectamente. Por lo tanto, mañana encontraremos entre su ropa interior esa camisa a la que le falta un trozo de tela.

"Desde luego, señores del jurado, si se encontraba esta camisa, ello constituiría una prueba decisiva de la exactitúd de la declaración del acusado, ya que si decía la verdad, la camisa tenía que estar en su cómoda o en su maleta. Pero él no se da cuenta de este detalle.

"-Es que no recuerdo bien si corté el trozo de tela de una de mis camisas o de una cofia de mi patrona.

"-De una cofia?

"-Sí; la encontré abandonada como un trapo viejo.

"-Está usted seguro?

"-No, seguro no estoy.

"Y de nuevo se enoja. Sin embargo, cómo es posible que no recuerde este detalle? Es uno de esos detalles que no se olvidan ni en los momentos más angustiosos, ni siquiera cuando le llevan a uno al patibulo. Un reo puede olvidarlo todo, pero un tejado verde o un pájaro sobre una cruz vistos al pasar no se borran de su memoria. Dmitri Karamazov hizo la bolsita ocultándose de todos los demás habitantes de la casa. Debería recordar este temor de ser sorprendido las muchas veces que, con la aguja en la mano, debió de correr, al oír que alguien se acercaba, a esconderse detrás del biombo que dividía en dos su habitación... Saben, señores del jurado, por qué me entretengo en dar estos detalles? Porque el acusado sigue manteniendo su absurda declaración. Durante los dos meses que han transcurrido desde aquella noche fatal, Karamazov no ha explicado sus fantásticas manifestaciones ni aportado ninguna prueba de que dijo la verdad. Dice que esto son nimiedades y que debemos creer en su palabra de honor. Ojalá pudiéramos creerlo; nuestro mayor deseo es dar crédito a su palabra de honor, pues no somos chacales sedientos de sangre humana. Que se nos indique un solo hecho en favor del acusado y lo acogeremos con alegría; pero un hecho real, una prueba tangible, y no las deducciones de su hermano, fundadas en la expresión del semblante y en el hecho de que Dmitri Fiodorovitch se golpeara el pecho con la mano, señalando, a juicio del declarante, la bolsita que aquél llevaba pendiente del cuello. Pueden creernos cuando decimos que nos alegraríamos de recibir esa prueba. En el acto retiraríamos nuestra acusación. Pero nos debemos a la justicia, y los hechos nos obligan a mantener nuestra acusación sin atenuarla lo más mínimo.

í, el fiscal pasó a la peroración. Tenía fiebre. Con voz vibrante evocó la sangre vertida, el padre asesinado por el hijo "con el vil objeto de robarle". E insistió en la trágica y demostrativa ilación de los hechos.

-Sean cuales fueren las palabras del célebre defensor del acusado, de ese hombre que con su patética elocuencia sabrá pulsar vuestra sensibilidad, no olvidéis que estáis en el santuario de la justicia. Pensad en todo momento que sois los defensores del derecho, la muralla protectora de nuestra santa Rusia, de los principios, de la familia, de todo lo que hay de sagrado en nuestra nación. Sí, en este momento representáis a Rusia. No sólo en esta sala se oirá vuestro veredicto; el país entero os escuchará, porque os considera sus defensores y sus jueces, y se sentirá reconfortado o consternado por la sentencia que vais a emitir. No lo defraudéis. Nuestra corre sin freno tal vez hacia el abismo. Hace ya mucho tiempo que multitud de rusos levantan los brazos con el deseo de detener esta loca carrera. Si otros pueblos no se apartan de la desenfrenada ón: no lo olvidéis. Es una suerte para nosotros que se aparten. Peor sería que levantaran una sólida muralla en el camino de esa í preservarse ellos y preservar a la civilización. En Europa empiezan ya a oírse voces de alarma; ya han llegado a nosotros. Guardaos de provocar a los occidentales, de alimentar su creciente odio mediante un veredicto de absolución en favor de un parricida.

ólito Kirillovitch se entusiasmó, terminó con un párrafo patético y produjo gran impresión. Se apresuró a salir de la sala y, al llegar a la pieza vecina, estuvo a punto de desvanecerse. El público no aplaudió, pero las personas serias estaban satisfechas. Las damas no lo estaban tanto. Sin embargo, las sedujo la elocuencia del fiscal, y más no temiendo a las consecuencias del discurso, ya que estaban seguras del éxito de Fetiukovitch. "Ahora va a tomar la palabra. Triunfará."

Mitia era el centro de todas las miradas. Durante el discurso del fiscal permaneció mudo, con los dientes apretados y la mirada en el suelo. De vez en cuando levantaba la cabeza y prestaba atención. Así lo hizo cuando se habló de Gruchegnka. Al oír la alusión del fiscal a la opinión que Rakitine tenía de ella, Mitia sonrió desdeñosamente y exclamó de modo que todos lo oyeran: "Bernardo!" Cuando Hipólito Kirillovitch explicó cómo la había estrechado a preguntas en Mokroie, Mitia levantó la cabeza y escuchó con viva curiosidad. Llegó un momento en que estuvo a punto de levantarse para decir algo, pero se contuvo y se limitó a encogerse de hombros con un gesto despectivo. Las hazañas del fiscal en Mokroie provocaron los más diversos comentarios, en su mayoría irónicos. Se consideraba, en general, que no había podido resistir a la tentación de darse importancia.

ó para reanudarse un cuarto de hora o veinte minutos después, tiempo que aproveché para tomar nota de algunos comentarios que hizo el público.

ñor en un grupo, frunciendo las cejas.

ía -dijo otro.

-Pero ha dicho la verdad.

ábil.

én se ha referido a nosotros. Ha sido al principio, recuerdan ustedes? Ha dicho que todos nos parecemos a Fiodor Pavlovitch.

én lo ha dicho al final, pero es mentira.

á bien.

ía hacer otra cosa. Llevaba tres años esperando la ocasión de hablar y al fin se le ha presentado. Je, je!

ía nuestra sensibilidad. Recuerdan ustedes?

í, ha sido una pifia.

ímos, pero habrá que ver cómo estará el acusado.

í, habrá que verlo.

é dirá el defensor?

én es esa gruesa dama que está sentada en un rincón y usa lentes de teatro?

ón.

á muy bien.

é hablador ha estado! Como si no hubiera hablado bastante en sociedad!

án de lucimiento.

órica y mucha ampulosidad.

í. Y observen ustedes que ha querido asustarnos. Se acuerdan de eso de la "Hamlet es de un país lejano. Nosotros tenemos que contentarnos con los Karamazov." Eso no ha estado mal.

ón a los liberales. Ese hombre tiene miedo.

én teme al defensor.

á como un palurdo.

án perdiendo la paciencia tiene razón.

és interpeló al gobierno sobre los nihilistas. "No les parece que ya es hora -dijo- de que prestemos atención a esa nación bárbara y procuremos enterarnos de lo que ocurre en ella?" A eso se ha referido Hipólito Kirillovitch. No me cabe duda, porque la semana pasada habló de ello.

é?

án de dónde sacarlo.

én hay trigo en América.

é ha de haber!

ó la campanilla y cada cual volvió a su sitio. Fetiukovitch tenía la palabra.