Dostoevsky. Los hermanos Karamazov (Spanish. Братья Карамазовы).
Cuarta parte. Libro XII. Un error judicial.
Capítulo primero. El día fatal

LIBRO XII

UN ERROR JUDICIAL

CAPÍTULO PRIMERO

ÍA FATAL

ñana del día siguiente empezó la vista de la causa contra Dmitri Fiodorovitch.

é que me es imposible relatar los hechos con todo detalle. Semejante exposición requeriría un grueso volumen. Ruego, pues, que no se me reproche que me limite a referir lo que me ha parecido más interesante. Tal vez haya tomado detalles secundarios por importantes y acaso haya suprimido algunos de éstos... Pero no tengo por qué excusarme: mi intención es hacer las cosas lo mejor posible, y estoy seguro de que los lectores lo advertirán.

ón de todos. Se sabía el interés que había despertado este juicio, la impaciencia con que se le esperaba, las discusiones y conjeturas que venía provocando desde hacia dos meses. No se ignoraba tampoco que el asunto era conocido en toda Rusia. Pero nadie esperaba que hubiera despertado un interés tan extraordinario fuera de nuestra localidad. Llegó gente no sólo de la capital del distrito, sino de otras ciudades, a incluso de Moscú y Petersburgo: juristas, personalidades de todas clases, damas... Las tarjetas de entrada se agotaron rápidamente. Para los visitantes de categoría se reservaron asientos, sillones detrás de la mesa del tribunal, cosa nunca vista. El elemento femenino era muy numeroso: lo menos la mitad del público estaba formado por damas. Los juristas abundaban también de tal modo, que no se sabía dónde colocarlos. Había sido necesario construir a toda prisa para ellos una especie de tribuna en el fondo de la sala, detrás del estrado. Algunos no tenían asiento, pero se felicitaban de haber podido entrar. Y lo mismo podía decirse del público que, en masa compacta, permanecía de pie en la sala, de la que se habían retirado todas las sillas, con objeto de que hubiera más espacio. Algunas damas aparecían en las tribunas ataviadas como para una ceremonia. Este caso se daba especialmente entre los forasteros. Pero la mayoría de ellas no se habían preocupado en absoluto por su atavío. En sus semblantes se leía una ávida curiosidad. Una de las particularidades más notables de este público femenino, particularidad que se evidenció en el curso de los debates, era la simpatía que la mayoría de las damas sentían por Dmitri, simpatía fundada, sin duda, por el éxito que el acusado había tenido siempre con las mujeres. El deseo general de las damas era que le declarasen inocente.

ía despertado un interés general. Se decían cosas extraordinarias de ella, de su pasión avasalladora por Mitia aun después del crimen. Se hablaba de su orgullo (no visitaba a nadie) y de sus relaciones con el gran mundo. Se rumoreaba que Katia tenía el propósito de pedir al gobierno autorización para acompañar al criminal a presidio y casarse con él bajo tierra, en las minas. La aparición de Gruchegnka se esperaba con no menos interés. El encuentro de las dos rivales -la joven distinguida y la ramera- en la audiencia había despertado verdadera curiosidad. Las mujeres conocían mejor a Gruchegnka, que "había perdido a Fiodor Pavlovitch y a su hijo", y casi todos se extrañaban de que "una mujer tan ordinaria a incluso nada bonita" hubiera podido subyugar al padre y al hijo. Sé positivamente que en nuestra localidad se produjeron graves querellas familiares a causa de Mitia. Más de una mujer había disputado con su marido sobre el lamentable suceso, y es natural que estos esposos acudieran a la audiencia como enemigos del acusado. Hablando en términos generales, puede decirse que los hombres miraban al inculpado con hostilidad. Se veían rostros varoniles severos, ceñudos a incluso irritados. Y estos semblantes eran mayoría. Mitia había insultado a muchos hombres durante su estancia entre nosotros. No cabía duda de que algunos espectadores no sólo eran indiferentes a la suerte de Mitia, sino que se alegraban de verlo comprometido, aun estando interesados en el desenlace del asunto. La mayoría de ellos deseaban que se castigase al acusado, exceptuando a los juristas, que miraban el proceso desde el punto de vista jurídico, sin interesarse por el aspecto moral. La llegada del famoso Fetiukovitch causó sensación. No era la primera vez que iba a provincias para tomar parte en un proceso criminal resonante, de esos que no se olvidan fácilmente. Circulaban anécdotas sobre el procurador y el presidente del tribunal. Se decía que el procurador temía encontrarse con Fetiukovitch, con el que había tenido ciertas diferencias en Petersburgo al principio de su carrera. El susceptible Hipólito Kirillovitch, que se sentía mortificado porque no apreciaban debidamente su mérito, había cobrado nuevos ánimos al enfrentarse con el caso Karamazov y soñaba con fortalecer su debilitada reputación. Pero temía a Fetiukovitch. Estos rumores no eran del todo exactos. El procurador no era uno de esos hombres que se desalientan ante el peligro, sino todo lo contrario: ante el peligro, su amor propio aumentaba y le daba nuevos bríos. Era demasiado vehemente, demasiado impresionable. A veces ponía toda su alma en un asunto, como si de él dependieran su suerte y su fortuna. Este defecto hacía sonreír a sus compañeros del mundillo judicial, pero, gracias a él, nuestro procurador había adquirido una notoriedad superior a la que correspondía a su modesta posición en la magistratura. Lo que más hilaridad causaba era su pasión por la psicología. A mi entender, todos se equivocaban; su carácter era mucho más firme y serio de lo que se suponía. Lo que ocurría era que aquel hombre enfermizo no había sabido ponerse en su lugar ni al principio de su carrera ni después.

íritu abierto a las ideas más modernas. Toda su ambición se cifraba en que se le considerase como progresista. Estaba bien relacionado y era hombre rico. Pronto se advirtió que el caso Karamazov le interesaba vivamente, pero en líneas generales. Lo miraba como un fenómeno de nuestro régimen social, como una característica de la mentalidad rusa... El carácter particular del asunto, la personalidad de sus protagonistas, empezando por la del acusado, tenían para él un interés vago, abstracto..., cosa que, bien, mirado, tal vez convenía.

úblico. Esta sala es la mejor de la localidad: la más espaciosa y bella, la de techo más alto y mejores condiciones acústicas. A la derecha de la plataforma del tribunal se habían colocado una mesa y dos hileras de sillas para el jurado. A la izquierda estaban los asientos del acusado y del defensor. En el centro, ante los jueces, había una mesa, en la que se exhibían los cuerpos del delito: la bata Blanca de seda, manchada de sangre, de Fiodor Pavlovitch; la mano de mortero de cobre, presunto instrumento del crimen; la camisa y la levita de Mitia, también manchadas de sangre, sobre todo la levita, en las proximidades del bolsillo en que Dmitri había guardado el pañuelo; este pañuelo, empapado de sangre que se había secado formando una costra; la pistola cargada por Mitia en casa de Perkhotine para suicidarse y que Trifón Borisytch le había quitado, sin que él se diera cuenta, en Mokroie; el sobre que había contenido los tres mil rublos destinados a Gruchegnka; la cinta rosa con que el sobre estuvo atado, y otros objetos que no puedo recordar. Más lejos, en el fondo de la sala, se habían colocado sillones para los testigos que debían quedarse después de declarar.

ó en la sala el tribunal, compuesto del presidente, un asesor y un juez de paz honorario. El fiscal, que no era sino nuestro procurador, llegó inmediatamente. El presidente era un hombre robusto, aunque de baja estatura. Tenía unos cincuenta años, congestionado el rostro y gris el cabello. Lucía varias condecoraciones. A todos les sorprendió la palidez del fiscal. Su cara era verdosa. A mí me pareció que había adelgazado súbitamente, pues lo había visto el día anterior.

ó al ujier si estaban presentes todos los jurados... Pero me es imposible continuar esta exposición minuciosa de los hechos, no sólo porque no recuerdo todos los detalles, sino también y principalmente porque no tengo tiempo ni espacio para hacer un relato detallado a integro. Diré solamente que la defensa y la acusación admitieron a casi todos los jurados. Éstos eran cuatro funcionarios, dos comerciantes y seis hombres más, entre campesinos y pequeños burgueses de nuestra localidad. Recuerdo que mucho tiempo antes de que se celebrase la vista, la formación del jurado se comentaba en las reuniones de sociedad y que, sobre todo las damas, decían: "Es inexplicable que un asunto de tanta complicación psicológica se someta a la resolución de simples funcionarios y personas de baja condición. Qué criterio pueden tener?" Ciertamente, los cuatro funcionarios eran personas sin categoría y de edad madura -excepto uno-, poco conocidas en nuestra sociedad y que habían vegetado con un sueldo mezquino. Sin duda, tenían esposas viejas que no gustaban de exhibir y un enjambre de hijos que tal vez fueran descalzos. Su pasatiempo preferido eran los naipes, y jamás habían leído nada. Los dos comerciantes tenían aspecto de hombres sosegados, pero siempre estaban inmóviles y pensativos. Uno iba rasurado y vestido a la europea; el otro ostentaba una barba gris, y de su cuello pendia una medalla. Y no hablemos de los pequeños burgueses y campesinos de Skotoprigonievsk. Los primeros se parecían a los segundos y trabajaban tan rudamente como ellos. Dos de estos seis jurados iban vestidos a la europea, con lo que parecían más sucios y descuidados que los otros. De aquí que, al verlos, uno no pudiera menos de preguntarse: "Cómo pueden comprender esos hombres un asunto como éste?" Sin embargo, sus rígidos y huraños rostros tenían una expresión imponente.

ó el comienzo de la vista y ordenó que se introdujera en la sala al acusado. Se hizo un silencio tan profundo, que se habría podido oír el vuelo de una mosca. Mitia me produjo una impresión sumamente desfavorable. Se presentó como un dandy. Llevaba un traje nuevo, una camisa finísima y unos guantes flamantes. Después supe que, expresamente para esta ocasión, había encargado una levita nueva a un sastre de Moscú, a su sastre de siempre, que tenía sus medidas. Avanzó a largos pasos, el cuerpo rígido, mirando hacia enfrente, se sentó y permaneció inmóvil. Acto seguido apareció el defensor, el famoso Fetiukovitch. Un discreto murmullo recorrió la sala. Era un hombre alto y seco, de piernas delgadas, dedos largos y finos, cabello corto, cara lampiña, cuyos labios se torcían a veces en una sonrisa sarcástica. Aparentaba unos cuarenta años. Su rostro habría sido agradable si no lo hubieran afeado sus ojos, inexpresivos y demasiado juntos sobre la nariz, larga y delgada. En una palabra, una cara de pájaro. Iba de levita y corbata blanca. Recuerdo perfectamente el interrogatorio de identificación. Mitia contestó en voz tan alta, que sorprendió al presidente. Después se dio lectura a la lista de testigos y peritos. Faltaban cuatro: Miusov, que había regresado a Paris, pero cuya declaración figuraba en el expediente; la señora de KhokhIakov y el terrateniente Maximov, que estaban enfermos, y Smerdiakov, fallecido repentinamente, según informe de la policía. La noticia de la muerte de Smerdiakov produjo sensación, pues muchos ignoraban aún que se había suicidado. Lo que más sorprendió a todos fue la exclamación de Mitia cuando se reveló el fallecimiento del sirviente:

ó con tomar las más severas medidas si persistía en su actitud irrespetuosa. Mitia dijo varias veces a su abogado, aunque sin mostrar el menor arrepentimiento:

é a hacer. No he podido contenerme. Le aseguro que no lo volveré a hacer.

ó a los ojos del público ni de los jurados. Era una muestra de su carácter. En este ambiente, el secretario empezó a leer el acta de acusación. Era muy concisa y se limitaba a exponer los principales cargos que pesaban sobre Dmitri. Sin embargo, a mí me impresionó profundamente. El secretario leyó con voz clara y sonora. A través del acta, la tragedia aparecía con todo su relieve, como si se proyectara sobre ella una luz implacable. Después el presidente preguntó a Mitia:

ón, de holgazanería -repuso, exaltado-. En el momento en que la adversidad se ensañó en mí estaba decidido a corregirme para siempre. Pero soy inocente de la muerte de ese viejo que era mi padre y mi enemigo. Tampoco le robé: soy incapaz de un acto semejante. Dmitri Fiodorovitch puede ser un libertino, pero no un ladrón.

ó temblando. El presidente le dijo que debía limitarse a responder a las preguntas. Acto seguido se llamó a los testigos para que prestaran juramento, formalidad de la que se dispensó a los hermanos del acusado. Tras las exhortaciones del sacerdote y el presidente se hizo salir a los testigos. Ya se les iría llamando por turno.